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—Una excelente noticia, sí, señor. Habéis hecho un gran trabajo —dijo Natán Zudit con cara de satisfacción—. Esperad a que se marchen y seguidlos… No, olvidadlo, eso puede ser peligroso, seguro que os han visto en el hotel y os pueden reconocer. Será mejor que os pongáis en contacto con los otros colegas vuestros y les indiquéis adónde tienen que ir y lo que tienen que hacer. Sí, eso es lo que haréis. Lo dejo en vuestras manos. Y no os preocupéis por los gastos. Yo sé ser generoso con quienes me sirven bien y vosotros lo habéis hecho, así que adelante. Mantenedme informado.
Natán colgó el teléfono. Se sirvió un buen trago de whisky y se dejó caer en el sofá. No podía ocultar el entusiasmo.
—Esos idiotas buscarán el tesoro por mí, me dirán dónde tengo que cavar. O mejor aún: dejaré que lo hagan ellos y después se lo quitaré. A la salud de esos tres imbéciles que creían que iban a poder con Natán Zudit. ¡Que el demonio os confunda! —Alzó el vaso y bebió con complacencia—. Y por esos tarados de los Siervos del Tabernáculo, que si piensan que les voy a entregar lo que me pertenece, están muy equivocados. Que se olviden de que les haga otro trabajito con diamantes. El próximo que haga será para mí solo. —Volvió a beber, pero esta vez no alzó el vaso—. Y tú, maldito Yisroel ben Munzel, grandísimo hijo de Satanás, te vas a arrepentir de haberme tratado como lo hiciste. —Terminó el whisky que le quedaba y se sirvió de nuevo—. Lo mejor llegará cuando tenga en la cama a esa altanera de Sara, aunque para eso antes tendré que matar a ese hermano postizo suyo y a ese profesorcillo de mierda. Pero todo se andará, todo se andará.
Se recostó en el sofá y entrecerró los ojos. Al rato se levantó y fue al teléfono.
—Soy Natán —dijo cuando le contestaron—. Mándame a una de tus chicas, la más joven y más puta que tengas.
—Querido Natán, sabes de sobra que mis chicas no son putas, son serviciales, y tú mejor que nadie conoces sus cualidades —respondió con voz tranquila la madama—. Esa palabra, putas, es algo vulgar, un insulto para mis niñas e impropia en boca de alguien como tú.
—Déjate de monsergas, que tú y yo sabemos cuál es tu negocio y a lo que se dedican tus niñas, como tú las llamas.
—¿Acaso estás descontento?
—No, no lo estoy, pero sabes muy bien que no te llamo para que me mandes una monja. Aunque no estaría mal. ¿No tienes por ahí alguna novicia?
Natán soltó una risotada, colgó el teléfono y se sentó de nuevo en el sofá. Apuró de un trago el whisky que tenía en el vaso y volvió a recostarse. Por su cabeza bullían mil ideas sobre cómo deshacerse de Spyros y de Yorgos y acerca de a quién contrataría para que secuestrara a Sara. «Por mucho que te resistas, te tendré en mi cama antes de lo que imaginas y disfrutaré de ti a mi antojo, aunque después tendré que matarte para que no andes por ahí difamándome. Una verdadera lástima, pero será necesario para que las cosas salgan como yo deseo», pensó.
Para asegurar sus planes no podía contar con el Camaleón, porque estaba muerto. Le falló y tuvo que quitárselo de en medio. Un buen fajo de billetes obra milagros, sobre todo en una cárcel; él lo sabía bien y eso era lo que había hecho: pagar para que lo mataran. No podía permitir ningún error. Ahora tenía el camino libre y sabía en qué dirección debía dirigir los pasos. Los albanokosovares eran gente dura y peligrosa, pero había sido un acierto contratarlos, sobre todo ahora que estaba a punto de comenzar la parte más delicada de la operación, para la que se requerían los servicios de profesionales bien preparados. La guerra de los Balcanes había dejado en la cuneta a montones de soldados bien entrenados y sin escrúpulos que se ofrecían como mercenarios para lo que fuese. Natán Zudit estaba dispuesto a sacar todo el provecho posible de ese semillero de gente que por un conveniente puñado de euros eran capaces de vender su alma al diablo.
Dejó el vaso vacío sobre la mesa que tenía ante sí y cerró los ojos con la imagen de Sara en el pensamiento. La obsesión por ella que lo poseía era cada vez mayor, cada vez más insana, cada vez más peligrosa.
El timbre sonó con insistencia. Natán se sobresaltó; se había quedado dormido. Se levantó y fue a abrir. En la puerta aguardaba una chica muy joven vestida con ropa de colegiala para aparentar aún menos edad de la que tenía. Los ojos de Natán brillaron de lujuria al verla, se mordió el labio inferior y le franqueó el paso. La chica sonrió al pasar junto a él.