Capítulo IX

UN MES DESPUÉS, Hartley recibió un cablegrama. Aparte de la firma todo lo que el mensaje contenía era una palabra: «Venga».

Wilberforce no lo llamaría por ningún asunto sin importancia. La palabra, pues, sólo podía significar una cosa. «Mystery» debía haber olfateado el secreto americano de que Wilberforce había hablado en el restaurante y el peligro de su ataque era inminente.

El cablegrama llegó a las nueve y cuarto de la mañana. A las diez, Hartley estaba ya en las oficinas de Vapores Universales, comprando un boleto para el barco: Olimpia. A las once se hallaba de nuevo en casa, dando instrucciones a su sirviente. Antes de almorzar, había conseguido la imprescindible visa. Menos de veinticuatro horas después, estaba a bordo del vapor, en camino a Nueva York.

Faltaba una hora para el almuerzo. Hartley recorría la cubierta, gozando las punzantes bocanadas de aire puro, y desdeñando a los pasajeros que preferían mirar el mar desde la cubierta de paseo, protegida con gruesos cristales.

Se sentía enormemente contento. Aunque había viajado por toda Europa y visitado el Cercano Oriente, nunca había estado en el Nuevo Continente. Sin embargo, todos sus conocidos americanos le simpatizaban en extremo. Después de las solemnes y rígidas convenciones de los anticuados aristócratas europeos, y de los impenetrables rostros orientales, era un alivio charlar con gente que se adelantaba a la época y poseía una vivaz frescura, un tenaz optimismo, un gran aprecio por la libertad del individuo.

El oxígeno del aire yodado impregnaba todo su ser, haciéndolo sentirse más fresco; inconscientemente alzó más la cabeza, respiró más hondo.

Terminando su paseo, se apoyó contra la barandilla y miró cómo la tierra firme desaparecía lentamente en el horizonte. Las olas parecían brincotear gozosas, jugueteando con el viento, y las gaviotas descendían en veloces arcos, graznando ruidosamente.

Había otras embarcaciones a la vista. Unas se distinguían con claridad; otras eran meras manchitas negras en la distancia. La naturaleza entera parecía estar alegre y en paz, y Hartley sintió que iba a disfrutar sobremanera los seis días que duraba el viaje.

Rumiaba aún esta agradable idea cuando el sonido del gong subió hasta él, primero distante, luego casi directamente bajo sus pies, a medida que el camarero recorría los corredores con su tintineante llamado.

Hora de almorzar. Hartley recordó que tenía hambre. Bajando apresurado a su camarote, se peinó con un cepillo, y tras ratificar el número de su mesa, fue al comedor.

El almuerzo terminó pronto. Satisfecho ya su apetito, Hartley dejó pasear su mirada por el recinto, mientras esperaba el café. Sus compañeros de mesa eran bastante aburridos; no le tomó mucho tiempo averiguar que el reverendo Wellin-Smith, quien viajaba con su esposa y su hija, iba a los Estados Unidos con el único y exclusivo propósito de reunir el mayor número posible de datos favorables sobre la prohibición alcohólica, implantada poco tiempo atrás por el gobierno americano. Hartley, que detestaba a los puritanos profesionales, no pudo resistir el impulso de pedir una copa para acompañar su café.

Las mesas estaban llenas, como es usual durante la primera comida de un viaje. De seguro habría suficientes personas deseosas de unírsele para jugar bridge; mentalmente, tomó nota de las que le parecían más probables.

Ya había examinado todas las mesas, excepto la del capitán, que era mayor que las otras y se hallaba en el centro del salón.

Hartley recorrió con la vista a los comensales. Entonces, de repente, tuvo la sensación de estar soñando. Parecía imposible, y sin embargo…, era verdad. Allí, mirándolo con ojos brillantes, estaba mademoiselle Marie Arnaud, mejor conocida como «Mystery».

Monsieur, el destino parece empeñado en juntamos.

Hartley la miró con aire inocente, y sonrió.

—¿El destino, mademoiselle las circunstancias?

Ella encogió los hombros.

—Es lo mismo, monsieur.

—No, mademoiselle, no es lo mismo. El destino es inexorable, no puede cambiarse. Juega con nosotros sin que podamos oponerle resistencia, arreglando nuestras vidas como mejor le parece. Las circunstancias…, este…, pueden ser artificiales.

Marie dejó escapar una leve carcajada.

—¿De modo que usted piensa que planeé este viaje por razones…, digamos, sospechosas?

—No me atrevería a decir tal cosa.

—Puedo enseñarle mi boleto; verá usted que lo compré hace tres semanas. ¿El suyo es, quizá, de fecha anterior?

Hartley se ruborizó.

—Le pido perdones, mademoiselle…, y también me disculpo ante el señor Destino. A pesar de lo que dije de él, veo ahora que he sido incapaz de apreciar lo torcido de sus ramificaciones, lo tortuoso de sus innumerables caminos.

—Habla usted con amargura, monsieur.

Hartley detuvo su paseo.

—¿Y por qué no, mademoiselle? A los hombres no les gusta hacer el ridículo, mucho menos por culpa de una mujer. Y la cosa es peor si tal mujer es bella.

—¿De modo que usted cree que lo he hecho quedar en ridículo? Sí, quizá tenga usted razón, o quizá haya tenido yo una razón definida para hacer lo que hice. Sin embargo, monsieur, ¿cómo fue que cayó usted en la trampa? De no haber tenido sus propias razones para ir al bosque esa noche, yo no me hubiera burlado de usted.

»El hecho de que haya caído en mi trampa, monsieur, es prueba de que usted estaba en el juego de espionaje. No estaba segura de tal cosa. Sospechaba más de Wilberforce. Pero ya no tengo duda alguna sobre ninguno de ustedes. El capitán Wilberforce me robó ciertos planos; y usted, a su vez, se los robó a él.

»Monsieur, es importante saber a ciencia cierta quiénes son los amigos de una, y quiénes son los enemigos. ¿Puede usted reprocharme el haber querido averiguarlo? Además, debo confesarlo, me divertí enormemente. Monsieur, estoy cansada. ¿Nos sentamos?

Durante todo el diálogo anterior, ambos habían estado paseando por la cubierta, a través de caminos obscuros, alumbrados aquí y allá por brillantes lámparas adosadas a la pared. Abajo de ellos, en las cubiertas iluminadas y protegidas del viento cada vez más fuerte, los demás pasajeros deambulaban y conversaban animadamente.

Allí, en la cubierta superior, donde estaban los botes salvavidas, el viento soplaba y hacía algo de frío, pero Hartley y Marie habían preferido ir a ese lugar, que al menos era más discreto, más privado.

Hartley arrimó dos sillas playeras. Sentándose, ambos se cubrieron con abrigadoras mantas y escucharon los ruidos de la noche. La orquesta había enmudecido; músicos y bailarines descansaban. En el remoto corazón del barco las máquinas latían incesantemente, pero su sonido no ahogaba el melancólico chapoteo de las aguas, rudamente cortadas por la afilada proa del navío, ni los chillidos lastimeros de las gaviotas.

Las sillas de los dos jóvenes estaban cerca; sus cabezas casi se tocaban. Una vez más, Hartley percibió la hermosa y mística fragancia que Marie siempre exhalaba. Al mismo tiempo que lo intrigaba, el atrayente aroma aceleraba insidiosamente los latidos de su corazón.

—Mademoiselle —susurró Hartley, suavemente—, ¿no es curioso que nos revelemos de esta maneta nuestros secretos? Creí que los espías eran muy reservados; nunca soñé que se retaran tan abiertamente.

—No acostumbran hacerlo, monsieur, pero nosotros somos distintos. Me enteré de que usted era espía el mismo día en que su tío le encargó cierta misión especial en París. Usted se enteró de mi identidad, de la identidad de «Mystery», la noche que olió mi perfume al abrir su valija.

—¿Usted…, usted sabía que…, que yo sabía?

Hartley sintió un escalofrío. Marie parecía ser omnisapiente.

—Por supuesto —repuso ella, con sencillez—. Yo puse el perfume allí.

—¡Lo puso allí! —repitió él, atontado—. Pero…, ¿por qué?

—Ése es uno de los secretos que no pienso revelarle.

Quedaron en silencio por un rato, cada uno embebido en sus propios pensamientos. Pronto se reveló el tumbo que los de Hartley habían tomado, pues su siguiente pregunta fue:

—Dígame, mademoiselle, ¿por qué le dicen «Mystery»?

—Querido amigo, no puedo decírselo; ¡ése es otro de mis secretos, de mis misterios!

Rio suavemente de su propio chiste. Hartley dijo, lentamente:

—Quisiera poder comprenderla.

—¡Oh, la-lá! —trinó ella, volviéndose hacia él—. ¿Por qué no olvida lo que soy, señor inglés? Tenemos cinco días de viaje por delante. Olvidemos nuestra ocupación, nuestros países, nuestra enemistad, hasta que lleguemos a Nueva York. Recordemos sólo que somos… amigos.

Sonaron cinco campanadas en el puente de mando; unos segundos después se repitieron, procedentes de la proa y de la popa.

Hartley sintió renacer exactamente las mismas sensaciones que Marie había despertado en él durante su primer encuentro, en el tren. Entonces, como ahora, había sentido una gradual atracción cada vez más fuerte, que avasallaba su acostumbrado desinterés por las mujeres.

Al analizar sus emociones, se había dado cuenta de que tal insólita sensación se debía al misterio que Marie poseía. Ahora, el misterio era más grande que nunca, y como consecuencia, la atracción aumentaba.

A través del tragaluz, se filtraban los rayos plateados de la luna. Hartley se volvió ligeramente para mirar de lleno a Marie, y vio que ella había hecho lo mismo.

El corazón de Hartley elevó un himno de gratitud a la luna. A la tenue luz, el rostro de la muchacha adquiría un brillo etéreo que acentuaba su belleza.

—Mademoiselle —susurró Hartley—, es usted muy hermosa.

Ella lo miró detenidamente antes de hablar. Cuando por fin lo hizo, fue en voz baja.

—Dijo usted eso como…, como si hablara en serio.

—Nunca he hablado más en serio —confirmó él.

—Qué manera tan deliciosa de decirlo —suspiró Marie—. Monsieur, usted es un enigma para mí. Su reputación, la vida que ha llevado desde el final de la guerra…, no hablan mucho en su favor. ¿Por qué sus amigos hablan de usted del modo como lo hacen: no en forma insultante, sino como lamentando algo?

—¡Un enigma! Los acertijos están hechos para ser resueltos, incluso en cinco días.

—¿Y los misterios? ¿Pueden elucidarse en tan corto tiempo?

Hartley no tuvo ocasión de responder. En ese preciso instante, un camarero se acercó a Marie. Le entregó un mensaje radiofónico. Marie murmuró una disculpa y abrió, el sobre. Habiendo leído el mensaje, dijo que debía ir a contestarlo; era urgente.

Bajó apresuradamente, y Hartley ya no volvió a verla esa noche.

 

Los siguientes días se deslizaron con una rapidez que Hartley nunca hubiera imaginado. Las horas de comida se sucedían unas a otras vertiginosamente, y aunque el aire marino despertaba su apetito enormemente, Hartley odiaba con salvaje intensidad el sonido del gong.

Cada comida significaba una interrupción de su diálogo con Marie; una separación que por lo menos duraba una hora, y frecuentemente más, pues a veces, Marie desaparecía en su camarote no bien terminaba el postre, y tardaba bastante en salir.

Era la última noche a bordo. Enfrente, se veían luces parpadeantes que oscilaban: eran las boyas que marcaban la ruta hacia la bahía de Nueva York. Anclarían dentro de pocas horas.

Hartley y Marie estaban sentados, como de costumbre, en la cubierta superior, mirando la delgada raya de luz, formada por innumerables puntitos brillantes, que yacía ante sus ojos. Long Island.

Hartley recibió con sentimientos confusos su primera visión de los Estados Unidos. Por una parte, se sentía alegre como un niño al pensar que por la mañana desembarcaría en el Nuevo Mundo. Pero, al mismo tiempo, no olvidaba que ésta era su última noche con Marie. ¿Cuándo volvería a verla? Tímidamente, se decidió a expresar esta pregunta en voz alta.

—¿Quién sabe? —fue la alegre respuesta—. Esta noche somos amigos; mañana, al desembarcar, nos uniremos a bandos opuestos. Quizá cuando volvamos a vernos, sea como enemigos.

—¡Dios no lo quiera! ¿Bromea usted, mademoiselle?

Ella rio de la ansiosa pregunta.

—Claro que bromeo, mon ami. ¿Por qué habíamos de ser enemigos? ¿Acaso lo son los políticos que pertenecen a partidos distintos? ¿Acaso los partidarios de un equipo de fútbol odian a los partidarios del equipo contrario?

—Tiene usted razón, pero aquí la cosa es diferente. Usted trabaja para un país, yo trabajo para otro.

—¿Sí? —preguntó ella, de modo extraño; luego, desvió el curso de sus palabras—. Ahora es usted quien se pone pesimista.

—Es que nuestras futuras relaciones me interesan muchísimo —exclamó él, apasionadamente—. Mademoiselle, ¿por qué tiene usted…, por qué tenemos nosotros que jugar de este modo con nuestras vidas? ¿No puede usted abandonar este juego de espionaje? Yo soy un agente libre. Pero si usted quisiera, podría también…

Ella le puso un dedo sobre los labios.

—Silencio, monsieur. Lo que usted dice es imposible.

Hartley se preguntó si sus oídos lo estarían engañando: le había parecido que en esa breve frase, la voz de Marie había sido mucho más fría que antes.

—¡Mademoiselle! ¿Habla usted en serio? ¿Qué lazos irrompibles la atan? Dígamelo y yo la ayudaré, la protegeré…

—¡Basta, señor Witham, por favor!

Esta vez no había lugar a dudas. La voz de la joven estaba impregnada de un timbre helado.

Las luces de Long Island parpadeaban maliciosamente, al otro lado de las inquietas olas. ¡Ése era el mensaje de bienvenida que Hartley recibía! ¡Burla, desprecio! Apenas había aparecido tierra firme en el horizonte, Marie había cambiado. La camaradería existente entre ellos se había roto; los dulces días del viaje no serían pronto más que un recuerdo.

—Entonces…, ¿prefiere usted seguir siendo espía? ¿Le duele pensar en todo el dinero que dejaría de ganar si abandonara el juego?

Hartley hablaba con desprecio. Su fiero temperamento, desbordado, saltaba por encima de toda cortesía y decencia.

Sin una sola palabra de respuesta, Marie apartó las mantas y se incorporó. En la tenue luz, Hartley la vio mirarlo durante un segundo, y antes de que tuviera tiempo de moverse, de levantarse a su vez, la vio volverse y bajar con paso rápido.

Al seguirla oyó un sonido que acaso era el débil eco de un sollozo, pero que también podía ser un chillido de gaviota.

Desembarcaron como enemigos: sin siquiera despedirse.