Capítulo XXV
LOS DOS DÍAS SIGUIENTES pasaron sin novedad. No hubo ningún movimiento en el campo enemigo. Durand no pudo reportar ningún nuevo mensaje de «Mystery». Hartley se preguntaba con temor si esto significaba que no había mensajes que transmitir, o que «Mystery» había cambiado de método de comunicación.
El tercer día, sin embargo, fue bastante agitado.
En la mañana, Hartley recibió un telegrama en clave de su tío. Después de descifrarlo, leyó:
¿Has tenido más éxitos? Nuestros agentes europeos reportan inquietud general en varios países. Temo que las operaciones vayan a iniciarse en breve. Mientras tanto, alguien se impacienta. De Luze fue atacado a tiros la noche pasada. Hans Wieland amaneció moribundo hoy en Bruselas. Sus últimas palabras fueron que le habían robado los papeles. Stratinoff desapareció completamente. Un agente nuestro que lo seguía vio que un auto lo atropelló y luego lo recogió. No hay noticias de él en ningún hospital. Sospechamos que el accidente fue preparado. ¿Has visto a Stratinoff? Te mando más hombres, pues creo que Venecia será la escena del estallido. Tal vez Stratinoff esté ya allí. Mantente en comunicación conmigo. Mucha suerte.
WITHAM
¡Wieland, el austríaco, asesinado! Hartley no tuvo duda alguna sobre quién era el culpable: Van Hoffmann. «Mystery» seguía en Montecarlo, y además, nunca se rebajaría, bajo ninguna circunstancia, a asesinar a alguien.
—¿Qué efecto cree usted que tenga la muerte del austríaco sobre la misteriosa conspiración? —preguntó Durand al saber las nuevas.
—En mi opinión personal, ninguno. Creo que mientras Stratinoff esté sano y salvo, no importa lo que les suceda a los demás. Sin duda, Stratinoff usó a los otros para preparar sus planes, pero no le importa mucho lo que les suceda. La prueba de ello es que dividió los planes en cinco, y sin embargo conservó una copia completa para sí mismo. Stratinoff es a quien debemos localizar. Si en verdad se halla en Niza, o en algún otro sitio de la Riviera, lo hallaremos tarde o temprano.
—Quizá tarde, monsieur.
—¿Qué quiere usted decir?
—Van Hoffmann está poniéndose impaciente, y cuando eso ocurre… ¡Dios ayude a quien se cruza en su camino!
—Pero tal vez se de cuenta de que por el momento no puede hacer nada. Si tiene los papales de Wieland, entonces cada uno de nosotros posee una parte de los planos, y esa parte sola no puede servimos para maldita la cosa.
Antes de que Durand pudiera continuar la conversación, el teléfono sonó violentamente. Hartley lo contestó y oyó la voz del dependiente del hotel.
—¿Monsieur Witham?
—Sí.
—Una dama desea verlo, monsieur.
Hartley alzó las cejas: la dama no podía ser Sonia, pues tras el asunto del Coq d’Or se había ido a descansar.
—¿Una dama? ¿Quién?
—Mademoiselle Marie Arnaud.
Hartley tragó saliva.
—Hágala subir inmediatamente.
Colgó lentamente el teléfono y miró a Durand.
—«Mystery» viene a hablar conmigo —anunció.
—¡Mon Dieu! —exclamó Durand, alelado; pero no tardó en recobrarse—. Querrá verlo a solas, seguramente. Me iré antes de que tenga oportunidad de verme. Regresaré más tarde.
Hartley asintió.
—Perfecto —dijo.
La puerta se cerró tras Durand y Hartley corrió al espejo. Como de costumbre, estaba limpio y elegante, pero su nerviosismo lo hizo arreglarse la corbata, el cabello, la ropa.
Alguien llamó discretamente.
—Adelante —dijo él.
La puerta se abrió para dar paso a «Mystery». Luego, se cerró de nuevo.
Hartley miró a la muchacha: ¡qué hermosa era!
Y pensar que esos ojos adorables habían llorado por él, y que sus lágrimas habían caído sobre su rostro…
—Pero, Hartley, ¿no me vas a pedir que me siente?
Hartley avanzó, confuso.
—Estaba en la luna… Es que… —arrimó una silla—. Siéntate, por favor.
Cuando ella obedeció, él arrimó otra silla y se sentó enfrente, mirando a la joven con una intensidad imposible de reprimir, esperando ver en sus ojos brillo amoroso.
Pero no pudo hallarlo; calmada y distante, Marie no parecía más que una amiga.
—¿Te sorprendes de verme? —preguntó tras un rato.
—Sí, pero también me alegro.
Los ojos de la muchacha cintilaron.
—Gracias —murmuró.
Hubo otra pausa.
—Realmente, Hartley, eres una persona difícil de tratar —dijo ella por fin.
—¿Por qué?
—Te niegas a ayudarme. ¿Por qué no preguntas a qué vine?
—Usted…, tú me lo dirás sin que lo pregunte —respondió él con aire ingenuo.
—Claro, pero, de todos modos, me siento incómoda.
—¿Incómoda? ¿Por qué?
—Por tener que humillar mi orgullo.
Hartley arrugó la frente.
—No comprendo.
—Tu actitud, la última vez que nos vimos, Hartley, era bastante poco amable.
—¿La última vez? —preguntó él, acentuando involuntariamente la palabra de en medio.
Ella se ruborizó un poco.
—En la sala de juego del Casino, cuando…, cuando me ignoraste —sus labios temblaban ligeramente.
Hartley bajó los ojos.
—Me porté como un bruto —masculló—. No puedo perdonármelo aún.
—Pero ¿por qué hiciste eso, Hartley? Aunque somos enemigos hasta cierto punto, sigamos siendo amables, aunque sólo sea por cortesía.
—¡Amables! Pero, mademoiselle… Marie…, creí que no deseabas volver a hablarme.
Marie frunció el ceño, mientras Hartley proseguía con amargura:
—¿Has olvidado que unas noches antes nos encontramos en la puerta del Casino y me amenazaste con llamar a la policía si seguía molestándote?
—¿Yo? —empezó ella, y luego cambió de tono—: Lo siento; te pido me perdones y olvides mis palabras.
Hartley sonrió con alegría.
—Hace tiempo que te perdoné, Marie, y en cuanto a olvidar tus crueles palabras…, eso será fácil ahora.
—¿Ahora? —repitió ella con temor.
Sus mejillas se sonrojaron y su firme mirada titubeó; Hartley supo que estaba recordando aquella mañana en que, llorosa, había expresado el amor que sentía por él. Pero, por el momento, Hartley no debía revelarle que había escuchado sus tiernas frases.
—Quiero decir, ahora que somos nuevamente amigos —repuso.
—Sí —dijo ella, con alivio evidente—, somos nuevamente amigos. Me alegro. Pero —su voz se hizo impersonal, su actitud fría— he venido a que hablemos de negocios. ¿Recuerdas la noche que nos encontramos en mi coche, cuando huías de Stratinoff?
—Por supuesto.
—¿Has olvidado que sugeriste la posibilidad de aliamos?
—Por supuesto que no. Pero tú te rehusaste firmemente.
—Sí, Hartley; me rehusé por la razón que entonces te di, que no confío en el gobierno inglés ni en ningún otro gobierno del mundo. Sin embargo, ahora vengo a rectificar esa negativa.
—¿Quieres que seamos aliados?
Ella asintió.
—Pero, Marie —explicó él, con tristeza—, las cosas no…, no han cambiado. Yo…, bueno, tú has de saberlo ya; trabajo para el Servicio Secreto Británico, y no puedo traicionar a mi patria. Digo, es que…
—No te pido que cambies tus opiniones, Hartley. Vengo a decirte que he cambiado las mías.
—¿Quieres decir que ya confías en Inglaterra?
—Quisiera poder decir que sí, pero debo serte franca. No me gusta la idea de que Inglaterra se apropie del secreto de Stratinoff, pero prefiero eso a que Van Hoffmann triunfe.
—¿Tanto así odias a Inglaterra? —inquirió él, desconcertado.
—Por supuesto que no —protestó ella—. Amo a Inglaterra…, y a los ingleses —añadió con voz suave—. Amo también a Francia, pero escúchame, Hartley: tampoco me gustaría que el gobierno francés se apropiara del secreto. Los gobiernos están compuestos por políticos.
—Pero hasta los políticos pueden ser patriotas.
—Sí, y mientras más patriotas son, más daño causan al mundo. Pero no es hora de discusiones, Hartley. Estoy dispuesta a entregarte los planos si luchamos juntos contra Van Hoffmann. Van Hoffmann es una amenaza para el mundo, y si lo tuviera a mi merced, no vacilaría en matarlo a sangre fría.
—¿Es tan temible como dices?
—Más, mucho más. Es un demonio, un ser sin piedad. Carece de moralidad, de escrúpulos, de honor. El dinero es su único dios. Una vida humana le importa menos que un billete de mil francos, y no vacilaría en provocar una nueva guerra mundial si tal cosa pudiera serle de provecho. Dinero, dinero… ¡Dios mío, de lo que es capaz ese hombre por el dinero! Ya te digo, lo mataría tranquilamente. Pero a veces le temo.
Hartley tomó la mano de Marie y dijo, suavemente:
—Marie, no sé qué diga mi tío, pero de ahora en adelante somos aliados. Dios sabe que necesitamos serlo. Hoy recibí noticias.
Ella alzó la cara, sobresaltada.
—¿Noticias? ¿De Van Hoffmann?
—Sí y no. Wieland ha sido asesinado, y despojado de sus papeles.
—¡Dios mío! Entonces, Van Hoffmann tiene ahora una quinta parte de los planos, y tal vez dos.
—¿Por qué tal vez dos?
«Mystery» se sonrojó ligeramente.
—Yo tenía dos partes…
Calló, como avergonzada. Hartley habló por ella:
—Sí, una que le quitaste a Sonia Ivanitch y otra que me robaste a mí.
—Sí, Hartley —asintió ella con los ojos bajos—, pero escucha: una de esas partes es falsa. Temo que de una forma u otra Van Hoffmann se posesionó del original, y me dejó la falsificación.
—¿Crees que Van Hoffmann es el único capaz de hacer esas cosas?
La sorpresa alumbró los ojos de Marie.
—Hartley, ¿quieres decir que tú tienes los papeles verdaderos?
—Sí —sonrió él—. Los papeles que le quitaste a Sonia Ivanitch eran falsos. Los verdaderos seguían en el saco de herr Cattelmann.
—¡Oh! —A pesar de las circunstancias, Marie no pudo contener la risa—. ¡Oh, Hartley, eso fue brillante!
Y pensar que Van Hoffmann y yo peleamos en tal forma por esos papeles. Entonces, Van Hoffmann tiene una parte de los planos, yo otra y tú otra.
—Sí. Parece un empate, ¿verdad?
—Exacto. Pero lo que me dices me tranquiliza. Escucha, Hartley, ahora que somos aliados, ¿por qué no abandonamos la esperanza de descubrir los planes de Stratinoff? Nunca podríamos hacerlo sin la parte que Van Hoffmann tiene, y no podremos quitársela mientras vivamos.
—¿Entonces?
—Conformémonos con impedir que Van Hoffmann se entere del secreto. En otras palabras, destruyamos nuestras partes de los planos. Así derrotaremos a Van Hoffmann.
—Pero le dejaremos campo libre a Stratinoff.
—Supongo que sí.
—¿Y qué sería peor: dejar que Stratinoff prosiga su conspiración, o dejar que Van Hoffmann descubra todo?
«Mystery» se encogió de hombros.
—Quizá Stratinoff fracase…
—No lo creo. Ya empieza sus preparativos.
—¿Qué? —exclamó Marie con voz súbitamente ansiosa.
Hartley le contó todo lo que el cablegrama de su tío contenía. Al terminar, vio que la muchacha estaba mortalmente pálida.
—Hartley —dijo Marie, con voz apagada—. Stratinoff no…, no ha desaparecido por su propia voluntad.
—¿Qué quieres decir?
—Mucho me temo que esté en manos de Van Hoffmann.
—Pero ¿de qué utilidad le sería eso a Van Hoffmann?
—Si Stratinoff conoce los planos completos de la conspiración…
—Los conoce —aseveró Hartley.
—Entonces estamos perdidos. Antes de muchos días, Van Hoffmann lo sabrá todo.
—Pero ¿será Stratinoff tan tonto como para decírselo? —espetó Hartley.
—Me temo que no tendrá más remedio —respondió Marie con voz apagada.