27

Las balconadas de madera y las grandes chimeneas con los singulares espantabrujas de Santa Cruz de la Serós quedaron atrás. El coche, conducido por Spyros, enfiló una serpenteante y empinada carretera que se abría camino entre la frondosa masa vegetal de una naturaleza exuberante nacida entre los pliegues de las formaciones rocosas de la depresión intrapirenaica. A ambos lados de la estrecha calzada el paisaje estaba cubierto de abetos, hayas, pinos, arces, fresnos, olmos y otras especies de árboles entre los que crecían arbustos de espino albar, madreselva, serbal y zarzamora.

De pronto, a lo lejos, encajado en una colosal hendidura del farallón montañoso, cobijado a la sombra de una gigantesca roca, se reveló la portalada del monasterio de San Juan de la Peña.

—¡Dios! —casi gritó Yorgos al verlo.

—¡Para, Spyros, para el coche un momento, quiero verlo mejor! —pidió Sara.

Spyros detuvo el vehículo junto al arcén y bajaron los tres. La vista desde allí era espectacular. Todo alrededor estaba cubierto por una espesa amalgama de verdes que tapizaba cuanto la vista era capaz de abarcar. Al fondo, en lo alto de la pared montañosa, destacaba la enorme mancha ocre de la roca bajo la que se protegía el monasterio.

—¡Es… es increíble! —exclamó Sara.

—Callad un momento —pidió Yorgos—. ¿Qué es eso que suena? ¿No lo oís?

Guardaron silencio y prestaron atención. A lo lejos, en algún sitio de aquel inmenso bosque, se oía una especie de martilleo intermitente. De pronto, el sonido cesó y en otro lugar se dejó sentir un repiqueteo similar, pero más grave que el anterior. Al poco tiempo también este se calló y volvió a escucharse el primero. Era como una especie de juego.

—¿Qué será eso? —preguntó Sara, intrigada.

—Sea lo que sea nos está haciendo perder tiempo. Debemos irnos ya —apremió Spyros.

* * *

Dejaron el coche en una explanada que hacía las veces de aparcamiento frente al monasterio, cuyo conjunto, incrustado bajo la peña como una parte más del paisaje y con el claustro románico visible desde fuera, era imponente. El silencio y la grandeza del lugar se sumaban a la impresionante estructura del cenobio, donde, según la leyenda, estuvo el Santo Grial, la reliquia que la tradición cristiana ha convertido en la copa en la que Jesús de Nazaret bebió durante la última cena que celebró con sus discípulos.

—Uno de los claustros más extraordinarios del románico español —explicó Yorgos—. Sus capiteles fueron esculpidos por dos artistas, uno de ellos conocido como el maestro de San Juan de la Peña; al otro lo llaman el segundo maestro. Son una verdadera joya, con escenas del Génesis, de la vida de Cristo, de san Juan Bautista… En aquellos tiempos eran muy pocos los que sabían leer, por eso había que escribir en la piedra; era la única forma de que la gente entendiera el mensaje de la Iglesia. Lo que entraba por los ojos era lo que no se olvidaba, sobre todo si las imágenes iban acompañadas de las agudas explicaciones de un cura o un monje, tan hábiles siempre para explicar lo inexplicable —dijo Yorgos con ironía—. Por esta razón las imágenes a veces son terribles, porque el miedo representaba un importante papel para mantener sojuzgada a la gente, aunque eso no ha cambiado mucho. La afición favorita de la Iglesia de Roma ha sido desde siempre tratar de meternos el miedo en el cuerpo, y vaya si lo consiguen.

Sara y Spyros lo miraron.

—¿Qué ocurre? ¿Por qué me miráis? Soy profesor de Historia y estas cosas me interesan mucho.

Spyros hizo un gesto con la mano.

—Déjalo, hermanita, no tiene remedio.

En las inmediaciones del monasterio se había reunido un grupo de visitantes entretenidos en sacar fotografías a todo lo que se veía a su alrededor. Al poco se oyó el sonido de una motocicleta. Era el guarda, que después de dejar la moto aparcada se dirigió a la puerta principal y la abrió. Los visitantes pasaron en silencio, impresionados por la sobria grandeza del recinto monacal. Sara, Yorgos y Spyros fueron los últimos. Subieron la escalera de la entrada y accedieron a la parte alta. A la izquierda, un muro con dos hileras de sepulcros con los nichos adornados por representaciones simbólicas propias de la escultura funeraria románica. Yorgos sacó una pequeña cámara y tomó varias fotografías. Después atravesaron la llamada iglesia románica o alta y tras cruzar una puerta de herradura de factura mozárabe llegaron al claustro.

El grupo que los precedía se congregó en una de las esquinas. En un momento dado, un hombre joven vestido con pantalón vaquero y cazadora de la misma tela hizo una seña y todos se agruparon en torno a él. Les dijo algo y después se acercó al guarda, con el que intercambió unas palabras. El guarda asintió con la cabeza y el hombre joven volvió a reunirse con el grupo. Sin duda se trataba de un guía turístico; todo parecía indicar que la visita al monasterio comenzaría por allí, por el claustro románico.

Sara y Yorgos se mantuvieron a una distancia prudencial, la adecuada para escuchar lo que el guía explicase sin necesidad de confundirse con el resto de los turistas. Spyros se había quedado detrás, observándolo todo con atención.

—Por favor, atiéndanme —pidió el guía a los integrantes del grupo—. Vamos a visitar todas las dependencias del edificio, empezando por aquí, por el claustro, pero antes me gustaría contarles cómo se fundó el monasterio. Cuenta la tradición que allá por el año 720, un hombre de Zaragoza de nombre Voto salió a cazar una mañana. Montó en su caballo, tomó una lanza y seguido de su fiel perro se internó por estos parajes. De pronto se encontró con un ciervo y salió en su persecución. Se adentró en la espesura sin saber que tras el boscaje estaba el barranco. El perro comenzó a ladrar para advertir a su amo del peligro, pero Voto no pudo detener el caballo a tiempo y ambos, jinete y corcel, se despeñaron. Dice la leyenda que Voto se encomendó a san Juan Bautista y que gracias a la intercesión del santo tanto él como su cabalgadura descendieron suavemente desde lo alto de la roca sin que llegaran a sufrir daño alguno. Voto dio gracias al Señor por haberlo salvado y entró en una cueva que vio frente a él. Allí encontró una pequeña capilla consagrada a Juan el Bautista, a quien él había pedido que lo salvara, y el cadáver de un ermitaño llamado Juan de Atarés, que reposaba la cabeza sobre una piedra en la que había grabada la siguiente frase: «Ego Ioannes, primus in oc loco, qui ob amoren Dei spreto hoc seculo praesenti, ut potui han Ecclesiam fabricavi, in honoren Sanctis Ioannis Baptistae, et hic requiesco. Amen».

—«Yo, Juan, primer ermitaño de este lugar, que por amor a Dios desprecié el presente siglo, edifiqué esta iglesia con mis fuerzas en honor de san Juan Bautista, y aquí reposo. Amén.» —tradujo Yorgos.

Mientras el guía continuaba con el relato llegó Spyros.

—He revisado todo lo que he podido y la conclusión que saco es que lo que buscamos podría estar oculto en cualquier lugar de este monasterio —les dijo—. Hay cientos de sitios que servirían para ocultarlo; esos mismos nichos que hemos visto al entrar podrían valer.

—Spyros —objetó Sara—, lo que buscamos no está aquí. Si hubiese estado escondido en alguna parte del monasterio, con todas las excavaciones que se han hecho ya habría aparecido. Y no es algo que pueda pasar inadvertido para un buen arqueólogo. Además, las letras marcadas en el manuscrito eran bien claras: Gothlas, eso es lo que hay que buscar, no Galion. Y esta es la cueva de Galion, no la de Gothlas.

—Podría ser una estratagema del autor para despistar —arguyó Spyros.

—No lo creo, son demasiadas las coincidencias. Galion, Gothlas y el monte Oroel, que ya hemos visto desde la ciudad, son tres referencias para determinar el espacio, pero el lugar concreto está relacionado con la palabra Gothlas —razonó Yorgos—. El documento de Galvão es bastante claro en ese sentido. Gothlas es un nombre ligado a los godos, a una batalla y a un barranco, de eso estoy seguro.

—Muy bien, de acuerdo, todo eso es magnífico —concedió Spyros—, pero decidme cómo diablos vamos a averiguar dónde hay un barranco en el que los godos y un puñado de cristianos se dieron de bofetadas. Y, sobre todo, ¿por dónde empezamos?

—Por el barranco —respondió Sara.

—¿Y dónde está el dichoso barranco?

—Puede que el guarda sepa algo.

—¿Y cómo piensas averiguarlo?

—¿Qué tal si se lo pregunto directamente?

Sin esperar respuesta, Sara se dirigió con resolución hacia donde estaba el guarda.

—Perdone, senyor… —le dijo en judeoespañol.

—Solano, José Luis Solano, para servirle —respondió el guarda con amabilidad—. ¿En qué puedo ayudarla?

—Verá, senyor Solano, ¿ay por aki algún sitio de esta rejion ke se yame Gothlas?

—Gótolas.

—¿Komo dize?

—Gótolas. Creo que usted pregunta por la cueva de Santa María de Gótolas.

Gótolas, Gothlas, el sonido era prácticamente el mismo. Sara no pudo evitar que una sonrisa le aflorara al rostro.

—Si, deve de ser la mesma que bushkamos. ¿Esta leshos o es serkana?

—No, está muy cerca de aquí, a unos veinte minutos a pie.

—¿Se puede vijitar?

—¿Visitar? Sí, claro que se puede visitar.

—Senyor Solano, si no esta okupado ¿podriamos alkilar sus servisios para ke mos akompanyara i mos yevara asta aya?

—Por supuesto, pero tendría que ser mañana. Tengo el día libre y podríamos ir, si a usted le viene bien.

—Perfekto. Manyana.

—¿A las once le parece bien?

—Manyifiko, buena ora. Manyana a las onze, aki.

—Perdone mi indiscreción, señora…

—Misdriel, Sara Misdriel.

—Perdone mi indiscreción —repitió el guarda—, señora Misdriel, ¿de dónde es usted? Su español es… diferente.

Sara sonrió de nuevo.

—Soy djudeoespanyola, sefardí.

—¿Es sefardí? Claro, ahora me lo explico. El suyo es un español muy bonito, muy… musical. Es agradable al oído.

—Munchas grasyas. Dezimos lo mesmo ke vozotros pero kon distintos byervos.

—Yo no hablo sefardí, pero la he entendido perfectamente. ¿Sus amigos son también sefardíes?

—Oh, no, los tres somos gregos, de Saloniki.

—Bueno, no entiendo el griego, pero me defiendo bastante bien en inglés. ¿Habla usted inglés?

—Sí, lo hablo —respondió Sara en inglés—, y él, mi esposo, el profesor Poulianos, habla además latín, arameo, copto y no sé cuántas cosas raras más, pero no creo que eso nos sirva para entendernos, ¿verdad, señor Solano? —bromeó a la vez que señalaba a Yorgos. Haberlo llamado esposo le resultó agradable.

—No, no creo que nos sirva, aunque nunca se sabe —respondió el guarda con una sonrisa.

—Una curiosidad, señor Solano.

—Dígame.

—Cuando veníamos para el monasterio nos detuvimos un rato para contemplar el paisaje y oímos un sonido bastante raro, algo así como un repiqueteo muy rápido que venía de varios sitios. ¿Sabe usted qué es?

—Sí, claro, son pájaros carpinteros. Por estos parajes hay muchos. Y algún que otro urogallo.

—Vaya, este lugar es sorprendente. Encantada de haberlo conocido, señor Solano, nos veremos mañana. Por cierto, el que está junto a mi esposo —volvió a llamar así a Yorgos y volvió a gustarle—, el grandullón, es Spyros, mi hermano.

—Pues ya conozco a toda su familia.