Capítulo XXIII

DE MODO QUE MORGAN, el americano, iba rumbo a Montecarlo. Buenas noticias que, al mismo tiempo, resultaban inexplicables. Hartley había imaginado que Montecarlo, como escenario de la catástrofe de herr Cattelmann, sería el último sitio del mundo en atraer a otro de los conspiradores; lo que había ocurrido una vez podía fácilmente repetirse.

Hartley sólo pudo pensar dos explicaciones posibles, ninguna de las cuales parecía adecuada. La primera, que herr Cattelmann se había atemorizado o que se había retirado de la conspiración, y que por esa causa Morgan había sido comisionado para ver al misterioso griego cuya llegada Cattelmann había estado esperando. La segunda, que el sitio elegido para la reunión final se hallaba quizá en algún punto de la Riviera.

Sin embargo, lo esencial era que Morgan se dirigía al principado, y que tal cosa requería prepararse y estudiar la situación. En primer lugar, «Mystery» sabía de la llegada de Morgan. En segundo, al producirse ésta, tanto Van Hoffmann como «Mystery» harían cuanto estuviera a su alcance por apoderarse de los papeles que el americano tenía a su cargo. En tercero, resultaba improbable que Morgan cayera en la misma trampa que Cattelmann. En cuarto, tampoco era probable que el americano llevara consigo los papeles: gato escaldado huye del agua fría. Entonces, ¿cómo los llevaría? ¿Y cómo quitárselos? Hartley se perdió en un mar de conjeturas y de planes inútiles, ya que, hacia cualquier parte que mirara, lo único que veía claro era el hecho de que debía apoderarse de la segunda porción de papeles.

Tenía que anticiparse, como había hecho en los Estados Unidos, cuando por vez primera logró vencer a «Mystery». ¡Anticiparse! Suponiendo que él tuviera que llevar ciertos papeles, sabiendo que los espías lo acechaban constantemente, esperando una oportunidad de quitárselos, ¿qué haría?

No los llevaría en su persona, desde luego. Menos aún en el equipaje. ¡Cuántas veces habían sus hombres revisado las maletas de herr Cattelmann! Obviamente, Morgan sería lo suficientemente listo como para prever esa posibilidad. ¿Entonces?

Por varios minutos, la mente de Hartley permaneció en blanco, pero luego se le ocurrió súbitamente una idea que valdría la pena seguir. Si Morgan llegaba en Coche, en su propio coche, no sería imposible qué hubiera ocultado los papeles en algún lugar del vehículo: en los cojines, quizá, o en la llanta de repuesto. Además, si con él iba un chófer de confianza, era también posible que éste fuese quien guardara los papeles; pero esta posibilidad, hubo de admitir Hartley, era más bien remota.

Por lo demás…, pues no; eso era todo. Hartley quedó convencido de que había calculado todas las posibilidades. Faltaba ahora ver si Morgan llegaba en automóvil o en tren.

Una semana después, Hartley y Durand se reunieron en la habitación del primero. Hartley parecía abatido, y el francés, debido a su cambiante temperamento, se veía francamente triste. Hablaba hundido en su silla, con un cigarro en la boca, gesticulando a menudo.

Por su parte, Hartley, sentado frente a la mesa, garabateaba en una hoja de papel: figuras ridículas y formas de seres imposibles, que no representaban absolutamente nada, excepto una válvula de escape para los reprimidos sentimientos del joven.

—¿Está usted seguro, Durand —preguntó, tras un rato—, de que sus dos hombres no desperdiciaron una sola oportunidad?

Durand meneó la cabeza.

—Si hay una sola tuerca de ese coche que no hayamos examinado, donaré medio millón de francos al hospital más cercano. Ya le dije, monsieur, que entre los tres revisamos cada centímetro cuadrado de ese automóvil. Quitamos todas las llantas, las inspeccionamos y las volvimos a poner. Punzamos cada centímetro de los cojines con instrumentos especiales. Hasta miramos dentro del tanque de gasolina, por si los documentos estaban dentro de una envoltura impermeable.

—¿Y el radiador?

—Sí, monsieur, incluso el radiador.

—¿No había una lata extra de gasolina?

Durand sonrió, ligeramente.

—Sí, monsieur, y sólo contenía gasolina.

—¿Y en las ranuras de los vidrios?

—Nada, monsieur —repuso Durand, con tono un poco impaciente—. Nada tampoco debajo, encima o en medio de las tablas del piso, ni en el techo del coche.

—¿No había mapas?

—Tres, monsieur, pero tampoco ocultaban nada.

—Entonces hemos fracasado, Durand.

—Sin duda alguna.

—En ese caso, Durand, debo haberme equivocado en mis deducciones. Ahora sabemos que los papeles no están ni en el cuarto de Morgan, ni en su automóvil. ¿Qué posibilidad queda? Sólo que los lleve encima. A pesar de lo ocurrido a herr Cattelmann, Morgan debe de haber decidido correr el riesgo de cargarlos en sus ropas.

—¿Probaremos otra vez el método de mademoiselle Ivanitch? —preguntó Durand, sin mucha animación.

—Van Hoffmann ha trabajado ya en ese sentido, pero sus posibilidades de éxito son escasas.

—Entonces, ¿qué hacer?

—No sé. Pero…

Sus palabras fueron interrumpidas por el sonido del teléfono. Levantándose, Hartley cogió el auricular.

—¿Bueno?

La respuesta fue larga. Durand, mirando el rostro de Hartley, supo que se trataba de malas noticias.

Hartley colgó lentamente el teléfono.

—No hay más que hacer —exclamó, deprimido.

—¿Sucede algo, monsieur?

—Lo peor, Durand. Morgan acaba de ser atropellado por un automóvil en la Rué de la Paix, y lo llevan al hospital.

—¿Está… muerto?

—Creo que no. El número 61 cree que sus heridas son muy leves, posiblemente sólo se trata de un desmayo.

Hartley hizo una pausa, embebido en sus pensamientos.

—En ese caso, pronto se recobrará.

—Probablemente, pero lo grave del caso es que el coche que lo atropelló y el coche que lo lleva al hospital, es… el coche de Van Hoffmann.

—¡Mon Dieu! Ahora comprendo. Mientras lo llevan al hospital…

Durand calló, no creyendo necesario completar la frase.

—Exacto —exclamó Hartley, con amargura—. Podemos estar bien seguros de que Van Hoffmann tiene ya los papeles.

Esa noche, Hartley fue en persona a las salas de juego. Al entrar, la primera persona que vio fue a «Mystery», pero fingiendo ignorarla, se sentó a una mesa distante, decidido a probar su suerte a la ruleta.

Al principio, apostó metódica y cuidadosamente, pero cierto hado maligno ha decretado que nadie que esté de mal humor puede ganar en el juego. Hartley perdió varias vueltas, y mientras más perdía, más audaz y descuidado se volvía.

Viendo desaparecer su provisión de fichas, cambió un billete de mil francos. Las nuevas fichas corrieron la misma suerte. Desafiante, Hartley cambió otro billete.

Pero afortunadamente no era muy terco, y cuando por tercera vez se quedó sin fichas, se incorporó, y tras echar un vistazo a la mesa de Marie Arnaud, para verificar que Durand estaba allí vigilando a la muchacha, salió a los frescos y olorosos jardines del Casino.

Poco después regresó a su hotel y subió a su cuarto. Convencido de que Durand tendría poco o nada que reportar, se quitó el traje de etiqueta y se puso un pijama brillante.

Envuelto en una bata, recogió un periódico inglés y empezó a leer, pero sólo logró hacerlo por unos segundos. Los ojos le ardían por el humo de las salas de juego, y sus pensamientos eran demasiado caóticos y pesimistas como para permitirle concentrarse en las noticias. Finalmente, abandonó el intento de leer y, reclinando la cabeza contra el respaldo de su sillón, cerró los ojos.

No supo nada más, hasta que Durand lo despertó con voz excitada.

—¡Despierte, monsieur Witham, despierte! ¡Por el amor de Dios, despierte rápido!

Hartley despierto en el acto.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Escuche este mensaje de «Mystery» a uno de sus subalternos.

«Glitzer reporta que Van Hoffmann falló; Morgan debe de guardar los papeles en otra parte. Prunier interrogó a las enfermeras. Morgan sigue inconsciente, pero no ha dicho nada. Ya está recobrándose».

Hartley chasqueó la lengua.

—Magníficas nuevas. No se ha perdido en este juego, hasta que alguien más ha ganado. Todo el día he estado de mal humor, y ahora resulta que seguimos igual que antes.

Durand no compartió su entusiasmo.

—Sí y no, monsieur.

Hartley se sorprendió.

—¿Quiere usted decir que estamos peor?

—Casi, monsieur. Si esos papeles no están en el coche de Morgan, ni en su habitación, ni los llevaba consigo, ¿dónde están?

—Me parece haber oído antes esa pregunta —murmuró Hartley.

—¿Sabe usted lo que creo, monsieur? Que no trajo esos papeles.

—Entonces, ¿qué hizo con ellos?

—Quizá los puso en un banco, o en una caja fuerte en Londres o en París.

Hartley meneó la cabeza.

—Pensé también en esa posibilidad, pero no creo que sea correcta, por la siguiente razón: Morgan ha sido vigilado muy cuidadosamente. De haber depositado esos papeles en Londres o París, no creo que Van Hoffmann o «Mystery» estuvieran aquí. Estarían donde estuvieran los papeles, haciendo todo lo posible por apoderarse de ellos.

—Quizá tenga usted razón —asintió Durand—, pero en ese caso…

—¿Dónde están los papeles? —terminó Hartley, burlonamente.

Durand rio.

—No me atrevía a repetir yo mismo la pregunta.

Hubo un silencio, durante el cual los dos hombres trataron de hallar un rayo de luz en la situación. Los minutos pasaron. El cuarto se llenó de humo de cigarros, sin que nadie hablara.

Por fin, a falta de algo mejor que hacer, Hartley revisó nuevamente el mensaje cifrado de «Mystery», pero habiéndolo hecho por dos veces sin descubrir nada nuevo, lo arrojó, y, levantándose de su silla, fue hasta la ventana, y miró la noche.

«Anticiparse». ¿Cómo? ¿Cuáles habían sido los pensamientos de Morgan al planear el modo de burlar a los enemigos que lo rodeaban? Por milésima vez, Hartley se puso en el lugar de Morgan. ¿Qué hacer con los capeles? Tenía que haber un modo de ocultarlos. Una caja fuerte sería, ciertamente, un sitio seguro.

Hartlev asintió. Sí; Morgan podría haber pensado en usar una caja fuerte. Pero no había llevado a cabo esa idea, porque, en ese caso, Van Hoffmann o «Mystery» se hubieran enterado. Además, ¿si la última reunión fuera a ser en Montecarlo? Morgan tenía que haber traído esos papeles, para depositarlos, probablemente, en un banco o en una caja fuerte aquí en Montecarlo. Y esto último no lo había hecho.

Irritado, Hartley se volvió nuevamente a Durand.

—¿Qué haría usted, en el lugar de Morgan, para ocultar esos papeles, Durand?

—Ojalá nunca tenga que hacerlo.

—Pero ¿suponiendo que tuviera?

Durand alzó los hombros.

—¡Haría que me protegiera el ejército!

—Gracias, es usted una gran ayuda. Y si el ejército se oponía, supongo que enviaría usted los papeles por correo. En tal caso… ¡Dios mío! —Hartley miró a Durand con una expresión estupefacta, que luego cambió rápidamente, para convertirse en alegre—. Durand, eso es exactamente lo que yo haría. Dejaría que la oficina de correos me guardara los papeles. Los enviaría de Londres a París, y luego de París a Montecarlo; los enviaría a «entregar en ventanilla» y los dejaría en el correo hasta que fuera hora de llevarlos a la reunión secreta del comité.

Después de pensar unos momentos, Durand se animó en igual forma.

—Sí; ¡mon Dieu! Tiene usted razón.

—Durand, tenemos que comprobar esa idea. ¿Cuánto tiempo cree usted que pasará antes de que Van Hoffmann o «Mystery» den también con ella?

—Una o dos horas —repuso Durand secamente.

—En ese caso, tenemos que actuar rápidamente.

—¿Qué hacemos?

—En la mañana, cuando abra el correo, habrá dos, o quizá tres, personas esperando, para recoger una carta enviada a «Morgan, entregar en ventanilla, Montecarlo».

—En ese caso, sería bueno que fuéramos a formarnos de una vez, para ser los primeros en la fila.

—Usted no me comprende. Lo esencial es la identificación. ¿Qué tal si el encargado de correos le pide al interesado que se identifique?

—¡Mon Dieu! ¿Qué presente su pasaporte?

—Sí. De un modo u otro, debemos robar el pasaporte de Morgan ahora mismo, antes de que Van Hoffmann o «Mystery» piensen en hacer lo mismo.

—Pero si conseguimos el pasaporte, ¿quién fingirá ser Morgan? Por regla general, las fotografías de pasaporte son muy malas, pero algunas se parecen extraordinariamente al dueño del pasaporte. ¿Si la foto de Morgan cayese en tal categoría?

—Debemos arriesgamos, y además, yo tengo una ventaja: hablo francés con acento inglés, y mi aspecto podría ser el de un americano. En cambio, Durand, usted, por ejemplo, ¿podría fingirse americano?

—¡Dios no lo quiera! —exclamó Durand horrorizado—. Muy bien, monsieur. Pero ¿si «Mystery» va a buscar el pasaporte y se da cuenta de que ya ha sido robado?

—También a eso debemos arriesgamos. Vaya, Durand, y consiga ese pasaporte por las buenas o por las malas. Mientras tanto, yo trataré de recordar todo lo que pueda de Morgan, aunque sólo lo vi una vez, durante breves minutos.

Durand tardó dos horas, pero finalmente regresó, triunfante. Hartley no le preguntó cómo había logrado su empresa. Era suficiente que el pasaporte estuviera en sus manos.

El alba se acercaba a gran velocidad, pero Hartley no pensaba en dormir. Con el pasaporte ante sí, estudiaba la fotografía de Morgan y calculaba las posibilidades de suplantarlo. Por fin, decidió que, si la luz de la oficina de correos no era muy buena, tendrá éxito. Su estatura era casi igual a la del americano. Morgan tenía el cabello plateado, pero eso podía arreglarse con un poco de polvo facial. Lo mismo valía para las cejas. El color de los ojos no podía cambiarse, pero era poco probable que los empleados se fijaran muy detenidamente.

A las cinco de la mañana, los preparativos habían concluido, y hasta Durand hizo a un lado su escepticismo para admitir que las probabilidades de éxito eran buenas.

Las horas se deslizaban molestamente lentas. Los dos hombres conversaban con desgano y fumaban un cigarro tras otro.

Llegó el momento. Poniéndose un sombrero de fieltro con el ala doblada hacia abajo y abotonándose el impermeable (por suerte estaba lloviznando) sobre la barbilla, Hartley salió del hotel sin despertar, aparentemente, sospecha alguna.

Caminó hasta la oficina de correos y llegó un minuto antes de que abrieran. Una rápida mirada alrededor le convenció de que, al menos por lo que se veía, nadie venía en misión similar a la suya.

Poco después, la oficina se abrió. Entrando con aire despreocupado, Hartley fue hasta la ventanilla de «entregas de ventanilla».

La muchacha tras el mostrador lo miró indignada, como si no quisiera hablarle, pero finalmente Hartley oyó un renuente:

—¿Sí, monsieur?

—Ustedes tienen una carta para mí, para «entregar en ventanilla» —anunció él en su peor francés.

—¿Su nombre, monsieur?

—J.S. Morgan —repuso Hartley, entregando el pasaporte robado.

La muchacha echó un vistazo al documento y luego desapareció. Pocos segundos después estaba de regreso, con un paquete de buen tamaño. Entonces abrió el pasaporte y empezó a estudiarlo detenidamente. Hartley temió haber despertado sospechas. Pero la muchacha no quería más que perder tiempo. Tras un rato, le entregó el paquete, y el libro de firmas.

Por suerte, su pluma fuente no tenía tinta, porque inconscientemente empezó a escribir la «H» de «Hartley». Probó de nuevo, y tras escribir la firma debida, salió de la oficina con los papeles en el bolsillo.

Por segunda vez en el triángulo de batalla formado por «Mystery», Van Hoffmann y él mismo, Hartley había salido victorioso.

Rebosante de felicidad, echó a andar camino al hotel.

Un momento después, sintió un doloroso golpe en la nuca…, y se sumergió en la inconsciencia.