Capítulo XVI
—¡CON UN… DEMONIO!
El comandante Witham miró a su sobrino con expresión sorprendida y agraviada.
—¿Qué pasa, tío? —preguntó Hartley, amablemente—. ¿Se siente usted mal?
El comandante se frotó los ojos. Sentándose en la cama, se pasó una mano por el cabello y miró su pequeño reloj despertador.
—¡Siete y media! Bonita hora para venir a despertarme. Ningún ser civilizado está de pie a esta hora.
—Además, me rasuré.
El comandante Witham se frotó la barbilla.
—Yo también necesito una afeitada, ¿no crees?
—Fervientemente —confirmó Hartley.
—Bueno, en fin —el comandante suspiró con satisfacción—, dormí bien toda la noche, por una vez. Pero, dime ahora, querido muchacho, ¿qué significa esta visita?
Hartley escogió, la silla más cómoda de la habitación, y sentándose en ella, encendió un cigarro.
—Tío —dijo—, ¿ha oído usted alguna vez el nombre Van Hoffmann?
El comandante pareció sobresaltarse un poco.
—Es conocidísimo en nuestra profesión. Pero ¿por qué preguntas? ¿Te interesas en él?
—Más o menos, teniendo en cuenta que anoche trató de matarme.
—¡Buen Dios! —El comandante dio un salto—. ¿Bromeas, Hartley?
—Nunca he hablado más en serio.
—Pero ¿por qué te atacó Van Hoffmann? ¿Qué has hecho para cruzarte en su camino?
—Se lo diré dentro de un minuto, tío, pero antes quiero hacerle una o dos preguntas. ¿Ha oído alguna vez hablar de herr Cattelmann?
Tras pensar unos momentos, el comandante Witham meneó la cabeza.
—No —repuso.
—¿Y de Stratinoff?
—No.
Hartley se frotó pensativamente la barbilla.
—Qué curioso —dijo—. Esos dos caballeros, y otros tres cuyos nombres ignoro por él momento, fueron quienes robaron los planos del Reina Ana. Puedo darle todas las señas que tengo; acaso aún sea tiempo de recuperarlos.
El comandante achicó los ojos y miró astutamente a su sobrino.
—Veo que tienes algo importante que decirme, Hartley. Vamos al grano.
Acto seguido, y sin ocultar nada, Hartley describió sus aventuras y descubrimientos de los últimos días. Al terminar, lanzó a su tío una mirada interrogante.
El comandante suspiró.
—Sólo Dios sabe qué significa esto, Hartley. Nada más puedo decir dos cosas: primera, que tienes un extraordinario talento para meter las narices en lo que no te concierne, y segunda, que cuando el río suena, piedras lleva. El hecho de que tanto «Mystery» como Van Hoffmann estuvieran anoche en Norwood, es suficiente para convencerme de que es hora, de que el Servicio Secreto Británico preste más atención a los caballeros que mencionaste. ¿De qué crees que se trate su plan?
—¿No será una alianza, tío?
El comandante Witham sonrió.
—¿Una alianza entre Alemania y Francia?, ¿entre Alemania y los Estados Unidos? No lo creo, Hartley.
—O quizá estos cinco tipos sean, digamos, representantes comerciales de sus diversas naciones; ¿no intentarán, por ejemplo, establecer un monopolio petrolero mundial?
—Tu hipótesis es factible, Hartley, pero Van Hoffmann no se ocupa de asuntos comerciales. Prefiere negocios donde haya más dinero. Veo que te sorprendes, y no me extraña; se dice que el comercio produce ganancias fabulosas, y ciertamente, el capital de los grandes monopolios mundiales es colosal. Pero aun así, dudo que una empresa privada pueda permitirse pagar un cuarto de millón de libras solamente por un secreto; y ésa es la suma que el gobierno alemán le pagó a Van Hoffmann por los planos del nuevo submarino «Z».
Hubo una larga pausa, durante la cual ambos hombres se ocuparon de sus propios pensamientos. Finalmente, el silencio fue roto por el comandante Witham.
—Hartley, quiero darte las gracias por todo lo que has hecho; pero no sé ni qué decirte. Tu información puede resultamos de incalculable valor.
—No se preocupe, tío —interrumpió Hartley—. Los actos son más elocuentes que las palabras. Puede demostrarme su agradecimiento… —hizo una pausa.
—¿Sí? —urgió el comandante Witham.
—… nombrándome miembro oficial del Servicio Secreto Británico.
El tío suspiró levemente.
—Lo siento, Hartley, pero tal cosa es absolutamente imposible.
—¿Por qué? —inquirió Hartley, ruborizándose—. Supongo que no va a repetir sus viejas razones; he pasado por duras pruebas, y triunfado donde sus famosos agentes fracasaron.
—No creas que te menosprecio, Hartley —respondió, bondadosamente, el viejo—. Al contrario, si las circunstancias fuesen un poco diferentes, nada me gustaría más que contarte entre mis hombres.
—Entonces —interrumpió Hartley, con furia—, ¿por qué…?
—Un momento, muchacho, no te precipites. Tienes valor y astucia. Éstas son cualidades esenciales de un agente secreto. Pero hay también otro atributo de importancia primordial, y de ese careces: entrenamiento.
—Lo sé, pero…
—Pero nada. ¿Cuántos idiomas hablas?
Hartley se alzó de hombros con impaciencia.
—Sé bastante francés.
—¿Algún otro?
—Solamente latín —murmuró el joven.
—Ya ves, muchacho. A decir verdad, el francés te ayudaría, pero ¿cómo andas en trigonometría?
—¿Trigonometría? —Hartley alzó la vista con sorpresa.
—Sí —confirmó su tío—. Trigonometría, fotografía, construcción naval, dibujo. Éstas son sólo algunas de las materias que un agente secreto debe dominar. Además, debe ser muy buen lector de mapas, conocer todos los barcos existentes, todas las insignias de aeroplano. ¿Conoces algo de armas navales?, ¿sabes el sistema de señales con banderas?, ¿puedes decirme el nombre de todos los almirantes del mundo?
—Tiene razón, tío —musitó Hartley—, y, sin embargo…
Hizo una pausa y puso a trabajar su cerebro. Entonces, su espalda se irguió, sus ojos se abrillantaron y su rostro se volvió nuevamente hacia el comandante en un movimiento altivo.
—… sin embargo, tío, hay algo muy importante. Es verdad que no estoy al tanto de todos los temas que ha mencionado, y que en cualquier misión ordinaria resultaría completamente inútil. Pero en lo que se refiere a «Mystery» y a los cinco misteriosos conspiradores, ofrezco varias ventajas. Conozco a «Mystery». Conozco a esos cinco hombres; los he visto, los he oído hablar. Si llego a encontrarme con ellos, podré reconocerlos con facilidad. ¿Podría hacer eso cualquiera de sus agentes?
—Pues… no —confesó el comandante.
—Ande, tío —imploró Hartley—, deme una oportunidad. Deje que me haga cargo de este asunto. De todos modos —una leve sonrisa jugueteó sobre sus labios—, con o sin nombramiento de agente, pienso participar en el juego, así que le conviene más tenerme bajo control, ¿no le parece?
—Es que… —comenzó su tío.
Hartley vio que tenía casi ganada la discusión, e insistió:
—Ande; haga la prueba.
De pronto, el comandante sonrió.
—Muy bien, Hartley. Te daré una oportunidad.
—Gracias, tío.
La alegría de Hartley era ilimitada. No hallaba palabras para expresar su agradecimiento. Levantándose en silencio, se acercó a la cama y estrechó la mano de su tío. Entonces, su entusiasmo se tambaleó por un instante. Se dio cuenta de que ahora era, definitivamente un peón en el gran juego de ajedrez diplomático.