3

Sara descolgó el teléfono y marcó un número. Se apartó el pelo de la cara con la mano libre y esperó.

—Quisiera hablar con el profesor Yorgos Poulianos —pidió cuando alguien atendió la llamada.

Pasaron unos segundos hasta que escuchó de nuevo la voz.

—Lo siento —le respondieron—, el profesor Poulianos no se encuentra en estos momentos en su despacho.

—¿Sería tan amable de darle un recado? —preguntó—. Dígale que lo ha llamado Sara Misdriel… Sí, solo eso. Gracias.

Colgó el teléfono y permaneció unos instantes pensativa. Se sentó de nuevo y comenzó a juguetear distraídamente con la pluma que descansaba encima de los documentos que acababa de firmar. Era una gruesa Mont Blanc que Yorgos le había regalado el día de su cumpleaños. La dejó sobre la mesa y se levantó.

Habían pasado diez días desde que Yorgos se había llevado el pergamino y el trozo de madera del cofre para analizarlos. En ese lapso ambos se habían ausentado de Salónica por razones de trabajo; él había viajado a Basilea y ella, a Fráncfort. Aunque se habían mantenido en contacto, deseaba verlo. El asunto del pergamino era una excusa perfecta para quedar con él, aunque no era menos cierto que también ansiaba conocer los análisis llevados a cabo para determinar la edad del documento. Yorgos le había dejado un mensaje esa misma mañana para adelantarle que tenía los resultados.

El teléfono móvil comenzó a sonar.

—¿Sara? Soy Yorgos. Tengo una llamada perdida tuya y me han dicho que también me has llamado al despacho.

—Sí, te he llamado al móvil, pero lo tenías apagado. Quería saber si tienes alguna novedad.

—Tengo los resultados y son muy interesantes. Ah, también tengo la traducción. Deberíamos vernos.

—¿No puedes adelantarme nada?

—Prefiero hacerlo cuando nos veamos…, si no te importa.

—¿Qué tal esta tarde, en mi casa?

—Fenomenal.

—Resuelvo un par de cosas que tengo pendientes y nos vemos. ¿A las siete y media te viene bien? Así, después puedes invitarme a cenar. Esta vez te toca a ti.

—De acuerdo. A las siete y media estaré allí. Pero si tengo que pagar la cena, esta vez no habrá flores. El sueldo de un modesto profesor no da para tanto.

—¡Serás tacaño!

La risa de Yorgos puso fin a la conversación.

* * *

La secretaria llamó a la puerta del despacho y entró. Llevaba una docena de rosas rojas y un pequeño sobre cerrado. Sara lo abrió y leyó la nota que había dentro: «No quiero que pienses que soy un avaro, así que le he pedido un préstamo a un amigo para poder comprarte estas rosas. Nos vemos esta tarde. Y.».

No pudo reprimir una sonrisa. Esos detalles de Yorgos eran los que la habían ganado, los que habían conseguido hacerla sucumbir a su encanto. Todos los amigos le decían que Yorgos estaba enamorado de ella, pero a veces la asaltaba la duda sobre si debía darles crédito a esos comentarios. En ocasiones incluso llegaba a pensar si el supuesto enamoramiento no era más que una fantasía alentada por su propio deseo de sentirse amada. Eso era, precisamente, lo que la detenía: el temor a dar un paso en falso, a descubrir que lo que ella suponía que era amor por parte de él no era más que una quimera, un espejismo, una realidad equivocada. Ya una vez se adentró por un camino parecido y resultó herida, tanto que llegó a creer que jamás sería capaz de enamorarse de otro hombre. Tenía poco más de veinte años y él la sobrepasaba en edad. Sus padres le advirtieron que esa relación iba a hacerle mucho daño, que en ese individuo había mucha vileza, pero Sara no quiso o no supo escucharlos. Por eso, cuando descubrió que su supuesto enamorado estaba con ella debido únicamente a su dinero y que además tenía una amante, el cielo se le hizo pedazos y el mundo se hundió bajo sus pies. El desengaño la sumió en una profunda depresión de la que logró salir gracias a la paciente labor de sus padres, que la hicieron comprender que el mundo no acababa ahí y que en la vida se toparía con muchos canallas de esa misma calaña, pero que debía seguir adelante y no rendirse ante el primer tropiezo. Spyros, que desde un primer momento estuvo a su lado, le dijo un día: «Si alguien, alguna vez, te hace daño, lo va a pagar muy caro. Y ese hijo de puta te lo ha hecho». Lo que ocurrió después nunca lo supo, aunque lo intuía.

Cuando murió su padre se encontró sola, rica y con una gran carga de responsabilidad. De ella dependía el bienestar de mucha gente. Recordó entonces algo que su padre solía decirle: «Sara, hija, las empresas son nuestras, pero sin todos los que trabajan en ellas no valdrían nada. Cuida de ellos y ellos cuidarán de ti». Fue entonces cuando le tocó calibrar la necesidad de hacerse fuerte para vencer las adversidades, de analizar las situaciones, de anticiparse a los acontecimientos para dominarlos. Esa táctica le permitió sobrevivir en un mundo marcado por la impronta masculina y escapar de las dentelladas de los tiburones que quisieron aprovecharse de su estado de aparente indefensión, pero era solo eso, aparente, ya que fueron muchos los que se equivocaron, porque Sara sabía ser dura cuando era preciso; tenía, además, una especial habilidad para granjearse la simpatía de quienes la trataban.

Las cicatrices de aquella herida de juventud no se habían cerrado del todo cuando, de improviso, Yorgos apareció en su vida y las cosas empezaron a cambiar.

Ocurrió en verano. Después de una jornada intensa, decidió sentarse en una de las terrazas de la avenida Tsimiski a tomar una copa antes de irse a casa. El día había sido caluroso, pero al caer la tarde se empezó a notar un cierto alivio gracias a la brisa que llegaba del mar. El camarero que le había servido acababa de retirarse cuando se le acercó un individuo vestido de oscuro. A pesar de que el traje parecía de buena calidad, la apariencia física desmerecía de la vestimenta. Era un tipo grueso, de aspecto blando, piel lechosa, boca de labios carnosos y permanentemente ensalivados, ojos saltones, nariz ganchuda y pelo ralo y grasiento. Andaba ligeramente encorvado y se tocaba con una kipá.

Era Natán Zudit, nieto de un familiar muy lejano del abuelo paterno de Sara. Por ese casi inexistente parentesco, Natán decía ser primo de Sara, algo que ella rechazaba. No había vínculo alguno que la uniese a él y procuraba guardar las distancias a causa de su mala reputación. Del padre de Natán se contaba en Salónica que había amasado una gran fortuna gracias a su colaboración con el régimen dictatorial de los coroneles, bajo cuyo amparo padre e hijo llevaron a cabo negocios no confesables; de su abuelo se decía que logró escapar de los campos de exterminio nazis porque trabajó como delator para los alemanes. Sara lo detestaba y rehuía cualquier contacto con él.

Natán había heredado de su padre un negocio de antigüedades bastante lucrativo, pero su mayor fuente de ingresos provenía del negocio de las piedras preciosas. Estaba obsesionado con Sara, a la que había propuesto matrimonio en varias ocasiones, habiendo recibido siempre una negativa. Cuando ella era todavía una niña, el padre de Natán quiso arreglar un matrimonio de conveniencia, pero el padre de Sara se negó rotundamente.

—Querida prima, cuánto tiempo sin saber nada de ti. Me alegro de verte. —El tono dejaba al descubierto una gran dosis de ironía.

—Pues yo no, no me alegro de verte, y no me llames prima porque entre tú y yo no hay ningún parentesco —replicó Sara con una inflexión en la voz que no ocultaba el sentimiento de desprecio que le despertaba Natán.

—Vaya, un recibimiento muy cordial, como es habitual en ti. Quisiera hablar contigo. ¿Puedo sentarme?

—No —respondió Sara de modo tajante.

—Sigues tan guapa y tan poco amable como siempre. ¿Qué van a pensar los demás? No olvides que soy tu primo y tu pretendiente y conviene guardar las apariencias.

Se sentó a la mesa frente a Sara.

—Te repito que entre tú y yo no hay ningún parentesco, y creo haberte dicho que no te sientes. Estoy esperando a alguien y quiero estar sola cuando llegue para que no piense que frecuento las malas compañías —le espetó Sara.

La sonrisa de Natán se le heló en la boca y una mueca de rabia le contrajo el rostro.

—Veo que no has cambiado y que continúas siendo la estúpida orgullosa que siempre fuiste.

—Escúchame, Natán, quiero que te quede bien clara una cosa: ni tú ni tu padre habéis gozado nunca de mis simpatías y eso vale también para tu abuelo, al que toda Salónica conoce por los muchos favores que hizo a los nazis. —La voz de Sara se endureció—. Las mentiras y las maldades pueden ocultarse durante un cierto tiempo, pero no para siempre. Y tu tiempo se ha acabado. Todo el mundo sabe quién eres y quién era tu padre, y lo que hicisteis cuando la gente de bien era perseguida por la dictadura. Jamás, grábatelo bien, jamás me casaré contigo. Antes me iría a vivir con los cerdos. Y ahora lárgate de aquí si no quieres que llame a la policía.

—¿Harías eso? —masculló Natán, cuyo rostro parecía congestionado por la ira.

—Ya lo creo que lo haría. Ponme a prueba.

En una mesa cercana situada a espaldas de donde estaba sentado Natán, un hombre joven observaba la situación. Era de aspecto atlético, bien parecido, vestido con pantalón vaquero, llevaba el pelo más bien largo y usaba unas gafas redondas de montura metálica.

—En ese caso no pienso quedarme ni un minuto más, no sea que pase por aquí algún conocido y piense que ahora me dedico a frecuentar amistades de reputación… dudosa —replicó Natán con desdén.

—Eso mismo me ocurre a mí, con la diferencia de que tu reputación no es dudosa, sino que todo el mundo sabe el mal bicho que eres —repuso Sara con auténtico desprecio.

—Puede que sí, que sea un mal bicho, pero al menos no soy un renegado como tú y tu padre.

—¿Te refieres a que no somos unos fanáticos religiosos como tú? ¿De qué presumes, Natán? ¿De aplicar la ley del talión? ¿De pregonar que las mujeres pueden ser lapidadas? ¿De negar el derecho a curar a alguien en sábado? ¿O acaso de tu declarada vocación fascista? ¿De eso presumes? Pues que te quede bien clara una cosa: para ti soy una renegada y me siento muy orgullosa de serlo porque así me lo enseñó mi padre, que era una persona de bien. ¿Puedes tú decir lo mismo del tuyo?

Natán se levantó bruscamente y al hacerlo golpeó la mesa. La copa que Sara estaba tomando se le derramó encima.

—¡Maldita zorra! —bramó.

Levantó la mano para golpearla, pero el joven que estaba a su espalda lo sujetó por la muñeca.

—Si no te largas de aquí ahora mismo te parto el brazo —le dijo.

Natán lo miró con desprecio.

—¡Suéltame! Tú no sabes quién soy yo.

—Ni tú quién soy yo, así que estamos en paz. Y no pienso volver a repetírtelo: o te largas o te parto el brazo.

Natán se deshizo con brusquedad de la mano que lo sujetaba con fuerza.

—¡Esta me la vas a pagar! —masculló jadeante mientras le dirigía a Sara una mirada llena de odio—. Y tú vas a saber muy pronto quién soy —le dijo al joven con tono amenazante.

—Será mejor que te largues antes de que pierda la paciencia y en vez de un brazo te rompa los dos —le respondió el joven acercando su cara a la de Natán y poniéndole una mano en el pecho—. ¡Largo de aquí! —le ordenó al tiempo que lo empujaba.

Natán dio un traspié y se alejó con el rostro encendido por la ira. Varios clientes de la terraza, que habían sido testigos de lo ocurrido, le dirigieron al joven una sonrisa de aprobación.

—¡Vaya sujeto! —comentó cuando Natán se marchó—. ¿De dónde ha salido? ¿Se encuentra usted bien? —le preguntó a Sara, que mostraba un claro nerviosismo.

—Sí, estoy bien. Muchas gracias, de no haber sido por usted ese animal me habría pegado. —Sara se levantó y le tendió la mano—. Me llamo Sara Misdriel.

—Yorgos Poulianos. Encantado, aunque hubiese preferido conocerla en otras circunstancias más agradables.

—Siéntese, por favor —lo invitó Sara.

—¿Está más tranquila?

—Sí, gracias. No sé cómo agradecerle lo que ha hecho. ¿Le apetece tomar algo?

—Sí, pero permítame que la invite, ya que su copa se ha derramado. ¿Qué estaba tomando?

—Un mojito —respondió Sara, todavía bastante nerviosa.

—Un excelente aperitivo.

Yorgos llamó al camarero y le pidió dos mojitos.

—Perdone, no quiero parecer indiscreto, pero ¿puedo saber quién era ese energúmeno?

—Es Natán Zudit, una mala persona. Nunca pensé que llegaría a estos extremos.

—Vaya… ¿Está más tranquila?

—Sí, muchas gracias.

—No hay de qué. Por cierto, no crea que voy por el mundo rompiéndole los brazos a la gente, no soy de ese tipo de personas. La frase la aprendí en una película. Lo que ocurre es que ese sujeto me sacó de quicio, pero no le habría roto el brazo…, aunque de buena gana le hubiese dado una patada en su blando culo.

Las palabras de Yorgos le arrancaron una sonrisa a Sara.

—Lo ha hecho usted muy bien —le dijo—. ¿A qué se dedica? ¿Es usted actor?

Sara no sabía por qué le había preguntado eso, salvo que un impulso desconocido la llevó a hacerlo. Después, con el tiempo, sería motivo de broma entre ambos.

—¡Oh, no, por favor, eso es para la gente guapa! Yo soy un simple profesor universitario dedicado a una materia aburridísima para cualquier mortal…, salvo para un loco como yo.

Sara se dijo que había algo en él que lo hacía caer bien, algo que aparecía de modo natural, sin que tuviese que esforzarse por parecer agradable. Y, además, pensó, era muy guapo. Notó que se encontraba a gusto.

—¿Y cuál es esa materia tan aburrida, si puede saberse? —preguntó.

—¿De verdad quiere saberlo? Temo que si se lo digo deje de hablarme o se ría de mí.

—Prometo no hacer ni lo uno ni lo otro.

—¿De veras? No vale volverse atrás —bromeó Yorgos—. Me dedico a estudiar papeles viejos.

—¿Cómo? ¿Papeles viejos? —exclamó Sara, sorprendida.

—Pues eso, que me dedico a estudiar cosas antiguas —añadió sonriente—. Estudio y traduzco papiros, códices, pergaminos, tablillas y todo lo que tenga más de cien años. Soy profesor de la Universidad Aristotélica. Estoy especializado en copto, que no es ningún combinado parecido al mojito, sino la antigua lengua de los egipcios, y también en arameo y hebreo antiguo. —Yorgos miró a Sara, que no apartaba la mirada de él, con una expresión que bien podía reflejar estupor, admiración, sorpresa o las tres cosas a la vez—. Que conste que se lo advertí. Y ahora no me diga que no vale la promesa que ha hecho.

—No se preocupe, pienso mantener mi palabra… Pero, dígame, ¿los profesores de esas materias tan raras no son viejos, con barbas blancas, viven entre libros polvorientos y jamás han usado pantalones vaqueros sino guardapolvos azulones?

—¡Ja, ja, ja! —rio Yorgos—. Sí, eso es lo que todo el mundo cree, y no anda usted muy descaminada, pero gracias a nuestros conocimientos de las ciencias antiguas hemos logrado fabricar un elixir maravilloso que nos permite volver a nuestra juventud, pero solo hasta la medianoche. A partir de esa hora nos mutamos en esos viejos sabios que usted ha descrito tan bien.

—En ese caso será cuestión de aprovechar el tiempo. Lo invito a cenar —dijo Sara de improviso—. Tenemos casi cuatro horas por delante antes de que se vuelva un venerable ancianito. Pero antes me gustaría cambiarme esta ropa mojada por otra seca. Vivo muy cerca de aquí. Si me espera, estaré de vuelta en quince o veinte minutos.

—Acepto con una condición: que dejemos de hablarnos de usted y nos tuteemos.

Así fue como conoció a Yorgos. Esa noche recuperó sentimientos que creía perdidos y comenzaron a aflorar en ella impulsos que durante años se había obstinado en enterrar.

* * *

—Bien, empecemos por la traducción —dijo Yorgos—. La doctora Alonso, una amiga y colega española, ha tenido la amabilidad de traducir la versión original escrita en el judeoespañol de la época y enviarnos lo que podríamos llamar versión moderna.

—¿Es sefardí? La doctora Alonso, quiero decir.

—¿Celia? No, no lo es, pero es una excelente medievalista experta en lenguas romances, y el judeoespañol es una de sus especialidades. Ahora ya tenemos la traducción completa.

Yorgos comenzó a leer.

—«Será la tercera la última puerta, pues el Señor correrá los cerrojos de su casa y nadie traspasará el umbral. Y los ángeles del Señor vendrán para conducir las almas al juicio divino porque será el final. Mas antes deberá cruzar la tercera puerta lo que fue sacado cuando se cerró la segunda. Solo así se cumplirá la voluntad del Señor. Y cuando sea hendida la piedra bajo la bóveda de roca que veló el sueño del abad, allí donde se siente el hálito de la tierra, se manifestará la clave que hará brillar a los que bebieron la sangre del sacrificio.

»Y ellos son el sardio que es como el agua de nisanu abib.

Y el topacio son las espadas en ayaru ziv.

Y la esmeralda es el león de simanu.

Y el rubí es la serpiente de du’uzu.

Y es el zafiro como el ciervo de abu.

Y el diamante son las tiendas de ululu.

Y el ópalo está en el olivo de tashritu.

Y es el ágata como el asno de arajamna.

Y la amatista es el barco de kislimu.

Y el crisolito es como un toro en tebetu.

Y está el óņice en la palmera de shabatu.

Y el jaspe es lobo en adaru».

—Lo primero parece una profecía —comentó Sara.

—Sí, y lo segundo es como la publicidad de una joyería —bromeó Yorgos—. Tantas piedras preciosas deben de significar algo. Hay dos estilos distintos, como si los hubiesen redactado dos personas o se pretendiera que quedaran claramente diferenciados. Estas líneas de aquí arriba guardan una cierta lógica, pero las demás son un galimatías sin pies ni cabeza. Parece que quien las escribió quiso distinguirlas de las demás… Pero, bueno, veamos lo que hemos podido averiguar del pergamino. Está hecho con piel de cordero pulida por ambas caras, como se hacía con los pergaminos destinados a ser páginas de los códices —explicó Yorgos—. Pero a juzgar por el contenido de este no parece que se hubiese fabricado con esa finalidad, sino para hacerlo más delgado, acaso con objeto de disimularlo mejor o tal vez porque quien lo preparó consideró que debía dársele un tratamiento especial, dado que lo que se iba a escribir sobre él también era de naturaleza especial. También hemos comprobado que, salvo esas marcas casi invisibles que aparecen en algunas de las letras, no es un codex rescripto, es decir, solo se ha usado una vez. En aquellos tiempos era práctica frecuente utilizar los pergaminos varias veces, para lo cual se sumergían en leche y después se restregaban con piedra pómez para borrar lo escrito. Son los llamados palimpsestos, de los que habrás oído hablar. —Sara asintió con la cabeza—. Pero el nuestro no es de ese tipo. Veamos ahora la tinta. Descartamos desde el comienzo que fuese tinta hecha con hollín porque al tratarse de una superficie grasa como la de un pergamino este tipo de tinta no se adhiere bien, así que aislamos sus componentes y encontramos que contenía tanino, sulfato ferroso, agua y goma arábiga. El tanino es un derivado del ácido gálico y se obtiene de la corteza de encina; el sulfato ferroso es una sal de hierro, y la goma arábiga se consigue a partir de una resina que se extrae de varias especies de acacias. Es una sustancia muy soluble en agua, por lo que se empleaba como aglutinante. Esta tinta se conoce como ferrogálica y puede resultar corrosiva debido a la oxidación. Te recomiendo que guardes el pergamino en una carpeta y procures evitarle los cambios bruscos de temperatura. Así se conservará bien. Pero sigamos, que todavía hay más. ¿Conoces el método de datación del carbono 14? Los rayos cósmicos…

—Antes de que sigas, ¿quieres una cerveza? —interrumpió Sara.

—No me vendría mal. De tanto hablar se me ha quedado la boca seca.

Sara fue a la cocina y al poco volvió con dos latas de cerveza y un par de vasos.

—Bien, continuemos —dijo Yorgos después de dar un trago largo—. La atmósfera terrestre es bombardeada de manera constante por rayos cósmicos, que hacen que a partir del nitrógeno atmosférico se forme hidrógeno y un isótopo radiactivo del carbono, el llamado carbono 14 o radiocarbono, que se desintegra de manera espontánea y al hacerlo emite radiaciones muy débiles. ¿Te aburro?

—No, en absoluto, continúa.

—El carbono 14 se combina con el oxígeno para formar el conocido dióxido de carbono, el CO2 del que todos hemos oído hablar porque es uno de los gases causantes del efecto invernadero, pero que también es imprescindible para la vida, ya que gracias a él las plantas producen el oxígeno que necesitamos para respirar. El carbono del dióxido se combina con las plantas debido a la fotosíntesis y se incorpora a los animales que se alimentan de ellas. A su vez, los animales exhalan el carbono 14 en forma de CO2 y se completa el ciclo. Pero cuando una planta o un animal mueren, el radiocarbono no vuelve a regenerarse y su concentración empieza a descender debido a que es un isótopo radiactivo y se desintegra, pero a un ritmo bastante lento: cada 5730 años, la cantidad de carbono 14 que permanece en los restos orgánicos se reduce a la mitad. Es lo que se llama vida media. —Yorgos hizo una pausa para dar otro trago de cerveza—. Veamos ahora cuál es el proceso para determinar la edad de un resto orgánico, como el pergamino o el cofre. La datación por medio del carbono 14 se basa en la cantidad de este isótopo presente en los seres cuando estos mueren. Para ello se calcula la cantidad que queda en los restos y, como se conoce el tiempo que tarda en reducirse a la mitad, es decir, la vida media, se pueden determinar los años transcurridos desde la muerte. Como el bombardeo de la atmósfera exterior por los rayos cósmicos es un factor variable, para corregir las desviaciones en los resultados se recurre a lo que se llama dendrocronología, que estudia la cantidad de carbono radiactivo contenida en los anillos de los árboles. Mediante este método se han podido elaborar curvas que permiten obtener una edad calibrada con bastante aproximación.

Yorgos interrumpió la explicación y miró a Sara.

—Por la cara que pones me parece que me estoy enrollando más de la cuenta. Lo siento, es deformación profesional —comentó.

—No, no es eso. Estaba pensando en que, según lo que me cuentas, debes de conocer la edad del pergamino.

—La del pergamino y la del cofre, ya que los dos fueron sometidos a las mismas pruebas. El informe del laboratorio dice que el pergamino corresponde a un período comprendido entre 1480 y 1515.

—¿Y el cofre? —preguntó Sara.

—El cofre es moderno.

—¿Moderno? ¿Qué quieres decir?

—Que tiene pocos años, unos sesenta o setenta.

—¿Y eso qué significa?

—Que alguien guardó dentro del cofre el cilindro de plomo con el pergamino y lo escondió en el hueco que apareció en tu casa. La pregunta es: ¿por qué ese alguien querría esconder un pergamino dentro de un muro? —preguntó Yorgos.

—¿Para ocultarlo y que nadie lo encontrara?

—Exacto. ¿Y por qué querría evitar que lo encontraran?

—Porque escondía algo importante que no debía caer en manos inadecuadas.

—Y dadas las fechas que nos proporciona la madera del cofre, esas manos solo podrían ser…

—Las de los nazis —concluyó Sara.

—Eso tiene sentido. Los nazis llegan a Salónica, un judío sefardí tiene un pergamino escrito por sus antepasados españoles y para evitar que los nazis se apoderen de él hace un hueco en un muro de su casa, mete el pergamino protegido por un cilindro de plomo dentro de un cofre y tapa el muro. Sí, tiene mucho sentido.

—Lo que nos lleva a suponer que el pergamino debe de conducir a algo importante para los judíos —argumentó Sara.

—En resumen…

—Que hay que averiguar de qué se trata.

—En efecto, hay que averiguarlo. Y voy a darte un consejo, Sara: no hables con nadie del pergamino hasta que no sepamos qué es lo que oculta. Lo he estudiado y mi intuición de investigador me dice que esconde algo importante.

—Lo tendré en cuenta, pero ahora toca descansar un poco. ¿Qué tal si dejamos para otro día lo del restaurante y cenamos aquí? —propuso Sara—. Así podremos seguir hablando con tranquilidad. Además, Spyros está de viaje y no va a poder atendernos.

—¿Aquí? ¿En tu casa? ¿Tú y yo solos? —se sorprendió Yorgos.

—Sí, aquí. ¿Tiene algo de malo?

—No, no, al contrario.

—¿De acuerdo entonces?

—Muy bien. Pero habrá que preparar algo, ¿no?

—¿Qué tal se te da cocinar? —le preguntó Sara.

—Puedes imaginártelo: profesor, soltero y vivo solo. Soy un maestro de los precocinados.

—Algo es algo. Por lo pronto ponte un delantal y ayúdame —le dijo mientras se dirigían a la cocina.