41
Spyros permaneció unos instantes con el teléfono en la mano. Sara presintió que algo no iba bien.
—¿Qué ocurre? —le preguntó.
—Han matado a Natán.
—¿Qué? —exclamó Yorgos—. ¡Joder!
—Yo no he tenido nada que ver —se apresuró a aclarar Spyros.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Sara.
—Le han disparado; un tiro en la frente y otro en el corazón, a quemarropa. Según la policía no había signos de lucha y la puerta no estaba forzada, por lo que quienes lo hicieron debían de ser conocidos suyos.
La caja fuerte, contó Spyros, estaba abierta y sin nada de valor en el interior. Los asesinos debieron de abrirla y se llevaron lo que hubiera dentro, posiblemente, dinero, y aunque se preocuparon de limpiar cualquier rastro, dejaron una huella parcial en el disco de la combinación y eso fue suficiente para que la policía científica de Atenas descubriese la identidad de uno de ellos y localizara a su cómplice.
—Son dos albanokosovares, Namik H. y Zoran K., que fueron detenidos cuando intentaban salir del país —contó Spyros—. La policía supone que se trata de un ajuste de cuentas por alguno de los muchos negocios sucios de Natán.
—Pero nosotros sabemos que eso no es así —apostilló Sara.
—Los que lo han matado debían de ser dos sicarios contratados para que acabaran con nosotros, pero algo debió de salirle mal y ha sido el propio Natán el que lo ha pagado. Y si os estáis preguntando si lo siento, la respuesta es no, no lo siento en absoluto…, pero sí me preocupa, porque no sé si por ahí quedará algún otro asesino a sueldo con intenciones de mandarnos al otro barrio.
—Puede que algún esbirro de los Siervos del Tabernáculo —apuntó Yorgos.
—Es bastante probable —admitió Spyros.
—Ya hay demasiados muertos detrás de esta historia —consideró Sara—. Tal vez deberíamos deshacernos del tesoro, es un arma demasiado peligrosa para guardarla nosotros.
—¿Deshacernos? —se extrañó Yorgos por la inesperada propuesta de Sara.
—Sí, deshacernos de él. ¿Es que vamos a tener que pasarnos la vida expuestos a que en cualquier momento nos peguen un tiro? Todo tiene un límite y yo no estoy dispuesta a traspasarlo porque no entra en mis planes vivir de ese modo.
—Tampoco en los míos —dijo Yorgos—, pero, ¿cómo vamos a hacerlo?
—No lo sé —repuso Sara—. Nosotros hemos destapado la caja de los truenos y a nosotros nos toca taparla de nuevo y de modo seguro para que no haya más ruido. Hay que hacerlo desaparecer para siempre y hay que hacerlo de modo que parezca que nunca ha existido, que es pura invención. No nos queda otra salida —afirmó con energía.
—No es disparatado —admitió Spyros—. El maldito cofre ya huele demasiado a sangre. Tal vez yo pueda hacer algo. Dadme un poco de tiempo, unos días.
—¿Y mientras tanto qué hacemos? —preguntó Yorgos—. Pueden estar esperándonos en cualquier esquina para darnos un tiro, esos tipos no se andan con bromas.
—Tendremos que extremar las precauciones. Dejadlo en mis manos.
—¿Qué piensas hacer? —inquirió Sara. Spyros no contestó.
Era un asunto delicado. Un error de cálculo y el frágil equilibrio existente en Jerusalén entre las comunidades judía y musulmana podría romperse. Los tres sabían que los Siervos del Tabernáculo pretendían levantar el tercer Templo de Jerusalén en la explanada de las mezquitas, una injustificable provocación a la población árabe que desembocaría en un sangriento choque. La retrógrada y peligrosa ideología ultraortodoxa de la secta de los Siervos era ya de por sí un verdadero peligro para la convivencia, pero si el contenido del cofre acababa en sus manos, eso les daría la excusa que necesitaban para prender la mecha y hacer saltar por los aires el polvorín. Por ello era preciso encontrar cuanto antes un lugar seguro para ocultarlo y a alguien que quisiera encargarse de su custodia.