28

El guarda fue puntual. A las once llegó con su motocicleta a la puerta del monasterio, donde ya lo esperaban.

Spyros había insistido en adelantarse para inspeccionar con tranquilidad las inmediaciones y conocer las características del terreno; no quería dejar nada a la improvisación. Esa mañana llevaba consigo una cámara de fotos con un potente objetivo. Cualquier detalle, por insignificante que pareciese, podría resultar de gran importancia en la búsqueda.

—Buenos días —saludó el guarda.

—Buenos días, señor Solano —Sara le devolvió el saludo—. Hemos sido todos muy puntuales.

—La puntualidad es una virtud y en mi trabajo, mucho más. Hay que cumplir los horarios para no hacer esperar a las visitas.

—Quiero presentarle a mi familia. Mi hermano Spyros y mi esposo, el doctor Yorgos Poulianos. Ya le hablé ayer de ellos.

Ni a Yorgos ni a Spyros les pasó por alto que Sara se refiriese a Yorgos como su esposo, pero ambos se abstuvieron de hacer comentario alguno. Tal vez era mejor así, se dijo Spyros. Un joven y feliz matrimonio y un familiar en viaje turístico que visitaban el monasterio de San Juan de la Peña no levantarían sospechas. No estaba mal pensado.

—Cuando ustedes quieran nos ponemos en camino —dijo Solano—. Tardaremos unos veinte minutos, como le comenté. El paisaje hasta allí es muy bonito, les va a gustar.

Cruzaron por delante de la fachada del monasterio y se dirigieron hacia la parte este. Subieron por una escalera y salvaron un pequeño desnivel. Desde allí enfilaron una estrecha vereda, una senda abierta entre pinos, hayas, tilos y avellanos que a veces se estrechaba y los obligaba a cruzar por un bosque bastante cerrado. Las vistas de la montaña y la espectacularidad de la vegetación convirtieron el trayecto en un agradable paseo. Desde el camino que seguían era posible distinguir al fondo algunos de los picos pirenaicos, como el Midi d’Ossau, las Blancas de Borau y el Anayet.

—Como pueden ustedes comprobar, el ambiente de esta zona es bastante húmedo —comentó el guarda—. Se debe a la abundante vegetación y a los muchos manantiales que brotan entre la espesura. También por las inmediaciones del monasterio hay bastantes manantiales, incluso dentro, como el que vieron en el claustro —precisó—. De esa fuente, que brota de la misma roca, se abastecían los monjes que habitaban el monasterio.

—Llegar aquí en invierno debe de ser complicado, porque supongo que nevará bastante —observó Sara.

—Desde luego que sí. En invierno, cuando nieva es imposible hacerlo por la carretera que sube desde Santa Cruz de la Serós, por la que han venido ustedes. Hay que tomar desde Jaca la carretera de Bernués, que también está llena de curvas, llegar al monasterio nuevo, bajar hasta el viejo y desde allí hasta la cueva, pero si hay demasiada nieve hay que bajar a pie. Por cierto, ¿de qué conocían ustedes la cueva de Santa María de Gótolas?

—No la conocíamos, pero unos amigos nuestros estuvieron por aquí el año pasado visitando el monasterio y nos hablaron de ella —mintió Sara—. Les llamó mucho la atención y cuando se enteraron de que nosotros veníamos insistieron en que no dejásemos de verla. Como mi esposo es profesor de Historia Antigua y arqueólogo, enseguida se apuntó. Ya sabe usted cómo son estos sabios —bromeó Sara.

—Es un recinto muy humilde, pero bastante curioso. Y en cuanto a los paisajes, seguro que sus amigos debieron de comentarles algo.

—Pues sí, lo hicieron. Nos dijeron que el monasterio de San Juan era algo único y que los paisajes de los alrededores eran espectaculares. Y no exageraron, no, ni en lo del monasterio ni en lo de los paisajes.

—¿De dónde viene el nombre de Gótolas? —preguntó Yorgos.

—Dicen los expertos que procede del latín gothus —respondió Solano.

Yorgos se esforzó por disimular la sensación que lo asaltó al escuchar la respuesta del guarda. El nombre venía a confirmar, al menos de momento, lo que él había logrado descifrar.

—Es decir, de la palabra godos.

—En efecto —confirmó el guarda—. De hecho, al barranco que hay frente a la cueva lo llaman barranco de Gótolas o barranco de los Godos. —Spyros y Sara se miraron; allí estaba el barranco—. Algunos dicen que el nombre se debe a una batalla que hubo por estas inmediaciones contra unos invasores godos. Es muy posible que al principio la cueva fuese un lugar de culto pagano dedicado a la madre Tierra y que más tarde lo convirtieran en un oratorio cristiano, lo mismo que se dice del santuario de San Cosme y San Damián y del de Santa Elena. Cuando entremos verán que hay un altar de ladrillo y que a su izquierda hay una hendidura no muy grande por la que sale una pequeña corriente de aire, como si la tierra respirara. Si se pone delante un mechero o una vela, la llama se apaga.

«… Allí donde se siente el hálito de la tierra…»: Yorgos recordó el texto del pergamino y el corazón le dio un vuelco. Ahora estaba seguro de que iban en la dirección correcta. Miró a Sara y a Spyros y ambos entendieron el significado de su mirada.

—Pero todo eso son conjeturas —prosiguió Solano—, lo del santuario pagano, quiero decir. Lo que sí parece documentado es que, allá por los comienzos del siglo XI, en la cueva habitó san Íñigo de Calatayud, un monje del monasterio de San Juan que se retiró de la vida en comunidad y que después fue abad de otro monasterio, el de San Salvador, en Oña, por petición del rey navarro Sancho III el Mayor, que fue a pedírselo en persona.

«Y cuando sea hendida la piedra bajo la bóveda de roca que veló el sueño del abad…». Los datos parecían cada vez más concluyentes y todos apuntaban en el mismo sentido. Yorgos prestaba gran atención a las palabras del guarda, pero procuraba aparentar tranquilidad, algo que estaba lejos de sentir.

—Como les digo —continuó el guarda—, dentro de la cueva hay un pequeño altar cristiano. Sobre él hay un retablo de tres calles con los bajorrelieves de la Inmaculada Concepción flanqueada por la imagen de san Íñigo y otro santo que los expertos identifican como san Indalecio, también aragonés para más señas. El retablo es de piedra arenisca, de las canteras de Botaya, un pueblo que está cerca del monasterio. Se ha vuelto verdosa posiblemente a causa de la humedad. El retablo está algo deteriorado, le falta el pináculo derecho y parte del remate superior, y a la imagen de la Inmaculada y a la de san Indalecio les falta la cabeza.

—¿De qué época es? —se interesó Yorgos.

—Tengo entendido que de principios del siglo XVII.

—¿Es muy grande? La cueva, quiero decir.

—No, es pequeña, poco más de diez metros cuadrados, y bastante irregular. Pero enseguida lo van a comprobar ustedes mismos porque ya hemos llegado.

Frente a ellos, en la pared rocosa, una vieja puerta cerraba a medias la entrada a una cavidad abierta en el macizo, una gran grieta que se ensanchaba en el interior de la piedra. Unas toscas dovelas, casi desencajadas, semejaban un primitivo arco por encima del cual continuaba la fisura de la roca. Aquel solitario y desolado oratorio tenía algo extraño, distinto; la belleza y la grandiosidad del paraje circundante contribuían a imprimirle un halo de austeridad del que emanaba un inexplicable misterio.

Cuando el guarda empujó la puerta y los invitó a pasar sintieron que allí dentro se percibían unas vibraciones especiales. Tal vez fuesen resultado de la tensión acumulada por lo que para ellos era la constatación de haber llegado al umbral de la tercera puerta del misterio que se habían propuesto desvelar. Se quedaron parados en la entrada y guardaron un expresivo silencio.

Alguien había puesto en el altar un jarrón de barro con unas flores, ya marchitas; a ambos lados, encajadas en sendas botellas, había dos velas a medio consumir. La escasa luz que llegaba del exterior mantenía la cueva en una semipenumbra.

Yorgos avanzó unos pasos y observó durante un rato el retablo, a cuya izquierda, en la pared rocosa, se encontraba la abertura que había mencionado el guarda. Se acercó y colocó una mano delante del agujero; enseguida notó una leve y fresca brisa. «El aliento de la tierra», pensó. Llamó a Sara y a Spyros y los invitó a poner una mano en la abertura. Ambos sintieron el frescor del aire que salía por el conducto.

Solano, el guarda, sacó un mechero y lo colocó cerca de la oquedad; la llama del encendedor comenzó a oscilar hasta que se apagó.

—Dicen que se comunica con la cueva de los Moros —comentó—, pero yo creo que eso es pura invención porque esa gruta está muy lejos de aquí.

Encendió de nuevo el mechero y prendió los pabilos de las velas. La cueva se llenó con la luz anaranjada de las candelas.

* * *

Encontraron un restaurante con una terraza cubierta y decidieron comer allí, cerca de la ciudadela y de la catedral, en pleno centro histórico de Jaca. El día era agradable e invitaba a comer al aire libre. Por la calle paseaban algunos turistas en busca, como ellos, de algún sitio en el que reponer fuerzas. Un matrimonio con dos hijos adolescentes, un chico y una chica, ocuparon una mesa cercana. La madre, una mujer joven y bastante guapa, comenzó a ojear una guía turística mientras el marido revisaba la carta. Al poco, unos italianos se colocaron en una de las esquinas de la terraza, que se fue llenando con la llegada de más personas, extranjeras en su mayoría.

Fueron atendidos los primeros. Spyros encargó unos entrantes ibéricos, una ensalada y cordero lechal para los tres. También pidió que les trajesen una botella de tinto de crianza de Somontano. El vino, la ensalada y los aperitivos se los sirvieron enseguida.

—Estoy seguro de que hemos llegado al final de la búsqueda —comentó Yorgos—, pero ahora viene lo más difícil.

—Es decir, encontrar la famosa clave que nos abrirá la última puerta —añadió Sara.

—Las puertas se abren con llaves, no con claves, y bastantes claves hemos tenido hasta ahora, así que… —dijo Spyros.

—Un momento, Spyros —interrumpió Yorgos—, repite lo que has dicho.

—¿Qué quieres que repita? ¿Que ya ha habido bastantes claves?

—No, lo anterior.

—Que las puertas se abren con llaves.

—Exacto, eso es. ¿Cómo no me había dado cuenta?

—¿Le importaría al señor profesor dejarse de acertijos y decirnos qué es eso de lo que no se había dado cuenta? —preguntó Sara.

—De algo tan sencillo como una simple llave —respondió Yorgos.

—Perdona, cariño, pero ahora lo entiendo menos.

Yorgos sonrió.

—Veréis. Llave, en latín, se dice clavis. De clavis a clave solo hay un paso. ¿Os acordáis de lo que dice el pergamino en el texto del principio? Os lo recordaré: «allí donde se siente el hálito de la tierra se manifestará la clave —recalcó la palabra— que hará brillar a los que bebieron la sangre del sacrificio».

—¡Claro! —exclamó Sara—. Ahora lo veo: donde se siente el hálito de la tierra, es decir, en la cueva de Gótolas, está la clave que buscamos, y esa clave es…

—Una llave —concluyó Spyros.

—¡Bravo! ¡Premio para los señores! Ahora ya sabemos qué es lo que tenemos que buscar: una simple, sencilla y humilde llave.

—Que debe de estar escondida en algún lugar del agujero por el que sale el aire —añadió Spyros.

—Eso sería demasiado evidente. El agujero no es muy grande y seguro que más de uno habrá tenido la tentación de introducir la mano por simple curiosidad para comprobar hasta dónde le llega el brazo —argumentó Sara—. Los autores del pergamino han mostrado ser demasiado precavidos como para pasar por alto un detalle así y debieron de prever que eso podía ocurrir. No, no creo que la llave esté en el agujero.

—Parece razonable —admitió Yorgos—, pero si la llave no está en el agujero, lo más probable es que esté enterrada en el suelo.

—Tampoco, por ahí es por donde empezaría a cavar cualquiera que anduviese buscando algo en la cueva. La llave está en una de las paredes —afirmó Spyros.

—¿Y por qué no en el techo? —replicó Yorgos.

—Muy sencillo —repuso Spyros—. Si escondieron la llave en el techo, es lógico suponer que tuvieron que hacer un agujero en la roca, agujero que después debió ser tapado para disimular el escondrijo. ¿Estamos de acuerdo? Pues bien, para tapar el hueco es muy probable que usaran alguna piedra del tamaño del agujero y que la aseguraran con argamasa para evitar que se desprendiera y dejara así al descubierto la abertura, con el consiguiente peligro de que la llave cayera al suelo. ¿Me seguís? Sin embargo, habéis comprobado que esta zona es muy húmeda y desconocemos qué filtraciones puede haber por el interior de la roca. Recordad que en el monasterio hay un manantial que brota de la misma piedra. —Tomó su copa y dio un sorbo de vino—. Nuestros misteriosos escondellaves no eran tontos y sabían que la humedad o el agua podían hacer que la argamasa se deshiciera, dando al traste con todos sus afanes. ¿Cómo evitar esto? De un modo muy sencillo: puesto que el techo no era un lugar seguro, el agujero del aire parecía demasiado evidente y el suelo es donde primero se buscaría, solo les quedaban las paredes.

—Además —apoyó Sara—, el pergamino lo dice bien claro: «Y cuando sea hendida la piedra bajo la bóveda de roca que veló el sueño del abad». Es decir, bajo la bóveda, no en la bóveda, y la bóveda es el techo, lo que significa que la llave está en una de las paredes, como dice Spyros.

—Pues vamos a tener trabajo —se lamentó Yorgos.

—Bueno, quizá no tanto —objetó Sara—. Si tenemos en cuenta la mente tan minuciosa de quien escribió el texto, no es de extrañar que buscara un buen lugar para esconder la llave y parece claro que las paredes lo son. Pero observad que jamás han dejado nada al azar, todo lo que hemos sacado en claro del pergamino ha sido preciso, porque quienquiera que lo escribiese quería señalar el lugar exacto en el que se encuentra lo que buscamos. Es decir, no parece que tenga sentido que hasta ahora todo haya estado medido y de pronto las cosas sigan otro curso… Hay tres paredes bastante irregulares, como hemos podido ver, y rastrearlas no es tarea que se haga en unos minutos. Además, quien escribió el pergamino no podía prever en qué momento de la historia se buscaría el tesoro y, desde luego, era imposible que imaginase que existirían detectores de metales capaces de encontrar llaves enterradas. Es probable que el redactor pensara que quien fuese capaz de llegar hasta el punto en que nos encontramos es porque se había hecho merecedor de tal premio y la mano de Yahveh lo había guiado; eso es lo que casi con toda seguridad debió de pensar. Conclusión: tenían que facilitarle la búsqueda, ya de por sí bastante complicada. ¿Cómo hacerlo? Dando una clave más que indicase el lugar exacto en el que había que buscar; como todas las anteriores, esa clave está en el pergamino. Os refresco la memoria: «Y cuando sea hendida la piedra bajo la bóveda de roca que veló el sueño del abad, allí donde se siente el hálito de la tierra, se manifestará la clave», etcétera, etcétera.

En ese momento llegó un camarero con una cazuela de barro en la que humeaba el cordero asado. Cuando se alejó, Sara se inclinó sobre la mesa y se acercó a ellos, como si quisiera decirles algo en tono confidencial.

—El pergamino dice «allí donde se siente el hálito de la tierra» —repitió— y hemos llegado a la conclusión de que la llave está en una de las paredes. ¿De acuerdo? Pues ese «allí donde se siente el hálito de la tierra» lo que quiere decirnos es que la dichosa llave está en la pared del agujero por el que sale el aire. En ella es donde debemos buscar. Esta tarde no debe de haber casi nadie, es día de descanso y no hay visitas al monasterio, así que si no nos entretenemos mucho con este estupendo asado, podemos acercarnos y rastrear con el detector. ¿Qué os parece?

—Que estoy de acuerdo contigo —convino Yorgos—. Algo me dice que hoy es nuestro día de suerte.

Terminaron de comer y se levantaron de la mesa. Los ojos ocultos bajo sendas gafas de sol de dos hombres sentados en el extremo opuesto de la terraza los siguieron con la mirada hasta que se perdieron de vista. Al poco, otros dos individuos salieron del interior del restaurante y se dirigieron a un coche aparcado en las inmediaciones. Uno de ellos era de complexión maciza, no muy alto, con la cabeza rapada y el cuello, en la base del cráneo, tatuado con una tela de araña en la que habían quedado apresadas lo que podrían ser unas iniciales; el otro, delgado y de aspecto fibroso, también lucía un tatuaje, pero en el antebrazo derecho, donde era visible la figura de un dragón. Los individuos de las gafas de sol observaron cómo los tatuados se subían al coche. Unos instantes después salieron también del restaurante y caminaron despacio hasta una moto de gran cilindrada.