Capítulo X
—¡VAYA QUE ES usted rápido!
Al descender de la pasarela, Hartley sintió que alguien lo agarraba del brazo. Wilberforce estaba junto a él, conduciéndolo hacia un rincón discreto.
—Bueno, ya que está usted aquí, terminemos cuanto antes con los saludos. —Wilberforce sonrió y apretó la mano de Hartley—. Bien venido a la tierra de la libertad, al país de las barras y las estrellas, etcétera. Espero que le guste nuestro continente. No es mal sitio, una vez que uno se acostumbra a beber licor clandestino.
—Trataré de adaptarme —repuso Hartley—. También en Inglaterra tenemos una o dos leyes absurdas.
—¡Ya lo creo! Me di cuenta. Pero en fin, no vino usted aquí para que charláramos sobre los sistemas legales. Dígame, ¿cómo fue que llegó tan pronto?
—Gracias a la eficacia de las comunicaciones modernas, el cable de usted me llegó a la hora del desayuno. Tuve tiempo de sacar pasaje para el día siguiente.
—Magnífico. Los acontecimientos comienzan a moverse. Es bueno que esté usted aquí. La primera en ponerse en movimiento fue «Mystery». Me enteré de que iba a venir, y fue entonces cuando mandé el cablegrama.
—¿«Iba a venir»? Ya vino —dijo Hartley, calmadamente.
—¿Cómo diablos sabe usted eso? Mi gente ha estado vigilando todos los barcos. Ha de ser un error.
—No es ningún error, Wilberforce. Nuestra atractiva espía fue mi compañera de viaje.
—¡Por todos los infiernos! —Wilberforce se golpeó el muslo—. Eso significa que ella sabe que usted está aquí, ¿verdad?
Hartley sonrió levemente.
—Mucho me temo que sí.
Wilberforce maldijo. Luego, rugió:
—Eso es lo peor que pudo haber pasado. Hice miles de planes, pero todos dependían de una cosa: de que «Mystery» ignorara que nosotros estábamos al tanto de su venida. Ahora le será fácil burlarse de nosotros. ¡Maldita sea!
Hartley notó que sus noticias habían disgustado al otro.
—Venga conmigo a mi hotel y cuénteme toda la historia —sugirió.
Wilberforce asintió con la cabeza.
—Buena idea. Venga, haré que no lo entretengan mucho en la aduana.
Cumplió su palabra. Un saludo aquí, una frase allá, y el equipaje de Hartley fue eximido de revisión y enviado a su hotel.
Pocos minutos después, los dos hombres se hallaban cómodamente instalados frente a una ventana que miraba al gran Parque Central, y Wilberforce dio principio a su narración:
—Supongo que te preguntarás… Podemos tutearnos, ¿verdad? Es mucho más cómodo. —Hartley asintió—. Bueno, como decía, no dudo que te preguntarás por qué te hice venir. Te lo diré pronto, pero antes deseo hacerte una o dos preguntas. Eres un agente perfectamente libre, ¿no? Esto es, el gobierno británico no te impone ninguna obligación, ¿verdad?
—Ninguna en absoluto.
—¡Magnífico! Ahora bien, si te dijera que tengo más fe en ti que en mis propios compatriotas, ¿aceptarías ser temporalmente mi lugarteniente, ingresar en forma extraoficial al Servicio Secreto de los Estados Unidos?
—Pues… —Hartley titubeó.
—No respondas todavía. No creas que no comprendo todos los escrúpulos que surgen en tu interior. Sólo deseo tu ayuda para una cosa, para contrarrestar las maniobras de «Mystery». Eso es todo.
»Como ya te dije, en este país se prepara algo que podría causar una tormenta en cierto país asiático. A pesar de todas las precauciones tomadas, «Mystery» se enteró de ello; lo cual descubrimos sólo por una extraordinaria racha de suerte.
»Antes de un mes, el asunto se resolverá en una u otra forma. Tiene que permanecer secreto durante ese tiempo, porque si no, las consecuencias serían gravísimas. ¿Qué dices?
De haber podido borrar de su memoria el recuerdo de la noche anterior, tal vez Hartley hubiera contestado en forma diferente, pero una noche de sombrías meditaciones había amargado su alma. Para Marie, el espionaje significa más que cualquier otra cosa, más que su relación con Hartley. Esta idea enfurecía tanto al joven, que su único propósito ahora, era derrotar a «Mystery», aunque tardase años en lograrlo.
—Que estoy contigo. Sólo quiero saber una cosa, Wilberforce: ¿Puedes darme tu palabra de honor de que cualquier cosa que pueda yo hacer, estando a tus órdenes, no perjudicará, en modo alguno a mi patria?
—¡Absolutamente!
—¡Magnífico! Entonces, trato hecho. Lo único que me desconcierta es: ¿cómo puedo yo serte más útil que tus propias gentes?
—Esperaba que me preguntaras eso. ¡Escucha! Para ustedes los ingleses, el peligro asiático es meramente un pretexto para escribir novelas de aventuras. Pero nosotros, los americanos, y sobre todo los que pertenecemos al Servicio Secreto, no desdeñamos el peligro que yace al otro lado del Pacífico.
»¿Sabías que hay países enemigos que tienen mapas de cada metro cuadrado de California? Si estallara la guerra y lograran desembarcar…; pero tú has servido en el ejército. No necesito subrayar las ventajas que representa para el enemigo la posesión de tales mapas.
»Muy pocos conocen los hechos tal como son; y menos aún pueden comprender el peligro futuro. Pero cuatro de estas personas se han unido: dos oficiales navales, un oficial del ejército, y una misionera. Llenos de ardiente patriotismo, se han dedicado por entero, durante todo el año pasado, a fraguar un plan para la defensa de los Estados Unidos.
»Yo mismo sólo conozco vagamente tal plan; se refiere a cierta isla del Pacífico. Dicho lugar sería ideal para construir una base naval, aérea y submarina. Pertenece por el momento a un país extranjero. Mientras el plan se mantenga en secreto, ese país puede vender la isla; si el mundo se entera, la Liga de las Naciones puede protestar y prohibir la venta. Dirán que la idea de armar la isla podría provocar la guerra. Algunos estadistas de tu propio país han condenado, por la misma razón, la base naval de Singapur.
»A cualquier costo, Estados Unidos debe adquirir esa isla. Sabemos que los ingleses aprobarán el plan. Gracias a Dios hay en Londres personas responsables y honestas que se preocupan realmente por servir a su patria, y que se dan cuenta del peligro.
»Durante el mes próximo, los cuatro autores del plan expondrán por escrito sus respectivas proposiciones, y, una vez hecho eso, los papeles serán enviados a Washington. Cada una de las cuatro personas deberá contar con Varios guardias, cada papel debe protegerse, cada reunión tiene que mantenerse en secreto. Nuestros agentes siguen actualmente a los interesados, reportándose al cuartel general cada hora, durante toda la noche y todo el día.
»A pesar de estas precauciones, tengo miedo de «Mystery». Necesito a alguien que la conozca, que esté al tanto de sus métodos, que tenga suficiente imaginación como para combatir sus ataques. Tú eres el más adecuado para ayudarme, Witham, porque sólo tú y yo conocernos la identidad de «Mystery».
—Un momento —interrumpió Hartley—. ¿Por qué no le pasas el dato a tu jefe?
Wilberforce hizo un gesto de disgusto.
—Eso hice, y quedé en ridículo. Parece ser que acusar a Marie Arnaud es casi tan imposible como acusar a la esposa del presidente.
—Qué curioso.
—¿Por qué?
—Lo mismo me pasó a mí.
El americano exhaló un silbido de sorpresa.
—¿Quién es esta mademoiselle Arnaud para que nuestros respectivos gobiernos le tengan tanto respeto?
—La hija del embajador francés en Londres.
—¿Sí? —Wilberforce frunció el ceño—. No sabía eso. Así las cosas cambian, ¿no te parece?
—¿Por qué?
—Es muy difícil que la hija de un embajador se meta a espía. Además, ¿cómo iba una francesa a robar los secretos de su propio país para divulgarlos por todo el mundo?
—¿Por qué no? —inquirió Hartley, y con voz llena de amargura, agregó—: Hay gente que, con tal de obtener dinero, vendería su alma al diablo.
—Sí, claro… —musitó Wilberforce, no muy convencido. Tras pensar un rato, añadió—: Pero tengo la impresión de que Marie Arnaud no es esa clase de persona.
Se frotó el mentón, con expresión abstraída.
—Witham, empiezo a temer que nos hemos equivocado.
Hartley alzó los hombros.
—¡No lo creo! ¿Piensas que sea coincidencia el que haya llegado aquí justamente en los días que esperabas a «Mystery»?
—Es difícil, ciertamente —la expresión de duda, sin embargo, no abandonó el rostro del americano—. Pero no nos arriesgaremos. Sea o no Marie «Mystery», estaremos en guardia. Mientras mis superiores me mandan a seguir pistas falsas, tú, como agente independiente, puedes vigilar a Marie de cerca. No hay tiempo que perder. ¿Cuándo quieres empezar?
—¿Por qué no ahora mismo?
—Magnífico. En unos minutos mis agentes me informarán en qué hotel se hospeda Marie, y entonces…
—Sería mejor que la vigilara otra persona —interrumpió Hartley—. A mí me conoce demasiado bien.