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—La fotografía que vi encima de la mesa del profesor Poulianos era de un pergamino escrito en judeoespañol. De eso no tengo ninguna duda, señor Zudit —aseguró Vasilios, que desgranaba nerviosamente entre los dedos las cuentas de colores de un komboloi, una especie de rosario.

—¿Cómo puedes estar tan seguro? ¿Acaso hablas sefardí? —preguntó Natán con tono despectivo.

—No, no lo hablo, ni siquiera soy judío, eso lo sabe usted, pero justo en el momento en que yo llegué a su despacho el profesor Poulianos estaba hablando con alguien por teléfono y lo mencionó. Me quedé fuera y escuché lo que decía. Hablaban en inglés.

—¿En inglés? ¿Y qué sabes tú de inglés?

—Se olvida usted de que estuve siete años trabajando en Inglaterra y de que gracias a que hablo inglés pude conseguir ese trabajo en la universidad.

—Gracias a mí, no a tu maldito inglés. Y ahora dime, ¿qué fue lo que mencionó?

—Pues eso, que estaba tratando de descifrar un pergamino escrito en judeoespañol y que quería verse con quien estaba hablando para que le echase una mano.

—¿Y no podía referirse a otro pergamino?

—No, porque dijo que tenía la fotografía delante de él y la única fotografía que había encima de la mesa era la del pergamino. El profesor Poulianos…

—¡Deja de llamar profesor a ese hijo de puta! —bramó Natán Zudit.

—¿Y cómo quiere usted que lo llame? —protestó el hombre sin alterar el tono de voz.

—Poulianos, solo Poulianos, y cuanto menos lo menciones, mejor. Tengo una cuenta pendiente con ese cabrón y se la voy a hacer pagar.

Natán Zudit se levantó y se dirigió a un mueble con vitrina en la que se podían ver dos vasos griegos de la época helenística, unos colgantes precolombinos de oro, una estatuilla de terracota posiblemente etrusca y un pequeño caballo de cobre, revestido por una pátina verdosa, bajo el que había una placa en la que rezaba: «Liguria (Italia). Siglo IV a. C.». Abrió una de las dos puertas de la parte inferior y quedó al descubierto un pequeño frigorífico disimulado en el interior del mueble. Sacó una botella de agua, la abrió y bebió de ella. Después volvió a sentarse, aparentemente más calmado. Su interlocutor, un hombre de unos cincuenta años y expresión ausente, permanecía en silencio.

—¿No pudiste copiar lo que decía el pergamino?

—No. Ya le digo que el prof…, que Poulianos estaba allí, en su despacho. Pero dijo algo más que tal vez le interese.

Natán lo miró con expresión hosca.

—Suéltalo de una puta vez —lo apremió con rudeza.

—Le dijo al que hablaba por teléfono con él que el pergamino había aparecido en Salónica, en casa de una amiga suya.

—¿Dijo quién era esa amiga?

—Sí. Nombró a una tal Sara Misdriel.

La cara de Natán Zudit se descompuso. Los labios empezaron a temblarle a la vez que una lividez casi enfermiza se adueñó de su rostro. La tez lechosa se le tornó macilenta, tanto que Vasilios cambió la expresión y lo miró con ojos que denotaban más curiosidad que preocupación.

—¡Maldita zorra! —masculló—. Ese malnacido se la debe de estar follando, pero esa puta se va a acordar de quién es Natán Zudit. Tarde o temprano caerá en mis manos y cuando me canse de ella se la voy a prestar a unos amigos para que se entretengan. Y ese bastardo de Poulianos… ¡Deja ya de manosear esa mierda, que me estás poniendo nervioso! —gritó Natán en referencia al komboloi de Vasilios—. Escúchame bien, quiero que no lo pierdas de vista y que me informes de todo lo que haga, ¿me has entendido?, absolutamente de todo lo que haga. Y procura conseguir una copia de esa fotografía, róbala si es necesario, que para eso te pago, o también tú vas a tener problemas. Quiero saber qué se traen entre manos esos dos. Ahora vete. Y recuérdalo: no me gusta que me hagan esperar, así que ya puedes darte prisa en traerme algo que merezca la pena.

Vasilios se levantó despacio y miró a Natán Zudit con un leve destello de ira que asomó a sus ojos.

Cuando se quedó solo, Natán fue de nuevo al mueble de la vitrina y sacó del congelador un pequeño vaso completamente cubierto de escarcha. Abrió un cajón de la mesa de trabajo, cogió una botella de vodka y llenó el vaso. Se bebió el líquido de un solo trago y volvió a llenarlo, así hasta tres veces. Guardó la botella y abrió otro cajón, este cerrado con llave, del que sacó un pequeño revólver Smith & Wesson 642 Airweight, calibre 38. Lo colocó sobre la mesa y pasó la mano sobre la culata unas cuantas veces con aire pensativo, como si la acariciara. Dejó el arma en el cajón y lo cerró. Después se guardó la llave en uno de los bolsillos del chaleco que vestía y marcó un número de teléfono.

—Soy yo —dijo cuando desde el otro extremo del hilo alguien respondió a la llamada—. Necesito que me hagas un trabajito. Te espero esta noche donde siempre. A la misma hora.

Colgó el teléfono y sonrió. Su boca se frunció con una expresión de maldad.

—Esa puta y su chulo no saben de lo que soy capaz.

* * *

Las inmediaciones de Lefkós Pirgos, la Torre Blanca símbolo de la ciudad, estaban llenas de gente, turistas en su mayoría que paseaban por los jardines o bebían cerveza en las terrazas al aire libre dispuestas en torno al monumento. De vez en cuando el flash de una cámara de fotos interrumpía la noche con un resplandor. La brisa del mar empezaba a refrescar el ambiente.

Natán caminaba por el paseo marítimo acompañado por un hombre delgado y de mediana estatura, un personaje de los bajos fondos conocido como Savas, el Camaleón. Para cualquiera que reparase en ellos no pasarían de ser dos pacíficos ciudadanos que charlaban distendidamente mientras se fumaban un cigarrillo cerca del mar. Pero la conversación que se desarrollaba entre ambos iba más allá de todo eso.

—Tienes que traerme ese pergamino y no quiero errores —exigió Natán a su acompañante.

—¿Alguna vez te he fallado?

—Nunca, por eso te he hecho venir.

—Sabes que la casa de tu prima está bien protegida y no es fácil entrar.

—Pues entra cuando ella esté dentro.

—¿Cuando esté dentro? ¿Estás loco?

—No, no estoy loco. Cuando ella esté en la casa tendrá las alarmas desconectadas y te será más fácil entrar. Hay muchas formas de engañarla para que te abra la puerta. Y cuando tengas el pergamino, tíratela.

—¿Quieres que la viole?

—No es más que una puta y las putas ya se sabe para qué sirven. Y me traes su ropa interior.

El Camaleón lo miró con una sonrisa torcida llena de ironía.

—¿La ropa interior? ¿Para qué la quieres? ¿Es que vas a hacerle vudú? ¿O piensas ponerte sus bragas?

—A ti no te importa para qué la quiero. Y no te pases, Savas, ya sabes que hay bromas que no me gustan.

—Dime una cosa: ¿qué tiene ese pergamino para que pongas tanto interés en tenerlo?

—Eso no es asunto tuyo. Lo quiero y basta.

—Está bien, pero este servicio tiene una tarifa extra.

—¿Por qué? Solo quiero que robes para mí un puto trozo de piel escrito y que te tires a esa zorra.

—Ese no es mi estilo —repuso Savas—. Yo soy un profesional, no un vulgar violador. Cuando quiero tirarme a una tía le pago y punto, no la violo. Eso lo dejo para ti.

—Ten cuidado con lo que dices.

—Ten cuidado tú, Natán. Yo no soy lacayo de nadie, y mucho menos, tuyo. Cuando un trabajo no me gusta no lo hago y no tengo que dar explicaciones.

—¿Me estás diciendo que no lo aceptas?

—Te estoy diciendo que no me gusta que me pongan ciertas condiciones. Si quieres el pergamino, te lo traigo, y la ropa interior, pero olvídate de que viole a nadie.

—Haz lo que te dé la gana, allá tú. Si quieres te la tiras o la invitas a cenar… Como si quieres matarla… No seré yo el que llore por ella.

Savas se detuvo y miró con fijeza a Natán.

—¿Quieres que la mate? ¿Es eso lo que quieres de verdad? —le preguntó—. Si es así, dilo y déjate de rodeos.

—No te he dicho eso. Si la matas, es asunto tuyo.

—¿Asunto mío? ¿Con quién crees que estás tratando, Natán? Si quieres que la mate, tendrás que pagar lo que vale un trabajo así. De lo contrario, iré cuando yo lo crea conveniente, robaré el pergamino y se acabó la historia. Y el encargo te va a costar doce mil euros.

—¿Doce mil euros? ¡Tú estás loco! —exclamó Natán.

—Ese es el trato. Lo tomas o lo dejas. Y baja la voz.

—Doce mil euros es mucho dinero para un simple robo —argumentó Natán.

—Cuando se tiene tanto interés por conseguir algo hay que pagarlo. Es la ley de la oferta y la demanda. Bueno, ¿qué dices? ¿Aceptas la tarifa o no?

—Savas, eres un perfecto hijo de puta.

—No tanto como tú, Natán, no tanto como tú.

Natán miró con rabia reprimida al Camaleón, en cuyo rostro apareció una sonrisa casi imperceptible que revelaba que era el dueño de la situación. Caminaron unos metros en completo mutismo. Savas sacó un paquete de Karelia sin filtro y lo golpeó un par de veces con los dedos índice y corazón para que asomaran los cigarrillos. Cogió uno, lo encendió y se mantuvo a la espera, procurando no aparentar ningún interés por conocer la respuesta de Natán Zudit, que andaba un par de pasos por delante de él con la cabeza agachada en actitud reflexiva.

—De acuerdo, doce mil euros. ¿Cuándo lo harás?

—Primero tengo que estudiar sus costumbres para entrar en el piso en el momento adecuado. Digamos que… en una semana. Y el pago por adelantado.

—¡Ni hablar! —se negó Natán—. Te pagaré cuando me traigas el pergamino.

—Ni lo sueñes. Si quieres el pergamino tendrás que pagar antes. En este negocio no se fía.

—Sabes que puedo contratar a otro —amenazó Natán sin demasiada convicción.

—Pues hazlo.

Savas hizo intención de marcharse, pero Natán lo retuvo.

—Espera —le dijo—. Seis mil por adelantado y el resto cuando me lo entregues.

Savas se rascó la barbilla mientras observaba a Natán.

—De acuerdo —admitió—. Mañana aquí, a la misma hora, con los seis mil euros.

—Savas, verdaderamente tu madre te parió en un lupanar.

—¿No habíamos quedado en que no era la mía, sino la tuya? —replicó Savas con una risa ronca.

Natán Zudir le dispensó una mirada tan dura y fría que hubiese podido taladrarlo. Fue a responderle algo, pero se contuvo. En la cara de Savas se formó una mueca de suficiencia que se acentuó en una sonrisa cáustica. Tiró el cigarrillo, lo pisó y se alejó hasta perderse entre el gentío.

Natán lo vio marcharse. Ya estaba todo dicho. Aquel individuo de rostro enjuto y carácter atrabiliario despertaba en él reacciones contradictorias. Por una parte, odiaba su aire de insoportable suficiencia, pero por otra sabía que lo necesitaba y que era discreto cuando se le encargaba un trabajo, y no era la primera vez que Natán requería sus servicios. Sobre todo era un tipo peligroso con el que no era conveniente estar a mal. Sabían demasiadas cosas el uno del otro y eso los hacía mantenerse en un resbaladizo equilibrio que ambos procuraban no romper porque les iba demasiado en ello.