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—Amigo Isaac —dijo el rabino al tiempo que abrazaba emocionado a Isaac ben Yehudá Abravanel—. Pasa, por favor. Mi humilde casa se siente muy honrada con tu visita.

—Querido Salomón, cuánto me alegro de verte —respondió Abravanel, que correspondió con afecto al abrazo de su viejo amigo.

—Nos hemos acordado mucho de ti. Sabemos que fuiste a ver a los reyes y que les imploraste que derogaran el decreto, pero sus oídos estaban sordos y sus corazones, helados.

—Así fue, querido amigo. Mis palabras y mis ruegos no sirvieron para nada porque la decisión de seguir adelante con la expulsión estaba tomada desde hacía tiempo y esa rata repugnante de Torquemada se había encargado de atarlo todo bien fuerte para que nada fallase. Lo leí en los rostros de los reyes apenas entré en el salón de audiencias. Su negativa no dejaba ni un resquicio para la esperanza.

—Pero tú les has ayudado mucho, te deben multitud de favores.

—Así es, pero todo lo que he conseguido es que me permitan quedarme con una parte de mis bienes.

—¿Solo con una parte? —se extrañó el rabino.

—Sí, solo una parte. Tal vez los reyes y sus consejeros pensaron que dejármelo todo era demasiado para un judío. Debe de ser el pago por tantos años de servicio a sus órdenes y por tanto dinero como les he prestado. Gracias a mi dinero y al de otros judíos pudieron ganar la guerra de Granada; el pago que hemos recibido no ha podido ser más generoso… —comentó con ironía—. Lo pondré todo a disposición de quienes necesiten ayuda…, si ese maldito Torquemada no convence a los reyes de que debo irme sin nada.

El rabino escuchaba con interés las palabras de Abravanel, que calló unos instantes, pensativo.

—También me prometieron que si me quedaba y aceptaba el bautismo podría disponer de toda mi riqueza —reveló—; les respondí que mi lugar está junto a mi pueblo y que nada me haría renegar de mi fe… Nos espera un nuevo éxodo, amigo Salomón, y yo caminaré a tu lado, con los nuestros.

—Eres un hombre justo y noble, Isaac. Has elegido el camino más difícil para no dejar desamparado a nuestro pueblo; el Señor te lo recompensará.

—Eso no es todo, Salomón, hay algo más que debes saber. Abraham Seneor se queda —anunció Abravanel sin más preámbulo.

—¿Cómo que se queda? ¿Qué quieres decir? —preguntó desconcertado el rabino.

—Que va a abrazar el cristianismo. Ha aceptado bautizarse y los reyes serán los padrinos de su conversión.

—¿Abraham Seneor? ¿El rabino mayor de las aljamas de Sefarad se va a dejar bautizar? ¿Va a renunciar a su fe? ¿Se va a hacer cristiano? ¿Lo van a apadrinar los reyes?

Las preguntas brotaron de la boca del rabino como un torrente. Los ojos, desmesuradamente abiertos, declaraban el asombro que le había producido la inesperada revelación. Se sentó, se llevó las manos a la cabeza y comenzó a mesarse el cabello con nerviosismo mientras se lamentaba con pena. Abravanel se sentó junto a él y le pasó un brazo por los hombros.

—¿Por qué, Isaac? ¿Por qué nos está ocurriendo esto? ¿Qué maldición ha caído sobre nosotros? ¿Qué hemos hecho para que el Señor nos castigue de este modo?

—Tranquilízate, Salomón. Mi corazón también está lleno de dolor, pero no debemos desesperarnos. Tenemos que reservar nuestras fuerzas para ayudar a los muchos que nos van a necesitar.

—Pero, ¿por qué lo hace? Es el rabino mayor, todas las juderías de Sefarad se miran en él y lo respetan… Su ejemplo va a ser terrible, porque muchos lo imitarán…

—Seneor es un hombre anciano, Salomón —justificó Abravanel—, no le queda mucho tiempo de vida y debemos respetar su voluntad. El Señor es sabio y sabe por qué lo ha hecho.

—No puedo entenderlo, Isaac, no puedo entenderlo.

—Mi buen Salomón, el Señor nunca se equivoca y nosotros tenemos que aceptar sus decisiones, por muy grande que sea el dolor que nos causen… La conversión de Seneor no es el único problema, ni siquiera deberíamos considerarlo como tal ante la magnitud de los que nos aguardan, así que no podemos dejarnos abatir ni dedicarle más tiempo del preciso. Tenemos que ser fuertes si queremos que las heridas no acaben con nosotros.

Una fuerte racha de viento sopló en aquel instante; las hojas de los árboles del patio se agitaron con fuerza. A lo lejos, unas nubes negras se acercaban con sus enormes vientres cargados de agua. La tarde comenzó a oscurecerse y el viento arreció de nuevo, esta vez con más ímpetu. De pronto, un relámpago llenó el ambiente con una luz fría y, al poco, un imponente y prolongado trueno se dejó sentir. Una densa lluvia comenzó a caer. Las gruesas gotas rebotaban sobre la tierra del patio y sobre las hojas de los árboles y las plantas, que se estremecían con los continuados impactos. Algunas ramas se desgajaron y muchas hojas fueron arrancadas por la fuerza de la lluvia y el empuje del viento. La tarde se volvió oscura, como los presagios que enturbiaban el espíritu del rabino y de Isaac Abravanel.

La densa cortina de agua ocultaba los contornos de las colinas circundantes y las extensiones de las tierras de labor en las que ya empezaban a brotar los cultivos. Los silencios entre truenos eran cada vez más cortos y la luz de los relámpagos casi no permitía que la oscuridad que se había adueñado de la tarde se recuperase. Durante millones de años tormentas como aquellas habían domeñado el paisaje hasta convertir Toledo en lo que entonces era, una colina ceñida en su base por el gran brazo del río que discurría a sus pies por entre rocas milenarias.

En ese momento se abrió la puerta del patio y apareció Jacob. Atravesó deprisa el espacio que lo separaba de la casa y entró en la vivienda, completamente empapado.

—Padre, don Isaac… —dijo a modo de saludo y con la respiración agitada—. Vaya aguacero.

—Hijo, cómo vienes —respondió el rabino—. Sube y quítate esa ropa mojada. Y pídele a Miriam que traiga un vaso de buen vino para nuestro invitado.

La llegada de Jacob cambió el rumbo de la conversación. Los asuntos que ocupaban los pensamientos del rabino eran muchos, pero uno en particular, del que era responsable directo, llenaba buena parte de sus preocupaciones. Así se lo planteó a Abravanel.

—Isaac, es necesario poner a salvo el tesoro —dijo—. Si cae en poder de los cristianos, todo se habrá perdido y el esfuerzo de tantas generaciones para mantenerlo a salvo habrá sido inútil. El Señor ha querido que llegue hasta nosotros y nuestra obligación es protegerlo.

—Es verdad. Onías y Shemuel, benditos sean sus nombres, lo salvaron cuando el Templo de Jerusalén fue destruido por las tropas de Tito Flavio y allá volverá cuando el Señor lo quiera —respondió Abravanel—. Algún día nuestro pueblo lo reconstruirá y el tercer Templo proclamará la gloria del Señor, aunque mucho me temo que nosotros no tendremos la dicha de contemplarlo.

—Nuestra responsabilidad es grande, Isaac. El Señor nos ha encomendado la misión de preservarlo para que los hijos de nuestros hijos lo devuelvan al nuevo Templo.

Jacob y Miriam entraron en ese momento. Ella llevaba una bandeja con vasos, una jarra llena de vino y otra con agua de limón endulzada con miel. Jacob traía otra bandeja con una hogaza de pan, un gran trozo de queso y varios cuencos de barro llenos de higos secos, aceitunas y dátiles. Miriam dejó la bandeja sobre la mesa e hizo intención de marcharse, pero su suegro le pidió que no se fuera.

—Quédate, hija —le dijo—, también tú formas parte de la Hermandad y tienes derecho a conocer lo que vamos a hablar. La desgracia se cierne sobre todos, hombres y mujeres, y todos hemos de contribuir como podamos.

Miriam asintió en silencio. Llenó tres vasos de vino, uno para Abravanel, otro para su suegro y un tercero para su esposo; ella se sirvió un vaso de agua de limón y se sentó junto a Jacob.

—Dime, hijo, ¿has podido hablar con todos? —preguntó el rabino.

—Sí, padre, y les he pedido que mañana a mediodía vengan aquí, como me dijiste. Todos me han respondido que así lo harán.

—Como no sabía que ibas a venir, me he permitido llamar a cuantos están en el secreto —le dijo el rabino a Abravanel—. Estudiaremos el modo de sacar de Toldoth[17] el tesoro, cuanto antes y con el menor riesgo. Tu consejo y tu ayuda nos serán muy útiles.

—Imaginaba que harías algo así y por eso he venido en cuanto he podido. Me han acompañado dos buenos amigos, pero antes de invitarlos a la reunión de mañana me gustaría conocer tu opinión.

—¿Saben algo?

—No, no saben nada. He querido esperar a hablar antes contigo. Pueden sernos muy útiles. Son jóvenes y fuertes, muy temerosos del Señor, y en esta empresa vamos a necesitar gente muy entregada.

—Isaac, no podemos permitirnos el menor error, así que tengo que preguntarte que si tú respondes por ellos.

—Sí, respondo por ellos —contestó Abravanel sin vacilar—. Son de Jerez, donde tenían campos de labor arrendados a pequeños agricultores cristianos, de los que recibían una renta anual según fuesen las cosechas. Estuvieron conmigo en Granada y después de mi… visita a los reyes se ofrecieron para ayudarme en lo que fuese preciso.

—Entonces…, es gente rica —apuntó Jacob.

—Era gente rica —corrigió Abravanel—, pero ahora ya no lo son. Han preferido vender sus propiedades a sus arrendados por unas cantidades casi simbólicas para evitar que los poderosos se hicieran con ellas por una miseria. Como saben que los reyes me han permitido llevarme parte de mis bienes, han puesto a mi disposición el dinero que han obtenido en la venta para que lo emplee en ayudar a nuestro pueblo. Ese dinero nos va a hacer mucha falta hasta que nos vayamos. Habrá que contratar barcos para el transporte de la gente y comprar algunas voluntades para protegernos de abusos y desmanes, que los habrá, tenlo por seguro.

—Perdona mi suspicacia y mi insistencia, Isaac, pero después de lo que me has contado de Abraham Seneor debes entender que tenga cierto recelo. ¿Estás seguro de que no va a ocurrir lo mismo?

Jacob miró alternativamente a su padre y a Abravanel al oír la alusión a Abraham Seneor. Fue a preguntar, pero el rabino le hizo un gesto con la mano para que esperase.

—Estoy completamente seguro, Salomón. Conocí a sus padres y los conozco a ellos; su fe es fuerte como el roble. Puedes estar tranquilo. Además, ya han vendido sus tierras, no pueden dar marcha atrás.

—¿Qué ocurre con don Abraham? —preguntó Jacob.

El rabino miró a su hijo, que leyó en sus ojos que algo no iba bien.

—¿Qué ocurre, padre? ¿Qué sucede con don Abraham? —volvió a preguntar.

—Abraham Seneor se va a convertir al cristianismo. Los reyes van a ser sus padrinos de bautismo —respondió el rabino.

Se hizo un gran silencio. En medio de aquel súbito mutismo la fuerza de la lluvia se dejó oír con más fuerza, como si hubiese cobrado un repentino vigor. Miriam cogió la mano de su esposo y la apretó con energía, sorprendida y asustada a la vez por lo que su suegro acababa de decir. A ninguno se le escapaba la trascendencia de ese acontecimiento; el hecho de que el rabino mayor de las aljamas abjurase de su fe para pasar a engrosar las filas de los conversos sería esgrimido por la Iglesia como un arma contra aquellos judíos que se negasen a recibir el bautismo. La Inquisición, con Torquemada al frente, no dudaría en utilizar la conversión de Seneor como un ariete para quebrar la resistencia de los judíos más temerosos y embaucarlos con la promisión de una iglesia salvadora que los acogería en su seno como a hijos verdaderos, como había hecho con el rabino mayor, cuyo ejemplo, sin duda, sería seguido por muchos.

—¡No puede ser, padre! —exclamó de pronto Jacob—. Don Abraham no puede hacer eso, tiene que tratarse de una falsa noticia, de una calumnia inventada por Torquemada y toda la despreciable hez que hay a su alrededor.

—No, Jacob, no es ninguna noticia falsa, es cierto —confirmó Abravanel—. Me lo ha dicho el propio Seneor y no tengo razones para pensar que me ha mentido. Y no será el único de su familia que se bautice, también lo va a hacer su yerno, Mayr Melamed. Incluso ya les han elegido el nombre a ambos… Abraham Seneor dejará de llamarse así para convertirse en Fernán Núñez Coronel; Mayr será conocido como Fernán Pérez Coronel… Sí, Jacob, perderán hasta sus nombres, ellos y sus familias…, pero ignoro si en su interior dejarán de ser judíos.

—Pero, pero… —titubeó Jacob—, eso es terrible; don Abraham es el rabino mayor, ¿qué va a pensar nuestra gente cuando lo sepa?

—Y lo sabrán antes de lo que nos imaginamos, porque Torquemada y sus perros de presa se encargarán de airearlo por todas partes —admitió Abravanel—, pero no podemos ceder, no es momento para las quejas sino para actuar, porque el tiempo corre en nuestra contra y no podemos permitirnos el lujo de flaquear. El bautismo de Seneor es el menor de nuestros problemas, tenemos cosas más importantes en las que pensar.

En ese momento sonó un enorme trueno, como si la tormenta quisiera rubricar las últimas palabras de Abravanel. La puerta que daba al patio se abrió con violencia; una racha de viento entró en la vivienda y apagó algunas velas. Jacob se levantó rápido y fue a cerrar la puerta.

—Parece que el temporal arrecia —comentó el rabino—. Creo que esta noche deberías quedarte aquí, Isaac. No hace tiempo para andar por la calle.

—Te lo agradezco, Salomón, pero me esperan en otra parte y no puedo dejar de ir, aunque antes de marcharme quiero comentar contigo el plan que he ideado para sacar el tesoro con poco peligro y llevarlo a un sitio seguro.

—También yo he pensado en eso y creo que conozco el lugar adecuado para esconderlo.

—Y yo el modo de llegar, esté donde esté, así que pongámonos a trabajar. Esto es lo que haremos. Dentro de unos días llegará a Toldoth…