Capítulo I
—ERES UN VERDADERO ASNO.
—Sí, tío.
—Y no sólo eso; eres un perfecto idiota, un cabeza hueca, un mentecato afeminado.
—Sí, tío.
—Eres atolondrado, ocioso, inútil. Puedes gastar dinero sin provecho alguno más rápido que cualquiera otra persona, real o imaginaria. Conoces probablemente a todas las coristas de la ciudad. Te vistes como maniquí, sin originalidad alguna.
»Eres de lo más moderado en todo lo que haces: fumas poco, dices pocas palabrotas, bebes poco; hasta las mujeres con que te he visto son pocas. Bueno; después de esta descripción, ¿qué piensas de ti mismo?
Hartley sonrió con amabilidad.
—Que soy digno sobrino de mi tío.
El comandante Witham lanzó un bufido.
—Justamente la clase de respuesta tonta que esperaba de ti. Dime, ¿hay alguien en todo el mundo que no sepa la clase de bicho que eres?
—Si acaso lo hay —repuso el sobrino, alzándose de hombros—, no tardaría en darse cuenta. Baje la voz, tío, el ruido es ensordecedor.
—¡No me importa! Quiero que todo el mundo sepa lo que pienso de ti. No me harás callar tú, mocoso insolente. El caso es que toda la gente que te conoce o ha oído hablar de ti piensa que eres un reverendo imbécil; ¿estás de acuerdo, o no?
—Lo que usted dice es la pura verdad, aunque expuesta en forma poco diplomática.
—En ese caso —el comandante Witham bajó de pronto la voz—, eres exactamente el hombre que necesito. Tengo una misión para ti.
Hartley Witham miró a su tío con sonriente extrañeza. El repentino cambio de actitud le hizo abandonar su plácida condescendencia.
—¡Qué diablos…! —empezó, pero no pudo decir nada más, porque, tras breve pausa, el comandante volvió a hablar.
—Escúchame, Hartley. Escúchame unos momentos. No me interrumpas. Tú y yo tenemos la misma sangre en las venas. Venimos de los mismos antepasados; tus abuelos fueron mis padres.
»Tu madre, pobrecita, era demasiado buena para vivir en este mundo. Era un ángel, llena de pureza e inocencia. Murió al darte a luz. Tú, por mala suerte, heredaste algo de su dulzura; y lo que en una mujer es la más maravillosa de las características, en un hombre es debilidad.
»Tu padre, con el corazón destrozado, se dedicó en cuerpo y alma a ganar dinero: aquí intervino de nuevo tu mala suerte. Durante los diez años siguientes, amasó una fortuna; luego, murió sin tener oportunidad de gastarla; y como buen tonto, te la dejó para que hicieras con ella lo que desearas. No es de extrañarse que hayas salido como saliste: tu madre te heredó dulzura; tu padre, dinero. Dos buenos ingredientes que dieron como resultado un tipo sin oficio ni beneficio.
—Tío…
—Te dije que no me interrumpieras. Déjame terminar. Te he dicho muchas verdades dolorosas, pero ahora voy a revelarte un pequeño secreto mío.
»He esperado… He dejado que hicieras cuanto se te vino en gana, pero ahora tienes que cambiar.
El comandante Witham hizo una pausa para encender un enorme puro. Hartley lo observó alelado, tratando de poner en orden sus pensamientos. ¿Qué había pasado con el tío escandaloso y regañón que conocía desde sus primeros años? Se había ido; había desaparecido como la flama de una cerilla.
Era difícil reconciliar al antiguo comandante Witham con el hombre alerta en que se había transformado. Su voz era completamente distinta: baja y sibilante. Sus ojos eran astutos y brillantes; su porte erguido y marcial.
Hartley se dio cuenta de que el comandante había vuelto a tomar la palabra.
—Quizá yo tenga en parte la culpa de que tengas la reputación que tienes. En vez de intentar cambiarla, he echado leña al fuego. ¿Te preguntas acaso por qué lo hice? La verdad, no lo sé bien; fue por instinto, creo. Sentí que llegaría la ocasión de aprovechar tus defectos.
»Al notar en tu adolescencia el camino que deseabas tomar, te dejé seguir por él; sólo me preocupé por qué no descuidaras demasiado tus estudios… Todo eso pertenece al pasado. Volvamos al presente.
»Tú no sabes a qué me dedico, ¿verdad, Hartley? ¡Ahí, veo que te sorprendes! Tenías la impresión de que era un ocioso como tú, ¿verdad? Siempre pensaste que no hacía nada. Te equivocabas.
»Cuando me retiré del ejército, no lo hice con la intención de dormirme en mis laureles. Nada de eso. Me retiré porque me ofrecieron un importante puesto, el cual desempeño hoy día. Escucha, Hartley: soy el jefe del «Servicio Secreto Británico».
Hubo un dramático silencio. «¡Tío Jim, jefe del Servicio Secreto!». No, imposible, era una broma, un chiste pesado. El rostro de Hartley expresó sus pensamientos y el comandante negó con la cabeza.
—Es la verdad, Hartley.
Poco a poco, Hartley se dio cuenta de que su tío hablaba en serio, y sintió una rara inquietud. Todas sus ideas anteriores caían por tierra, hechas pedazos.
—No me extraña que no quieras creerme —rio el comandante Witham—. Hasta ahora has creído que yo no era más que un señor gritón, bueno en el fondo, pero un poco…, bueno, ya sabes. ¿No es cierto? Me alegro que pensaras eso; es lo que yo quería que creyeras. Durante muchos años he llevado una vida de engaño; todo el tiempo he estado actuando.
»Tú estuviste en la guerra de 1914, «la guerra para acabar con las guerras». ¡Bah! Qué tontería. Dios sabe que si de los ingleses dependiera, habría paz eterna, pero el testo de Europa es un hervidero de intrigas, y hoy más que nunca. Cuando el armisticio se firmó, el gobierno británico creyó que la paz estaba realmente asegurada. Pocos días después, un espía desembarcó en nuestras costas. Lo mandaba una de nuestras naciones aliadas; por el momento, no importa cuál.
»Las autoridades sufrieron una desagradable sorpresa. Desde ese día, supieron que la paz permanente no es sino una quimera, un hermoso sueño. Aceptando con tristeza este hecho, tuvieron que mantener en funciones su servicio de espionaje, y yo tuve el honor de ser nombrado su jefe secreto.
»Voy a hacerte una confidencia: hay más espías ahora que antes de la guerra. Como es natural, la mayoría se preocupan de la aviación. Es el departamento en que más progresos se esperan, de modo que espías de todas las naciones zumban alrededor de nuestros aeropuertos como moscas rondando la miel.
»Por supuesto, nosotros estamos al día. Nuestros agentes trabajan en todos los países extranjeros; si llega a haber otra guerra, la nación con menos espías será la que más sufra.
»En los viejos días (antes de la primera guerra mundial), a pesar de lo que se dice, Alemania tenía un sistema de espionaje muy deficiente; el más débil, quizá, de todas las potencias que participaron en la guerra. No es exagerado decir que esta desventaja contribuyó grandemente a su derrota. Yo en lo personal creo (y no soy el único) que hasta el último momento Alemania pensó que Inglaterra se mantendría al margen de la contienda; así de mal funcionaban sus espías.
»Ha aprendido la lección: los actuales espías alemanes son infinitamente astutos. Francia, Italia, Rusia…, todo el mundo tiene espías aquí. No los culpo; sólo trato de contrarrestarlos lo mejor posible, y de pagarles en la misma moneda. Es una amistosa competencia de ingenios, excepto para los espías atrapados.
»Perdona esta larga explicación, Hartley, pero ya voy llegando al grano. Dije que hoy día hay más espías que nunca, pero debes comprender que este espionaje no se limita a las tres fuerzas en discordia, sino que abarca los secretos diplomáticos, y más aún, el comercio interior y exterior. Sin embargo, hay un espía que sobresale por encima de todos. Y ese espía es una mujer.
—¡Una mujer! —exclamó el atónito Hartley.
—No te sorprendas tanto, Hartley. Cada día hay más elementos femeninos en las labores de espionaje. Pero continuemos. Nosotros le hemos dado a esa mujer el nombre, o, mejor dicho, el sobrenombre, de «Mystery».
»¡Mystery! Parece un melodrama policiaco, ya sé, pero, como pronto verás, el nombre es completamente adecuado.
»Haciendo a un lado los muchos misterios que la rodean, hay un dato extraño y extraordinario. «Mystery», hasta donde he podido averiguar, no trabaja para ningún país en especial, sino para cualquiera, quizá para el que le paga mejor. En otras palabras, trabaja en forma independiente. ¡Qué te parece, Hartley: un agente secreto independiente!
»¿Quién es, qué es, cuántos años tiene, cuál es su nacionalidad? Todas estas preguntas deben responderse antes de que podamos poner coto a sus actividades. He aquí, en pocas palabras, por qué le hemos puesto «Mystery». Para nosotros (y no hablo sólo de la Oficina de Asuntos Extranjeros, sino también de nuestro propio servicio secreto) sigue siendo tan misteriosa como el primer día que se cruzó en nuestro camino.
»Ignoramos si trabaja sola o si tiene secuaces. Por regla general, los espías no trabajan en equipo, pero en este caso, algunos de sus planes han sido tan maravillosos que parece increíble que ella sola los haya llevado a cabo.
»Pero, por otra parte, nunca ha dejado el menor rastro, y es dudoso que una banda de dos, tres o cuatro personas pueda ocultar tan bien sus huellas.
—¿Cómo saben que se trata de una mujer? —interrumpió Hartley.
—No lo sabemos a ciencia cierta, pero tenemos razones para suponerlo. Hace algún tiempo, hubo un brillante golpe de espionaje conectado con un nuevo gas venenoso. El inventor vivía en un pequeño pueblecito del condado de Kent. Estuvo experimentando durante años, y un día recibimos una carta donde nos notificaba haber descubierto un nuevo gas. Nuestros hombres fueron al pueblo con varios expertos, realizaron las pruebas de rigor y decidieron que valía la pena comprar la fórmula.
»Estábamos a punto de hacerlo cuando nuestros agentes en París, Bruselas y Berlín reportaron que los tres gobiernos estaban realizando experimentos con el mismo gas. Acusamos al inventor de traición múltiple, pero él negó tenazmente todos los cargos, insistiendo en que alguien le había robado la fórmula.
»Para probar su buena fe, regaló la fórmula al gobierno y no quiso aceptar un solo centavo, pero rehusó contestar una sola pregunta.
»Lo vigilamos día y noche, pero sin ningún resultado, hasta que uno de nuestros agentes lo oyó hablar dormido, y por algunas palabras sueltas dedujo que el inventor había tenido una aventura sin importancia con cierta mujer, y que sospechaba de ella como la ladrona.
El comandante calló y se alzó de hombros.
—Esas son, prácticamente, todas las pistas que tenemos.
Hartley frunció el ceño.
—Sí; pero supongo que debe haber más razones para sospechar que esa mujer, la tal «Mystery», tuvo que ver en posteriores acontecimientos de índole semejante, ¿no es así?
El comandante Witham meneó la cabeza.
—No hay evidencia concreta a este respecto, pero estamos convencidos de que en algún lugar de Europa hay una mujer que tiene en jaque no sólo a nuestro gobierno, sino a muchos más. No hay secreto que no sea capaz de averiguar. Se desliza de un lado a otro como sombra intangible, que nadie puede apresar, y vende los secretos vitales de una nación a las naciones vecinas.
»Nuestros hombres se han esforzado al máximo por descubrir una pista, pero sin el menor éxito. «Mystery» es una incógnita completa, fugaz como el mercurio, evasiva como una anguila. No creas que somos los únicos en perseguirla. Los franceses tienen a siete de sus mejores agentes en pos de ella, y los espías alemanes la buscan sin cesar.
De pronto, el comandante Witham calló.
—¿No te has aburrido de escuchar?
—Prosiga, tío —repuso Hartley con tono impaciente.
El comandante sonrió en forma sombría. Había un extraño brillo en su mirada.
—Supongo que tendrás curiosidad por saber adónde va todo esto. Pronto lo verás.
»Desde hace unos meses, hay pláticas entre Inglaterra y los Estados Unidos, cuyo objeto es, creo sinceramente, el tratado más maravilloso de la historia mundial: una alianza ofensiva y defensiva entre ambas potencias. Imagínate nada más, Hartley. Si tal alianza llega a celebrarse, las naciones de habla inglesa serían una especie de policía mundial. No habría más guerras, porque entre los Estados Unidos y el Imperio Británico controlaríamos todo el dinero del mundo, y además, tendríamos preponderancia naval.
»¡Las naciones de habla inglesa, aliadas en pro de la paz mundial! Podrían ser jueces imparciales en cualquier querella internacional, y su fallo sería apoyado, en caso necesario, por fuerzas armadas que apoyaran a la nación atacada.
»¿Qué país en sus cinco sentidos se lanzaría a pelear contra los Estados Unidos y el Imperio Británico sin contar a la nación que originalmente agredió?
—¿Y si los Estados Unidos y el Imperio llegan a pelear entre sí? —Hartley no pudo reprimir la pregunta.
—Sería muy difícil que eso ocurriera. Cuando dos amigos tienen una diferencia, la arreglan pacíficamente.
»Pero esto no viene al caso. No sé nada del tratado propuesto, pero, indudablemente, se han previsto todas las posibles dificultades. Lo que me interesa más es que fuentes de confianza nos informan que «Mystery» sabe lo de la alianza y se dispone a obtener copias de todos los documentos relativos a ella.
»Bajo circunstancias normales, no sería difícil impedir tal cosa, pero desafortunadamente hay un eslabón débil, y por lo que sabemos de ella, «Mystery» no tardará en hallarlo.
”Por razones que no es necesario enumerar, la próxima conversación sobre la alianza tendrá lugar en París, y hay que enviar allí ciertos papeles antes del miércoles entrante.
»Son papeles de vital importancia. La fuerza de nuestro ejército, de nuestra marina y nuestra aviación; nuestras reservas monetarias; las opiniones de nuestras colonias; nuestro programa de armamento. Sin estos datos nuestros representantes no pueden realizar pláticas.
»Y ahora te aclararé todo: tú, Hartley, eres el hombre que he escogido para que lleve esos documentos a París.
Hubo un silencio absoluto, roto sólo por el grave sonido del reloj que estaba sobre la chimenea.
El comandante Witham miró tensamente a su sobrino. En un desesperado azar había apostado su reputación, su carrera, el futuro de su patria. ¿Y si su instinto le fallaba? ¿Hacía bien en confiar en Hartley? ¿Era éste un hombre de verdad, o sólo el tonto que aparentaba ser? ¿Sabría guardar el secreto, o se pondría nervioso y lo traicionaría?
El momento era grave y decisivo. La boca del comandante Witham estaba seca y salada; sus nervios vibraban y su corazón palpitaba con ansiedad.
Mientras tanto, Hartley meditaba acerca de lo que acababa de oír. Nadie mejor que él sabía que, desde la guerra, su vida había sido completamente ociosa e inútil; nadie conocía con más claridad la reputación de que gozaba.
Sabía muy bien lo que sus amigos pensaban de él: que era un buen tipo, pero asustadizo y perezoso. No podía tomarles a mal esta opinión, ya que nunca les había dado motivo para pensar de otra manera. Le gustaba su vida ociosa; vegetaba saludable y feliz.
¿Por qué, entonces, su tío lo escogía para tan delicada misión? No pudo hallar respuesta alguna a esta pregunta, y la formuló en voz alta:
—¿Por qué me escogió a mí, tío? ¿Por qué no manda a uno de sus agentes, o a alguien de Scotland Yard, o de los emisarios reales?
—Porque tengo miedo de «Mystery». Es capaz de conocer a todos mis agentes. Los de Scotland Yard tampoco servirían; cualquiera puede reconocerlos a tres calles de distancia. Necesito un mensajero refinado, de aspecto inocente. A los emisarios reales los conoce también todo el mundo.
»Necesito una persona de confianza, que al mismo tiempo de la impresión de que nadie sería capaz de encomendarle documentos de tan vital importancia. ¿Quién puede merecerme más confianza que mi propio sobrino?
—¿Por qué no va usted en persona, tío?
—Por si alguien sospecha que pertenezco al Servicio Secreto.
—Pero ese alguien, ¿no sospecharía también de su sobrino?
El comandante bajó la vista.
—Perdona mi franqueza, Hartley, pero ¿quién en el mundo entero podría sospechar de…, de ti?
Hartley rio, y en su risa había un timbre de amargura.
—Ya veo —dijo—. Ya veo. Soy un idiota tan perfecto, como usted mismo ha dicho, que ni el espía más listo del universo sería capaz de creer que se me han confiado esos papeles.
—Lo siento, Hartley, pero…
Hartley levantó la mano.
—No se disculpe, tío. La verdad no peca, pero…
—¡No es la verdad!
Hartley alzó la vista.
—¿Qué quiere usted decir?
—Si yo creyera todo lo que se dice de ti, ¿te confiaría un secreto tan importante? El hecho de que lo haga debería demostrarte la fe que tengo en ti. ¿Aceptas la misión, Hartley? Hazlo por mí.
El joven no necesitó responder. Un firme apretón de manos selló el pacto. El comandante Witham se sintió seguro de que su sobrino haría lo mejor que pudiera. Faltaba ver hasta dónde llegaban sus capacidades.