Capítulo XXVII

MENOS DE CUARENTA Y OCHO horas después, cuatro automóviles salían de Montecarlo y subían por la Moyenne Carniche. Luego, se dirigieron rápidamente a Eze, y allí tomaron un camino secundario.

Los cuatro autos se detuvieron, y de ellos bajaron algunos hombres y una mujer: Marie Arnaud. Jules, alpinista y contrabandista, estaba allí también.

—Ahora tú das las órdenes, Jules —declaró Marie.

—Muy bien, mademoiselle —el hombre se quitó respetuosamente su viejo sombrero—. Como usted me dijo, examiné el terreno hoy, y creo que podremos llegar a la Villa Bella Vista. Venga, mademoiselle, yo iré adelante. Pero dígales a todos que bajo ninguna circunstancia deben hacer el menor ruido.

El anciano, increíblemente fuerte y ágil para su edad, echó a andar por una vereda. Los demás lo siguieron. Recorrieron casi un kilómetro de terreno escabroso; los hombres tropezaron varias veces y hubieran maldecido de no ser por las órdenes de permanecer en silencio.

—Finalmente, Jules se detuvo, y en voz baja y suave, se dirigió a «Mystery»:

—Mire, mademoiselle; justo a nuestros pies está la Moyenne Corniche. Sobre nuestras cabezas está la Villa Bella Vista. Dígale a sus hombres que se aten fuerte el uno al otro.

Los hombres sacaron fuertes cuerdas y pronto todos estuvieron atados a la cintura de sus compañeros. Jules era el primero de la cadena; seguía Hartley, y tras él venía «Mystery».

—¿Empezamos ya, mademoiselle? —preguntó Jules.

Ella asintió.

—Si.

—¿Está nerviosa, mademoiselle?

—Sí, pero no tengo miedo.

—¡Bien! Me gusta su valentía.

Para todos, excepto Jules, los próximos sesenta minutos formaron una hora de pesadilla, de miedo y terror, de resbalones y dedos raspados. Mientras más ascendían, lenta y cuidadosamente, más conciencia cobraban del espacio infinito que parecía rodearlos por arriba, por abajo, a la derecha y a la izquierda. Un resbalón y caerían: veinte, treinta, cuarenta metros, para despedazarse contra las rocas. Bajo sus pies, sobre sus cabezas, las piedras se desprendían y rodaban hacia abajo, despertando aterradores ecos.

A pesar de todo, sin embargo, el ascenso no fue tan difícil como Hartley había temido. Tras los primeros diez minutos, Jules halló una especie de vereda primitiva. Hartley pensó que quizá, en tiempos remotos, la villa había sido una fortaleza, y esta vereda ya casi inexistente era, probablemente, un camino secreto para llegar a ella.

Por fin alcanzaron lo que, en la obscuridad, parecía ser una amplia comisa, y acercando su boca al oído de Hartley, Jules susurró:

—Los terrenos de la villa están a unos metros de nuestras cabezas, monsieur. Enfrente hay escaleras. Atraviesan un túnel de medio kilómetro que desemboca en un macizo de arbustos. He cumplido mi misión, monsieur; ¿cuáles son sus instrucciones?

Acercándose a Marie, Hartley repitió el mensaje de Jules.

—Dile a Jules que espere aquí —ordenó ella—. Los demás subiremos por el túnel hasta la villa. Habla con Jules mientras yo comunico las instrucciones a los demás.

Las instrucciones pasaron de boca en boca mientras los hombres se liberaban de la cuerda. Por fin, todos estuvieron listos, cogidos de la mano.

—Guíame a la escalera, Jules —pidió Hartley.

—Sí, monsieur —replicó el montañés, tomándolo de la mano.

Avanzaron unos cientos de metros y se detuvieron.

—Aquí está la escalera. Toque, monsieur.

Jules guio su mano, y Hartley palpó los escalones que tenían que ascender. Sacando de su bolsillo un reloj con carátula luminosa, vio que debían esperar todavía un cuarto de hora antes de iniciar el camino: el éxito del ataque verdadero dependía del elemento tiempo.

Al enterarse de esto los hombres, se relajaron; sabiendo que tenían quince minutos de descanso, olvidaron su nerviosismo. Las manos rígidas, listas para desenfundar revólveres, se doblaron plácidamente.

Los minutos pasaron despacio, como arrastrándose. La espera resultaba aún peor por el hecho de que no podían conversar. Acaso el único feliz era Hartley, que tenía a Marie junto a sí y podía oler su dulce fragancia, ese aroma inolvidable que recordaba un jardín, y que tan importante parte había jugado en la lucha entre ambos.

Pero ahora esa lucha había acabado: eran aliados. Eran más que eso, pues ahora Hartley sabía que ella lo amaba tanto como él a ella. Ansiaba abrazarla y besar sus provocativos labios, pero no era hora de romances; eso vendría después, cuando hubiesen rescatado a Stratinoff.

Por fin llegó la hora cero. Con un leve siseo, Hartley alertó a sus hombres, que una vez más se pusieron rígidos y cautelosos.

Guiando al grupo, el joven subió por las escaleras, toscamente labradas en la roca, hasta que su cabeza chocó contra algo. Entonces empujó. La puerta resistió al principio, pero Hartley aplicó más presión. La salida se abrió, y Hartley vio sobre su cabeza las brillantes estrellas y el cielo obscuro.

Cautelosamente, subió los últimos escalones. Alrededor de sí, podía sentir, más que ver, los espesos arbustos que ocultaban la entrada secreta de la Villa Bella Vista. Deteniéndose únicamente para ayudar a Marie a subir, comenzó a atravesar los arbustos.

Fue un camino lento y trabajoso; finalmente, se sintió al aire libre. La mano de Marie lo asía de la chaqueta. Hartley resopló con alivio y avanzó unos pasos.

Entonces, se sintió apresado por cuatro brazos. Incapaz de moverse, abrió la boca para gritar una advertencia, pero una quinta mano lo amordazó con un grueso pedazo de tela.