13
El rostro crispado de Natán Zudit era el reflejo de los convulsos pensamientos que lo sacudían. La noticia del encarcelamiento de Savas, el Camaleón, había sido un duro golpe que no esperaba, un revés del que podían seguirse consecuencias muy desagradables para él. Debía actuar con rapidez para que su posición no se viera amenazada ante los Siervos del Tabernáculo, la poderosa secta de doctrina ultraortodoxa que pretendía hacer brotar de nuevo la fe de los patriarcas del pueblo hebreo gracias a la construcción del tercer Templo de Jerusalén.
Natán sabía que en sus filas no había lugar para la debilidad, el fracaso o el error y él era consciente de haber cometido uno imperdonable al confiar en la astucia del Camaleón para burlar a la policía. Debió prever que eso podía ocurrir; de ese modo habría evitado la comprometida situación en que se hallaba en esos momentos. Se movía en un mundo peligroso en el que un desliz que pudiera significar, siquiera remotamente, una amenaza para la secta podía costar la vida. Por esa razón concluyó que era imperioso arreglar cuanto antes el problema que su exceso de confianza en Savas había provocado. No podía permitirse el lujo de que el Camaleón contase más de lo debido, porque el envite de los Siervos era un desafío en el que convergían intereses muy poderosos decididos a no doblegarse ante nada ni ante nadie. Cruzarse en su camino, interferir en sus asuntos era muy arriesgado. Si su torpeza era motivo del menor problema, podía darse por muerto. Natán sabía que no era gente con la que se pudiese jugar sin resultar herido.
No eran las consecuencias que pudieran derivarse de la muerte de Vasilios Stefanis las que lo preocupaban porque, supuso, a la policía le iba a resultar muy difícil demostrar que él estaba detrás del asesinato, por mucho que el Camaleón dijese que había recibido dinero por matar a ese pobre diablo. Eso no se lo iban a poder probar. Se trataba de su palabra contra la del Camaleón, un tipejo de los bajos fondos, un indeseable, mientras que él, Natán Zudit, era un importante miembro de la sociedad salonicense. Pero había otros asuntos que podían ser causa de complicaciones muy graves si el Camaleón revelaba más de lo debido. No acostumbraba a dejar nada al azar y esta vez, sobre todo esta vez, tampoco lo haría. Un error era más que suficiente y no quería correr más riesgos. Tenía que atar todos los cabos para que nadie pudiese relacionarlo con ciertos negocios más… delicados. El Camaleón se había convertido en un cabo suelto, un estorbo que podía entorpecer el buen funcionamiento de los planes de la secta y, por tanto, de los suyos. Por eso, para prevenir posibles complicaciones con los Siervos del Tabernáculo, debía hacerlo desaparecer.
Tenía que darse prisa en arreglar el asunto. Precisaba un cambio de imagen y un nuevo pasaporte con una identidad falsa en previsión de que se hubiese emitido una orden de búsqueda contra él. Necesitaba a alguien que lo sacara del apuro, especialmente para quitar de en medio al Camaleón. Ese era un trabajo que no podía encomendarle a cualquiera, tenía que hacerlo un buen profesional y sabía a quién tenía que acudir.
Se asomó a la ventana del apartamento que ocupaba en una de las calles que confluían en la Groen Plats y estuvo un rato contemplando la vista de Amberes que se divisaba desde allí. Al fondo de la plaza destacaba la impresionante torre gótica de la catedral con su inconfundible y sorprendente reloj dorado y su carillón de 547 campanas. Aquel paisaje urbano le resultaba familiar porque no era la primera vez que visitaba la ciudad, aunque las cosas habían cambiado bastante desde la primera vez que vino. De eso hacía unos diez años, cuando la guerra civil de Sierra Leona estaba en plena ebullición. Fueron buenos tiempos para el negocio, pensó Natán, para quien las trabas internacionales puestas al comercio de los diamantes sucios no significaban nada. «¿Qué coño me importan a mí los putos ejércitos de niños?», dijo en voz alta.
Pese a los rigurosos controles existentes para evitar el tráfico ilegal de diamantes, Amberes continuaba siendo el paraíso de los contrabandistas de piedras preciosas. Hasta allí llegaban, desde los rincones perdidos de las selvas africanas, los diamantes en bruto que escapaban al control del Hoge Raad voor Diamant[25], diamantes que después serían blanqueados en algún taller amberino poco escrupuloso al que no le importasen los acuerdos del Proceso Kimberley o en algún centro de tallado no menos turbio de Tel Aviv, el otro gran núcleo del comercio internacional de gemas. Ese era, precisamente, el próximo destino de Natán Zudit, la capital israelí. En el mercado negro de Amberes había conseguido los diamantes que necesitaba a un precio mucho más bajo que el del mercado legal y en Tel Aviv tenía contactos que procesarían las piedras para que, una vez pulidas y talladas, fuesen revendidas a un precio mucho mayor. Para ello tendría que sortear las rigurosas medidas de vigilancia de las autoridades hebreas, así como las del Instituto Israelí del Diamante y otros organismos encargados de velar por el buen nombre de una industria que generaba miles de millones de dólares.
Los beneficios de la operación irían a parar a los Siervos del Tabernáculo, los encargados de financiar el negocio del Templo, aunque una parte nada despreciable pasaría a engrosar las arcas del propio Natán como pago por los riesgos asumidos y los servicios prestados.
Atrás quedaron los tiempos en que los diamantes procedentes de Sierra Leona, Botsuana, Sudáfrica, Angola, el Congo o Namibia eran moneda relativamente fácil de conseguir en muchas de las más de mil compañías que existían en Amberes dedicadas a esa lucrativa actividad. Así fueron las cosas hasta que el Proceso Kimberley instituyó el sistema mundial de comercio legal de diamantes. Ahora se habían vuelto más difíciles, aunque no imposibles.
Era importante que partiese cuanto antes hacia la capital israelí, no solo por el asunto de los diamantes, sino porque llevaba el pergamino que el Camaleón había robado por orden suya en casa de Sara. Su intuición le decía que en él se ocultaba algo importante y sabía que en las filas de los Siervos del Tabernáculo militaban muchos expertos en la Torá y la cábala y ellos podrían ayudarle a desvelar el significado del texto. Pero antes de salir para Tel Aviv tenía que dejar zanjado el problema del Camaleón. En las cárceles ocurren muchas cosas y no sería la primera vez que un recluso moría en circunstancias no aclaradas. El dinero y unos buenos contactos obraban milagros. Y él, Natán Zudit, tenía más que suficiente de lo uno y de lo otro. Una llamada y en poco tiempo el Camaleón dejaría de ser un estorbo.
Se alejó de la ventana con una sonrisa aviesa provocada por la idea de ver eliminado al molesto Savas. Ese imbécil, se dijo, ha sido un necio por dejarse atrapar por la policía y debía pagar su ineptitud.
Sacó el teléfono móvil y marcó un número.
—Dentro de una hora donde siempre —dijo. Cortó la comunicación—. Si quieren encontrarme lo van a tener muy difícil —añadió para sí.
Cerró la puerta del apartamento y llamó al ascensor. Iría andando hasta el lugar de la cita. Le apetecía dar un paseo y tenía tiempo sobrado para llegar a la hora prevista. Fue caminando por Oude Koommarkt, la calle más turística de Amberes, se adentró por Vlaeykensgang, un pequeño callejón medieval, y continuó paseando hasta desembocar en la Grote Markt, la plaza Mayor, donde se concentran las calles y los edificios más representativos. El centro de la plaza, ocupado por la estatua de Silvio Bravo, era un hervidero de turistas que se fotografiaban junto al pedestal del monumento al héroe local que dio nombre a Amberes. La leyenda cuenta que el gigante Druoon Antigoon cobraba un peaje a los barcos que cruzaban el río Escalda, en cuyas orillas está situada la ciudad. A quienes se negaban a pagarlo les cortaba una mano y la arrojaba a las aguas del río. En cierta ocasión pasó Silvio Bravo, un centurión romano que se negó a pagar y se enfrentó al gigante, al que le cortó una mano que también lanzó al Escalda. Precisamente de ant («mano») y werpen («lanzar») proviene Antwerpen, nombre en neerlandés de Amberes.
Natán observó con aire indiferente los remates dorados del tejado del ayuntamiento y la vistosa fachada, profusamente adornada con banderas. Allí había quedado citado: un lugar concurrido donde pasarían inadvertidos. Un suave toque en el hombro lo sobresaltó. Era una chica, joven y muy bonita, que le preguntó en inglés si no le importaba hacerle una fotografía con sus amigas. Natán accedió. La joven le entregó la cámara y fue a reunirse con un grupo de muchachas, todas jóvenes como ella, que la esperaban sonriendo con desenfado junto a la estatua de Silvio Bravo. En el momento de apretar el disparador, Natán descubrió a su contacto, un hombre alto que vestía un pantalón vaquero y una cazadora de cuero negro, pelirrojo, de barba cuidada, que lo miraba recostado sobre la fachada del ayuntamiento.
—¿Haciendo turismo o tratando de ligarte a esas jovencitas? —le preguntó con sorna cuando Natán se acercó—. Esas tetitas no están hechas para gente como tú.
—Demos un paseo —respondió Natán sin hacer caso del comentario.
Se mezclaron como un par de turistas más entre el gentío que llenaba la plaza. El acompañante de Natán sacó un cigarrillo y lo encendió.
—Supongo que no me habrás hecho venir hasta aquí para ver monumentos —le dijo, expulsando el humo mientras hablaba.
—Quiero que me hagas un par de favores —replicó Natán.
—Sabes que mis favores cuestan caro —repuso el fumador.
—Lo sé, te pagaré bien, pero tengo prisa.
—¿Cuánta prisa?
—La suficiente como para estar fuera de aquí en un par de días con los dos asuntos solucionados.
—Eso tiene un extra.
Natán se detuvo en seco.
—Escúchame —dijo—: si digo que te pagaré bien, es que te pagaré bien. No estoy aquí para regatear, sino para que me digas si puedes hacer lo que te voy a pedir o no y para que pongas el precio. ¿Queda claro?
—Vaya, vaya, por lo que veo el asunto es grave.
—Sí, es grave, por eso he recurrido a ti.
—Eso me halaga, pero no creas que te va a servir para que te haga alguna rebaja —comentó el acompañante con una sonrisa que a Natán le resultó insultante.
—No pienso pedirte que me rebajes nada, sino que me hagas los trabajos que necesito —replicó Natán con cara de aceptar pocos sarcasmos.
—Es que como los judíos tenéis fama de avaros…
El rostro de Natán se crispó.
—De acuerdo, de acuerdo, olvídalo, era una broma —se justificó el acompañante—. Dime de qué se trata.
Mientras caminaban confundidos con la multitud que llenaba la plaza, en plena ebullición a esa hora de la mañana, Natán le explicó lo que quería que hiciera por él. Al cabo de unos minutos se despidieron; en esa despedida estaba escrita la sentencia de muerte del Camaleón.
Era mediodía. El carillón de la catedral comenzó a sonar en ese preciso instante y al escuchar las notas que envolvían cada rincón de la plaza y hacían detenerse a los paseantes, Natán no pudo reprimir una sonrisa siniestra.
—Un bonito réquiem para esa babosa del Camaleón —dijo en voz baja mientras se abría paso entre la gente.