Capítulo XXIX
HABÍA PASADO UNA SEMANA. Sentados a una mesa, en uno de los restaurantes alineados frente al mar, a lo largo de la Promenada des Etats-Unis, en Niza, Wilberforce, Hartley y Marie cenaban juntos. Hartley estaba hablando.
—¿Entonces, Wilberforce? Llevas siete días prometiéndonos la historia. ¿Cómo llegaste a rescatarnos en el momento preciso?
Wilberforce rio, alegremente.
—Muy bien, les contaré, pero no fue ningún milagro. La explicación es breve. Uno de nuestros hombres, allá en los Estados Unidos, vio que Morgan era seguido por un agente de Van Hoffmann. Obviamente, Van Hoffmann estaba interesado en Morgan, así que nosotros nos interesamos también. Yo recibí el encargo de seguirlo.
»Cuando descubrí que Morgan tenía otros dos perseguidores, empecé a investigar, y no me tomó mucho tiempo descubrir que usted, mademoiselle Arnaud, y tú, Hartley, también se interesaban por mi compatriota. Puse a un subalterno a vigilar a Morgan, y me dediqué a seguirte a ti.
—¡No es cierto!
—Sí lo es, hijo mío; tú me habías ayudado una vez, y quería pagarte el favor.
—Y bien que me lo pagaste.
—Fue fácil. Continué siguiéndote hasta la noche en que trepaste por el acantilado de la Villa Bella Vista. Fui tras de ti, y vi cómo Van Hoffmann te capturaba. Sabiendo que eso no presagiaba nada bueno, corrí por unos policías… y ¡voilá!
—Uno de estos días intentaré expresarte mi agradecimiento, pero, mientras tanto…
—No lo intentes. Es innecesario.
—Gracias. —Hartley extendió su diestra, y Wilberforce la estrechó con fuerza—. Y ahora —preguntó luego el joven—, ¿qué hay de Stratinoff?
El rostro de Wilberforce adquirió una expresión seria.
—Murió esta mañana; pobre amigo. Una de las balas le dio en el pecho. Los doctores dicen que hubieran podido salvarlo si no hubiese estado en tan lastimosa condición.
»Quizá todo sea para bien, porque con su muerte, el plan de que me hablaste, Hartley, se invalida por completo; ya no habrá ninguna rebelión monárquica. Hartley meneó la cabeza.
—No. ¿Y Van Hoffmann?
Wilberforce rio, con amargura.
—Logró escaparse; seguramente a estas horas está preparando una nueva hazaña. Pero ahora —miró su reloj pulsera; luego, con malicia, volvió sus pupilas hacia Hartley y Marie— debo irme —concentró su atención en la muchacha—. Hartley me dijo que deseaba hablar con usted.
Se alejó rápidamente, antes de que los otros pudieran decir algo.
Esquivando los ojos de Hartley, Marie preguntó, con aparente despreocupación:
—¿Qué quiso decir?
—Yo…, yo nunca le dije nada —tartamudeó Hartley. Luego, su rostro se iluminó—. Pero, de todos modos, tengo que hablarte. Marie, ¿quieres casarte conmigo?
Poco tiempo después, un veloz automóvil regresaba de Niza a Montecarlo por la Moyenne Corniche.
—¿De veras vas a abandonar este asunto del espionaje, Marie? —preguntó Hartley, tiernamente.
—Sí —murmuró ella, con voz suave.
—¿Por qué te metiste a él, en primer lugar? —preguntó él.
—¿No te has dado cuenta todavía?
Hartley negó con la cabeza.
—No del todo.
—No debo darte detalles, Hartley, porque la labor seguirá adelante, pero el caso es que organicé una sociedad secreta de espías, por así llamarlos, cuyo propósito primordial es descubrir secretos internacionales relativos a cualquier invención que pueda ser usada con fines bélicos, para distribuirlos entre todas las potencias mundiales.
—Lo sé. Pero ¿por qué razón?
—Porqué, como ya te he explicado, mi opinión es que no habrá otra guerra si ninguna nación se fortalece al grado de amenazar a las otras naciones. La envidia es una de las causas de la guerra. Nuestra sociedad secreta cuenta con el apoyo de prominentes personajes internacionales, tanto políticos como clérigos y artistas, gente de buena fe que está dispuesta a hacer cualquier cosa para que el mundo no sufra nuevamente los horrores de la guerra.
—¿Por esa razón has descubierto tantos secretos?
—Sí.
—Con razón mi tío te dice «Mystery». Pero ahora, «Mystery», dime, ¿cuál es tu verdadero nombre?
Ella pareció asombrarse.
—Pero si lo sabes, Hartley.
—Te conozco como «Mystery», te conozco cómo mademoiselle Marie Arnaud. Ahora que ya no eres, por lo menos para mí, «Mystery», no puedo decirte así, y, ¿de qué sirve que te diga Marie Arnaud, si sé que no eres Marie Arnaud?
—Pero sí lo soy, tonto.
—¿Eres Marie Arnaud?
—Sí.
—Pero ¿cómo puede ser? —preguntó él, desconcertado—. Cuando estabas en Nueva York, Marie Arnaud estaba en un hospital londinense, recuperándose de un accidente.
Ella rio, alegremente.
—Los nombres no son como las huellas digitales.
Hartley. Puede haber más de una Marie Arnaud en el mundo.
—¿Quieres decir que eres otra Marie Arnaud, no la hija del embajador francés en Londres?
—Exacto. Es más, soy su prima hermana.
—¡Oh! Conque eso era.
—Y te diré otro secreto, Hartley, pero no lo divulgues. Marie simpatiza con nuestra sociedad secreta, y algunos de los secretos que he descubierto me los ha revelado ella.
Durante varios cientos de metros, Hartley meditó sobre lo que acababa de oír. De repente, recordó otra cosa.
—¡Ah! Pequeña bruja, sabía que tenía algo que aclarar contigo. ¿Por qué te portaste tan mal conmigo aquella Moche en el Casino de Montecarlo?
Marie volvió a reír.
—Ésa no era yo, era mi prima. Sabes, nos parecemos mucho, aunque si alguien nos ve juntas nota inmediatamente la diferencia.
Hartley rio a su vez.
—Con razón se ofendió. Ah, bueno. Me pregunto qué dirá mi tío al saber que voy a casarme con «Mystery».
Ella permaneció en silencio. Tras un rato, Hartley la miró, intrigado.
—¿Qué ocurre, Marie?
—Estaba pensando —dijo ella, calmadamente.
—¿Y qué pensabas?
—Que llevamos una hora comprometidos y aún no me has besado.
Después, ya no tuvo tiempo de pensar.
FIN