25
—¡Spyros! —volvió a llamar sir Francis sin apartar la vista de la pantalla del ordenador.
—¿Qué ocurre?
—Lee esto.
Spyros leyó con atención el mensaje.
—Aquí tienes la respuesta a tus preguntas: Fatmir Ceku y Kastriot Vlasi, dos exmilitares albanokosovares dedicados al negocio de la extorsión, el robo y el asesinato por encargo. Lo que se dice dos angelitos a los que la Interpol busca desde hace años. ¿No te hace ilusión conocer sus nombres?
—Estoy verdaderamente encantado, tanto que creo que los voy a invitar a cenar, pero a una cena con plato único: una buena y abundante ración de hostias.
—Tranquilo, hay que ser más inteligentes que ellos. Vamos a darles la cena que más les gusta —ironizó sir Francis.
Marcó un número en el móvil y aguardó.
—Comunica. Llamaremos un poco más tarde.
—¿A quién? —preguntó Spyros.
—A mi amigo Luis, el comandante de la Guardia Civil.
En ese instante sonó el teléfono del escocés.
—Es él, Luis —dijo.
—¿Francis? Disculpa, pero tenía otra llamada. ¿Has recibido mi mensaje?
—Hola, Luis, de eso precisamente quiero hablarte. Mis amigos se alojan en el Almenara.
—Entendido —respondió; a continuación cortó.
—Bueno, querido Spyros, dentro de poco a esos dos pajarracos les van a cortar las alas y se las van a tener que ver con la Guardia Civil. Les esperan unos cuantos años de cárcel.
—Me preocupa que hayan podido espiarnos.
—Eso lo sabremos después, cuando revisemos vuestras habitaciones, aunque es seguro que lo han hecho, como habríamos hecho tú o yo. ¿Habéis hablado del lugar al que os dirigís?
—Sí, claro.
—Pues entonces me temo que esos tipos ya lo saben.
—Habrá que hacer algo para evitar que nos sigan.
—Ese no es el problema, ya se encargará Luis de que no puedan hacerlo. Lo malo del asunto es que, si tienen cómplices, lo que es casi seguro, ya deben de estar al tanto de vuestros planes, por lo que deberéis andar con pies de plomo y tener los ojos bien abiertos. Esos sujetos son muy peligrosos, Spyros, lo sabes tan bien como yo porque ambos hemos visto cómo trabajan otros como ellos; no es prudente bajar la guardia. De cualquier modo, no adelantemos acontecimientos antes de inspeccionar las habitaciones. Puede que no hayan colocado nada.
—Eso es bastante improbable, serían unos chapuceros si hubiesen pasado por alto algo tan elemental y no parece que lo sean —repuso Spyros.
—No, no lo son, pero hasta que no estemos seguros de lo que han hecho propongo que acabemos con esa botella de cava que no me ha dado tiempo a abrir. No debemos permitir que esos tipejos nos amarguen la fiesta. ¿No te parece?
* * *
—He rastreado las dos habitaciones y he encontrado esto —comentó Juan Villena, que les mostró un dispositivo con el aspecto y el tamaño de un botón de camisa—. Además de escuchar, también han grabado. Es un sistema bastante complejo. Esos tipos saben lo que se traen entre manos, no son unos simples aficionados.
El rostro de Sara se ensombreció. Por su mente cruzó un pensamiento: las imágenes de ella y Yorgos en la intimidad circulando por internet. Miró a Yorgos y advirtió en su cara el mismo gesto de preocupación. Ambos sabían lo que Natán Zudit haría con una grabación como esa: no dudaría ni un segundo en difundirla por la red. Villena se percató de lo que ambos debían de estar pensando y se apresuró a añadir:
—No hay motivo para preocuparse, ya me he encargado yo de que las grabaciones estén donde deben estar.
Introdujo la mano en uno de los bolsillos del pantalón y sacó un sobre con varios minidiscos en el interior. Las caras de Sara y Yorgos cambiaron de expresión.
—Tenga —le dijo a Sara—, destrúyalos. Estoy seguro de que no hay más copias. Entré en su habitación mientras los sujetos estaban en el bar y la registré toda hasta encontrar los discos. Cuando salí comprobé que los dos iban esposados camino de un coche de la Guardia Civil. Esos imbéciles estaban tan seguros de que nadie los descubriría que no se preocuparon de ocultarlos adecuadamente.
—Craso error —apostilló sir Francis.
—Y ahora, si me disculpan —dijo Villena para despedirse—, debo atender otros asuntos. Si me necesitan, llámenme, a la hora que sea.
—Munchas grasyas, Djuan, estou muy agradesida —le dijo Sara en ladino.
Villena inclinó ligeramente la cabeza y le sonrió.
—Es un tipo excelente y sumamente eficaz, además de leal —comentó sir Francis cuando Villena se hubo marchado.
—Sí, parece un buen tipo. Me pregunto si también pertenece al gran circo —dijo Spyros en voz baja.
—Quien nada sabe, nada podrá contar, así que no te hagas más preguntas y confórmate con saber lo que sabes. Y ahora, ¿qué tal si nos vamos a San Roque? Hay un recital de música medieval en el Palacio de los Gobernadores. Podemos ir y luego cenar al aire libre.
—Me parece un excelente plan. No nos vendrá mal después de tantas emociones —subrayó Sara, que se cogió del brazo de sir Francis—. Cuando queráis.
* * *
En el patio de columnas del Palacio de los Gobernadores todavía quedaban asientos libres cuando entraron, pero al poco todo estuvo lleno. Quienes llegaron más tarde ocuparon los pasillos del piso superior para seguir la audición desde las balconadas que daban al patio.
Unos diez minutos después de la hora anunciada, un hombre y una mujer, ambos de mediana edad, salieron por una de las puertas laterales y fueron recibidos con un aplauso. Se situaron bajo la arcada del fondo.
El hombre agradeció la presencia de los asistentes y anunció que la primera pieza que interpretarían sería una versión musicada del Romance del prisionero. Se hizo el silencio entre el público y los primeros acordes de un laúd resonaron en el recinto del patio de columnas.
Durante la casi hora y media que duró el recital, interpretaron jarchas, casidas, moaxajas, zéjeles, cantigas y cantares del romancero viejo, todo ello premiado con fuertes aplausos de unos espectadores entregados y agradecidos.
Tras la ovación que siguió al Romance del conde Arnaldos, la mujer se dirigió al público.
—Después de esta linda composición, una de las más hermosas de nuestro romancero medieval, queremos terminar con una bonita canción de cuna. Se trata de una nana sefardí muy popular en Salónica, la tierra que acogió a muchos de aquellos españoles que fueron expulsados de Sefarad, su tierra y la nuestra. En sus versos podrán apreciar el sabor antiguo de la lengua que los judeoespañoles llevaron consigo, la lengua que se hablaba aquí en el siglo XV y que ellos han sabido mantener de generación en generación durante más de quinientos años.
Sara se irguió en el asiento al escuchar lo que la mujer acababa de decir.
—¿Salonik? ¡Ha dicho una canción de cuna sefardí de Salonik! —le dijo a Yorgos.
La mujer se sentó y comenzó a cantar acompañada por las suaves notas que el hombre le sacaba a la flauta:
Durmi, durmi chikitita
durmi sin ansia i dolor,
serra los lindos ojikos,
durmi, durmi con savor.
Al escuchar los primeros versos, Sara reconoció enseguida la nana que su madre le cantaba cuando era pequeña y se le hizo un nudo en la garganta.
De las fajas tú salirás
i a la eskola tú irás,
i allí mi chikitita
aleph beth ambezarás.
De la eskola tú salirás
i a la plasa tú irás
i allí mi chikitita
merkansiya ambezarás.
De la plasa tú salirás
i al estudio tú irás
i allí mi chikitita
doktorika salirás.
Aquellas estrofas, cantadas en la lengua en la que su padre solía hablarle, le trajeron a la memoria los tiempos en los que correteaba por las callejas del barrio turco de Salónica. Recordó a sus abuelos, a sus amigos de juegos… y los amargos días que siguieron a la muerte de sus padres. Sacó un pañuelo y se enjugó con discreción una lágrima, pero el gesto no le pasó inadvertido a Spyros, sentado a su lado, que le cogió una mano y le sonrió. En ese instante, una salva de aplausos premió la actuación de la cantante, que mostró su agradecimiento con una amplia sonrisa y una inclinación de cabeza. Sara se levantó aplaudiendo entusiasmada. El resto del público la imitó y en unos instantes todo el mundo aplaudía de pie.
—Gracias por habernos traído, Francis. Ha sido un recital precioso —comentó cuando se dirigían a la plaza de Armas con la intención de cenar algo.
El patio y los pequeños comedores del restaurante, una casa de mediados del siglo XIX, estaban llenos, por lo que se sentaron a una de las mesas dispuestas al aire libre en la misma plaza, un recinto ovalado cuyo piso de viejas losas veteadas estaba circundado por bancos de piedra arenisca con respaldos de forja y columnas, también de arenisca, de base cuadrada y coronadas por viejos faroles. Entre unos y otras, naranjos de copas redondeadas. Una suave brisa refrescaba el ambiente. La luz de unos potentes focos iluminaba la fachada de la iglesia que daba a la plaza, por la que correteaba un grupo de niños que dedicaban su tiempo a jugar mientras sus padres cenaban. La noche era muy agradable y en la plaza reinaba bastante animación.
Al poco acudió un camarero. El escocés, que parecía conocer cada uno de los platos, la mayoría de pescado, fue el encargado de seleccionar el menú, en el que no faltó una botella de Rioja de reserva.
—Te he visto aplaudir con gran entusiasmo, sobre todo al final —le dijo a Sara.
—Sí, porque esa misma nana es la que me cantaba mi madre en mi chikez, perdón, cuando era pequeña, y guardo de ella un bonito recuerdo. Se la enseñó mi padre.
—Observé que seguías la letra y supuse que la conocías. Siempre me ha admirado el respeto que los sefardíes sentís por vuestra antigua lengua. Creo que ningún pueblo del mundo ha sido capaz de conservar una tradición con tanto celo como lo habéis hecho vosotros.
—El djudeo-espanyol, el djudezmo, el ladino, que ansina es como se yama, es la lingua maternal, una lingua fermosa, la lingua que avla mi puevlo, el puevlo de la djente de Sefarad —respondió Sara en sefardí.
El camarero llegó en ese momento con el vino, las copas y los cubiertos. Sir Francis llenó las cuatro copas.
—Para que esta noche se repita, en Sefarad o en Salónica —brindó.
—O en ambos sitios —añadió Sara.
Todos alzaron la copa y bebieron.
—Hummm, este vino kolorado es de buena anyada —comentó Sara después de paladear el rioja—. Hermanito, la próxima vez que vaya a tu restaurante espero que tengas algunas botellas de este vino o te prometo que me paso a la competencia.
—Debe de ser muy hermoso hablar una lengua con palabras y giros de hace cinco siglos —dijo el escocés—. Amigo Yorgos, si yo estuviese en tu lugar, me olvidaría del copto, del arameo y de todas esas lenguas raras con las que te peleas a diario en tus clases y aprendería a hablar en judeoespañol. No hacerlo con una profesora así al lado es un pecado imperdonable.
Yorgos sonrió.
—Sí, es una lengua muy hermosa. Y me admira el hecho de que haya sobrevivido después de la barbarie nazi. Recuerdo haber leído no hace mucho el testimonio de un sefardí de Belgrado, uno de los pocos que lograron salir con vida de los campos de concentración alemanes. Contaba que su abuela le decía que si los iban a matar, al menos morirían hablando su lengua, que era la única cosa que les quedaba y que no se la iban a quitar. Una vieja cantiga llegó a convertirse en un himno para aquellos desgraciados mientras aguardaban la muerte. Arvoles yoran por luvyas, creo recordar que se llama.
—Arvoles yoran por luvyas i muntanyas por ayres —comenzó a recitar Sara—. / Ansi yoran los mis ojos por ti, / kerida amante. / Torno i digo: ¿ké va a ser de mí? / En tierras ajenas yo me vo murir. / Enfrente de mí ay un andjelo, / kon sus ojos me mira. / Yorar kero i no puedo. / Mi korason suspira. / Torno i digo: ¿ké va a ser de mí? / En tierras ajenas yo me vo murir.
Varias personas de las mesas cercanas volvieron la cabeza con curiosidad al oír recitar las estrofas de la cantiga, cuyos versos, dichos a media voz con la entonación y el aire arcaico de las palabras, adquirieron significados evocadores de otros tiempos.
Cuando terminó se hizo un breve silencio entre ellos. Spyros llenó de nuevo las copas. Los cuatro bebieron.
—¡Cuánta belleza y cuánto dolor hay en esos versos! —comentó sir Francis.
—Cierto —dijo Sara—, pero no nos pongamos trascendentes, que todavía queda mucha noche por delante y hay que aprovecharla. Estamos en Sefarad y no estoy dispuesta a que una noche como esta se nos vaya sin más.
—Hermanita, estás desconocida —dijo Spyros—. Nunca imaginé que la respetable y rica empresaria Sara Misdriel fuese una juerguista empedernida.
—Debe de ser por este vino tan magnífico —se justificó Sara, que levantó su copa y acompañó el gesto con un nuevo brindis—. ¡Alegría i sanedad para todos!
—Por este vino tan magnífico… y por el amor —añadió el escocés—, porque el amor nos hace sentir cosas maravillosas. Y en las noches de España ese amor puede ser mágico.
—¿Eso lo dices por experiencia? —dijo Spyros.
Sir Francis soltó una carcajada.
—¿Sabéis que mi abuela paterna era española? —comentó Yorgos de pronto.
—¿Una abuela tuya era española? —se extrañó Sara.
—Sí. Yo no llegué a conocerla porque murió en Francia durante una de las acciones de acoso contra los nazis.
—Vaya, esto sí que es una sorpresa. ¿Por qué no me lo habías contado?
—No lo sé. Nunca le di mayor importancia.
—Pues la tiene porque significa que tú y yo compartimos sangre de Sefarad.
—Además del amor —añadió sir Francis.
—Cierto, además del amor —reconoció Yorgos.
En los ojos de Sara apareció un brillo especial.
—Cuéntanos esa historia, porque promete ser interesante —pidió Spyros.
—Mi abuelo paterno se llamaba como yo; bueno, yo me llamo como él. Pertenecía al Partido Socialista Democrático que fundó Papandreu; cuando en 1936 el general Ioannis Metaxa estableció la dictadura fascista, mi abuelo y muchos otros tuvieron que exiliarse para escapar de la represión desatada contra los partidos de izquierda. Huyó a Francia, donde fue sorteando el temporal como pudo, hasta que acabó uniéndose a la Resistencia después de la invasión nazi del 2 de mayo de 1940 y del armisticio que el mariscal Henri Petain firmó con los alemanes. En la Resistencia trabó amistad con varios republicanos españoles que se habían unido a los franceses para luchar contra los alemanes. Mi abuelo me contó una vez que esos españoles eran gente muy brava y leal, valientes como nadie y fieles a sus principios hasta el final, y que el dictador Franco, del que tuvieron que escapar tras perder la guerra, no era más que un miserable traidor a la República que había jurado defender. Decía mi abuelo que Franco practicó una política de exterminio con el apoyo de la Iglesia católica y la oligarquía del país, y que su gobierno fue, sobre todo después de acabada la Guerra Civil, una verdadera máquina de matar. En España hubo más muertos después de la guerra que durante la contienda… Pero me estoy yendo por las ramas… En la Resistencia, el abuelo Yorgos conoció a mi abuela Rosa, que así se llamaba. Fue un amor a primera vista y lo vivieron con la intensidad de aquellos tiempos… —Hizo una pausa para dar un trago de vino—. Llevaban casi tres años juntos cuando una noche de noviembre, al ir a volar un depósito de armas de los nazis, cayeron en una emboscada. Los alemanes los estaban esperando. Mi abuela y muchos otros resistentes murieron… Mi abuelo intentó llevarse el cuerpo de mi abuela, pero sus compañeros se lo impidieron. De no haber sido así, es muy probable que también él hubiese muerto… Creo que siempre se sintió culpable por haberla dejado allí, pero ¿qué otra cosa podía hacer…? Nunca llegó a superar la muerte de la mujer que amaba, tanto es así que murió pronunciando su nombre… Mi abuelo intentó aplacar la pena, la soledad y la rabia matando nazis, lo que lo convirtió en una auténtica pesadilla para esos cerdos. No había acción para la que no se presentase voluntario… El 26 de agosto de 1944, cuando las tropas de liberación desfilaron por los Campos Elíseos, mi abuelo Yorgos lo hizo junto con un grupo de guerrilleros españoles, de resistentes franceses y de partisanos griegos que, como él, habían arriesgado sus vidas para luchar contra la bestialidad nazi. Llevaba en brazos a un niño pequeño… Ese niño era su hijo, fruto del amor por mi abuela Rosa…, mi padre.
—Las guerras están llenas de historias tristes y hermosas —dijo sir Francis.
—Demasiadas historias tristes —agregó Sara—. Ninguna guerra merece la pena porque todas las partes pierden, aunque unas pierdan más que otras. Solo engendran odio y dolor. Lo que hicieron los nazis con los judíos nunca podrá ser perdonado, y la humanidad no debe olvidarlo para evitar que ocurra de nuevo. Mi pueblo sufrió mucho, por eso no puedo justificar la actitud del Estado de Israel con los palestinos. Israel se siente ahora fuerte y hace sentir su fuerza de manera desproporcionada e injusta… Pero no hay que equivocarse, porque una cosa es el pueblo judío y otra muy distinta es el Estado de Israel. Es a este al que hay que pedirle cuentas.
Los tres miraron con asombro a Sara. Nunca la habían escuchado pronunciarse como lo estaba haciendo en esos momentos.
—Eso suena muy duro —le dijo sir Francis.
—Sí, es muy duro, pero es así. Soy de origen judío y no reniego de mis raíces, pero no estoy ciega y veo lo que ocurre. Y eso que veo no me gusta nada… Israel, sus sucesivos Gobiernos, están masacrando al pueblo palestino, que ve impotente cómo su libertad muere en una franja de tierra que ni siquiera puede decir que sea suya. Los niños crecen allí en medio del miedo y el dolor y eso solo engendra odio… Todos los pueblos tienen derecho a tener una tierra propia porque nadie merece vivir y morir en una tierra ajena… No creo en ningún nacionalismo, y el sionismo lo es, porque no conozco ninguno que haya traído algo bueno. La historia está llena de ejemplos. Detrás de muchos de ellos siempre está el fanatismo, el enfrentamiento, la guerra… La guerra, el símbolo que mejor representa la irracionalidad de una especie que se llama a sí misma racional.
Sara calló. Apuró el vino de la copa y se sirvió un poco más. Sir Francis, Yorgos y Spyros persistían en el silencio.
—Lo siento —se disculpó—. Me temo que os he aguado la noche.
—En absoluto, querida Sara —dijo el escocés—, tu razonamiento es muy lúcido. Si entre los gobernantes de Israel hubiese más gente que pensase como tú, tal vez sería posible que reinase la paz entre palestinos e israelíes… Y ahora debes permitirme que te recuerde lo que decías hace un rato: no nos pongamos trascendentes, que todavía hay noche por delante. ¿Qué tal si continuamos esta reunión en mi apartamento? Antes de salir puse a enfriar un par de botellas de un excelente cava que están aguardando a que las descorchemos.
* * *
La noche era agradable, con un cielo profusamente estrellado. La proximidad del mar hacía que la brisa fuese más fresca. Había sido un día intenso que concluyó con un agradable colofón en el apartamento de sir Francis. Spyros se había retirado a dormir, pero Sara y Yorgos decidieron dar un paseo por los alrededores del hotel. La tranquilidad de la noche y el silencio que se respiraba invitaban a hacerlo. Era su última noche allí, al menos de momento. Al día siguiente tomarían un avión en Málaga para dirigirse a Madrid y, desde allí, a Huesca, donde, según todos los indicios, deberían encontrar una respuesta a la búsqueda que habían emprendido.
—¿Tú crees que vamos por buen camino? —preguntó Sara.
—Todo parece indicar que es allí donde tenemos que ir, pero no puedo asegurarlo con absoluta certeza. Si no me he equivocado…
Yorgos dejó la frase sin terminar.
—Yo confío en ti y sé que no te has equivocado —dijo Sara.
—Ojalá yo estuviese tan seguro. Lo que temo es que os haya arrastrado a ti y a Spyros a un viaje absurdo y peligroso.
—El peligro ya lo corríamos en Salónica. En cuanto al viaje, creo que ha sido muy agradable; al menos me ha servido para saber que tenías una abuela española.
—¿Estás disgustada conmigo por no habértelo contado?
—Claro que no.
Habían llegado a la puerta de la habitación. Yorgos fue a abrir, pero se detuvo, miró con dulzura a Sara y tomó sus manos entre las suyas.
—Esta noche paresiya komo ke estavas alegre y kontente —le dijo en ladino—. Kuando te miro es komo si el Sol briyara muncho más en el syelo i la Luna fuese más klara. Te kiero bien, Sara.
Sara se acercó y lo besó suavemente en la boca.