Capítulo V
EL COMANDANTE WITHAM alzó la vista sorprendido cuando su sobrino entró al cuarto que ocupaba en un lujoso hotel parisino.
—Caramba, Hartley, no esperaba tu visita. Te creí en Brenninçaux, con los Stael. ¿Qué haces aquí tan pronto?
—Vine sólo por este día, para hablar con usted de algunos asuntos —replicó Hartley, instalándose en un cómodo sillón.
—Ya sé; necesitas dinero —gruñó el comandante.
Hartley sonrió.
—Querido tío, apuesto a que en este momento yo tengo más dinero en el bolsillo que usted.
—Menos mal. Pensé que te había dado por derrochar. Bueno, ¿de qué se trata?
Hartley miró de reojo al comandante.
—¿Tuvo fiesta anoche, tío?
—Sí, maldita sea. Fue… —se interrumpió bruscamente, y miró con suspicacia a Hartley—. ¿Qué insinúas?
El joven rio.
—Nada, tío; que bebió usted un poco más de la cuenta.
—Puede ser. Nadie es más tonto que un viejo tonto. Bebí whisky y champaña, y esa mezcla es más que suficiente para derribar a cualquiera. Pero ya me siento mejor.
—Me alegro.
Hartley hizo una pausa, pero sólo por breves segundos. Ya que estaba aquí, despacharía su asunto lo más rápido posible.
—Tío —dijo—, quiero ingresar al Servicio Secreto.
—¿Qué dices? —exclamó, atónito, el comandante Witham—. Debes de estar loco, Hartley.
—¿Por qué? —preguntó, calmadamente, el joven.
—¿Por qué? —repitió el comandante. Hizo una pausa para rascarse la barbilla; luego, respondió, con voz débil—: Pues no sé bien por qué. Supongo que dices eso sólo porque no estás bien enterado de cómo andan las cosas. Muchacho, te aconsejo que olvides esos planes.
Hartley frunció el ceño.
—Pero ¿por qué, tío? —insistió—. Deme al menos una razón.
—Hay miles de razones. En primer lugar, el peligro. La profesión más peligrosa del mundo es la de espía. A pesar de que los agentes secretos trabajan para el gobierno, no cuentan con ninguna garantía. Si son apresados por un gobierno extranjero, de nada les vale pedir auxilio a su patria. Tienen que pasar varios años en prisión…, y eso si no hay guerra, pues en tal caso son fusilados en el acto.
—Olvidas, tío, que estuve en la guerra.
—Sí, estuviste, y te portaste magníficamente, pero la cosa aquí es muy distinta. No es lo mismo encarar un batallón alemán que estar solo, rodeado de enemigos ocultos, perdido en la obscuridad. Además, un espía no sólo tiene que temer las fuerzas organizadas de los otros países, sino también las fuerzas secretas, el contraespionaje.
»Si uno de nuestros agentes aparece muerto en un callejón, no hay nada que hacer. El asesino escapará, y la policía del país en cuestión no hará nada por atraparlo. El espionaje es un juego sucio, aunque, Dios lo sabe, algunos de nuestros hombres son caballeros de la cabeza a los pies, y hacen todo por el bienestar de su patria. Son héroes desconocidos que no esperan recompensa alguna.
Hartley asintió, con aire meditabundo.
—Todo cuanto dices, tío, es muy interesante, pero no me disuade de ingresar al servicio…, si quieres aceptarme. Antes al contrario, la idea me atrae más que nunca.
El comandante miró con desconcierto a su sobrino. Abrió la boca como para decir algo; luego, la volvió a cerrar y pasó un rato hundido en la meditación, mirándose las uñas. Cuando por fin habló, fue para continuar la conversación.
—Piensas demasiado rápido, Hartley. Aún no termino. Otra cosa importante es que todos nuestros agentes son hombres y mujeres expertos y entrenados. No los escogemos así como así, y la mayor parte de las veces no usamos espías ingleses. ¡Ah! Veo que te asombras. ¿Sabías, Hartley, que antes de la guerra, una gran proporción de nuestros agentes eran alemanes? ¿Por qué?, te preguntarás. Porque los alemanes son los mejores espías del mundo, y porque podíamos confiar en ellos.
»Desde luego, no los mandábamos a espiar a su propia patria. Eso hubiera podido resultar fatal, pues fácilmente nos hubieran traicionado. Pero eran de gran utilidad en Rusia, Noruega, Suecia, y la mayoría de las naciones de Europa oriental. En Francia usábamos rusos, y en Italia y España, franceses.
»Lo más extraordinario del caso es que los alemanes que trabajaban para nosotros eran mejores espías que los que trabajaban para su propio país. Se cree comúnmente que antes de la guerra, Alemania tenía la mejor y más extensa red de espionaje de todo el mundo. Pero tal cosa es mentira… Bueno, todo esto no viene al caso. Mi…, mi intención no era decirte un discurso; sólo deseaba que comprendieses que…, que debo ser franco, Hartley; los miembros del Servicio Secreto tienen que ser personas preparadas, astutas, inteligentes. Si no poseen estas cualidades, y muchas otras, acaban frente al paredón. Me duele decírtelo, Hartley, pero la verdad es que si tú fueras espía, te fusilarían antes de dos semanas.
Hartley sonrió, con amargura.
—¿Y toda la fe que usted decía tenerme?
Ruborizándose, el comandante esquivó la mirada acusadora de su sobrino.
—Lo siento, muchacho —murmuró—. Como te dije, el espionaje es un juego muy sucio, y a veces uno tiene que olvidarse de sus sentimientos en aras del deber.
Hubo una pausa. Ambos hombres se concentraron en sus propios pensamientos. Finalmente, Hartley habló:
—Dime, tío, ¿qué razones tuviste exactamente para hacer lo que hiciste en el asunto de los papeles? ¿Por qué me cubriste de elogios, aparentando confiar en mí, cuando todo el tiempo me creías un perfecto idiota, y pensabas aprovechar eso?
—Estás resentido, Hartley. Supongo que no puedo reprochártelo. Tuve muchas buenas razones para todo lo que hice. ¡Escucha! Supe que «Mystery» se había enterado de la alianza entre Inglaterra y los Estados Unidos, y que estaba usando todos los medios a su alcance para obtener información al respecto. Teniendo en cuenta su enorme astucia (nunca hay que subestimar a los contrarios, muchacho), temí que tuviera éxito, de manera que decidí despistarla.
»Falsifiqué un juego de papeles. Calculé que si conseguía que «Mystery» los robara, pensando que eran genuinos, ganaríamos el tiempo necesario para que la alianza se concertara sin molestia alguna.
»El próximo paso era preparar el robo. Desde luego, lo mejor era que «Mystery» robara los papeles al mensajero que debía llevarlos a París; pero ¿qué mensajero sería ése? Si usaba un agente secreto, «Mystery» sospecharía inmediatamente en caso de obtener los papeles con demasiada facilidad.
»Lo mismo pasaría con un emisario real, e incluso conmigo mismo, y en general, con cualquier persona que «Mystery» conociera. Entonces, pensé en ti. Sabía que podía confiarte mi secreto; créeme, Hartley; pero, por lo demás…, pues, no tenía mucha fe en ti. Calculé que no podrías evitar cometer algún error, que por uno u otro método «Mystery» lograría quitarte los papeles. El resultado era seguro: ¿cómo podías tú, un novicio, enfrentarte con alguien como «Mystery»? —El comandante alzó los hombros—. Me equivoqué. Fuiste capaz de burlarla, Hartley, y por eso debes ser felicitado. Lástima que al triunfar hayas destruido mis cuidadosos planes. Los papeles están ahora en París y deben volver pronto a Londres. Espero que «Mystery» no nos gane el segundo asalto.
—Yo en tu lugar, tío, mandaría esos papeles a Londres lo más pronto posible —dijo Hartley, con voz calmada.
El comandante Witham alzó rápidamente la vista.
—¿Qué quieres decir?
—Que ahora es buen tiempo para hacerlo, mientras «Mystery» está ocupada en otra parte, tratando de conseguir los planos del avión Maurcot.
—¡Buen Dios, muchacho! ¿Qué sabes del avión Maurcot, y de «Mystery»?
Hartley rio.
—Para ser un imbécil, sé muchas cosas, ¿no es así, tío? Sé, por ejemplo, que Maurcot ha inventado un aeroplano tan maravilloso que, comparado con él, el mejor avión existente no es más que un lento caracol. El avión Maurcot puede doblar sus alas como un pájaro, volar a casi quinientos kilómetros por hora, elevarse perpendicularmente, y si vuela a más de cien metros de altura, no es sólo casi silencioso, sino también invisible.
»Puedo decirle, asimismo, que «Mystery» se encuentra en estos momentos a menos de treinta kilómetros del hangar Maurcot. Está hospedada con unos amigos que conoce desde hace cinco años.
Mudo de asombro, incapaz de creer lo que oía, el comandante miró a su sobrino.
—¿Qué…, qué…; cómo demonios…, cómo supiste todo eso? —tartamudeó, nervioso.
Hartley abrió su cigarrera, eligió un cigarro y lo encendió con molesta lentitud. Exhalando una bocanada de humo, replicó:
—Pero, supongo que sus espías ya lo han informado de todos estos detalles, ¿no es así?
El comandante miró al joven durante varios segundos, sin pronunciar palabra. Era como si estuviera meditando muchos problemas complicados. Cuando volvió a hablar, su voz era nuevamente calmada y llana.
—Bueno —dijo—, es hora de que pongas las cartas sobre la mesa. Empiezo a notar que me equivoqué de cabo a rabo al juzgarte, Hartley. Ahora te estás vengando de ello, pero, como ya dije, no puedo reprochártelo. En estos instantes me doy cuenta de que lo que te dije en Inglaterra era verdad: bajo tu afectada indiferencia, bajo tu aparente apatía, hay algo que nunca sospeché.
»Eso me complace más de lo que puedo expresar en palabras. Tu padre, muchacho, era hermano mío, y un hombre magnífico. No sabes cómo me ha dolido verte perder tiempo en compañía de esos jóvenes tontos que creen que el mundo no es más que un gran salón de baile. Supongamos que me dices algo más acerca de tus descubrimientos.
Había una gran sinceridad en la voz del comandante. No estaba actuando esta vez. Hartley sintió un gran afecto por aquel caballero de cabello gris que con tanto éxito engañaba a todo el mundo.
—Muy bien, tío. Antes que nada, será necesario recordar el día en que usted empacó los documentos falsos. Como ya le dije, vi que su criado nos espiaba, y llevé a cabo mi pequeña treta de substitución.
»En los momentos en que mi tren iba a salir, me encontré con una vieja amiga. Había ido a la estación a despedir a una amiga suya, que regresaba a Francia. Nos presentó, y luego, por extraña coincidencia… —Hartley se interrumpió y soltó una risita—. No, supongo que no debe de haber sido coincidencia. Bueno, el caso es que esta muchacha y yo quedamos sentados uno frente al otro. Nos embarcamos en una conversación muy interesante, en la que, para decir la verdad, comencé de inmediato a delatarme.
»Tío, esa hermosa mademoiselle (no importa su nombre) tenía cierta cualidad que me atraía irrevocablemente. Hasta entonces, no había sido precisamente un misántropo, pero poco me faltaba. Y he aquí que, por primera vez en varios años, una mujer logra cautivar mi interés. Eso cambió por completo mi conducta; empezamos a hablar en serio, largo y tendido. Demasiado tarde recordé mi papel, mi personalidad de idiota…; no quiero lanzarle ninguna indirecta, tío. Aquella conversación no tuvo importancia, excepto por una cosa: durante ella, noté que la joven usaba un perfume extraordinario, que parecía parte esencial de su persona.
»Era una mezcla astuta y gloriosa de espliego, lirio del valle, violeta; de todos los aromas que llenan el más florido de los jardines. Era inconfundible, por su… su misterio, su peculiar textura. ¡Exquisito e inolvidable!
»Cuando el tren llegó a Dover, perdí de vista a la muchacha en medio del ajetreo, y aunque la busqué cuanto pude, me resultó imposible hallarla a bordo del barco.
»El resto ya lo sabe usted, a excepción de un pequeño detalle. Al abrir la valija y notar la desaparición de los papeles, percibí un aroma peculiar: el aroma del perfume que la francesa del tren usaba.
De un salto, el comandante se levantó de su silla y, atravesando el aposento de grandes zancadas, se plantó frente a su sobrino.
—Por todos los santos, ¿significa eso que…?
—¡Qué conozco la identidad de «Mystery»!
El comandante tragó saliva repetidas veces; luego, se dejó caer en una silla, respirando pesadamente.
—Buen Dios —gruñó—, y pensar que yo llevo años tratando de averiguarla.
Movió la cabeza repetidas veces, expresando su disgusto. Hartley trató de consolarlo.
—Anímese, tío —sonrió—; la mayor parte de los grandes descubrimientos se han hecho por accidente.
El comandante Witham se rascó la barbilla, como hacía siempre que tenía una duda.
—De todos modos, Hartley, hay algo raro en lo del perfume. «Mystery» no acostumbra cometer errores. Pero prosigue; supongo que tendrás algo más que decirme.
—Bastante. Llegamos ahora al día en que fui de visita al Chateau de los Stael. Como usted estaba tan disgustado conmigo, decidí perderme de vista por un rato, así que acepté la incitación que Stael me hizo a Brenninçaux. Eso fue hace una semana.
»La noche de ayer hubo una fiesta que no terminó sino hasta las tres de la madrugada. A esa hora estaba yo cansadísimo, y mareado de tanto fumar; sin embargo, no podía dormir. Finalmente, decidí salir a respirar aire fresco. Me vestí, y un cuarto de hora después caminaba por el bosque de Brenninçaux.
»A1 otro lado de este bosque hay una gran llanura sin cultivar; el terreno es malo, según me han dicho. Me detuve al entrar en ella, y estaba a punto de regresar cuando me llamaron la atención las extrañas acrobacias de algo que tomé por un enorme pájaro.
A continuación Hartley relató lo que había sucedido después; su encuentro con la muchacha, que en realidad era «Mystery», y finalmente su descubrimiento de que ambos eran huéspedes de la misma persona.
—Ella había llegado al Chateau la noche anterior, pero como tenía jaqueca se acostó inmediatamente; por lo menos, esa fue la excusa que dio. Por eso no nos vimos en la fiesta. De modo que ahora, tío, ya le he dicho toda la verdad.
El comandante negó con la cabeza.
—No toda aún, muchacho. ¿Cuál es el nombre de la muchacha?
Hartley cerró con fuerza los labios.
—No, tío. Ese secreto me pertenece.
El viejo lo miró con sorpresa durante unos instantes; luego emitió una corta risa.
—¿No me estabas diciendo hace unos minutos que quieres, ingresar al Servicio Secreto? ¿Te parece que tu conducta es la de un buen agente? Aparentemente, has malinterpretado la palabra «secreto».
Hartley se ruborizó.
—Pero, tío, el asunto es mío. Quiero…, quiero luchar contra ella utilizando sus mismas armas, derrotarla con mis propias fuerzas. Soy el primero en descubrir su identidad; tengo derecho a conservar en secreto mi descubrimiento.
La expresión del comandante se suavizó.
—Comprendo lo que sientes, Hartley, pero los miembros del Servicio Secreto no acostumbramos hacer esas cosas. Supongamos que al salir de aquí mueres repentinamente; que te atropella un camión; que el taxi dónde vas se voltea. La muerte ataca cuando menos se le espera. ¿Te llevarías el secreto a la tumba, en perjuicio de tu patria?
—¡Mademoiselle Marie Arnaud!
Las palabras brotaron de sus labios casi contra su propia voluntad. Estuvo a punto de lamentar su impulsivo viaje a París.
Durante la conversación, Hartley había asombrado a su tío repetidas veces, pero ahora le tocó a él el tumo de sorprenderse. Sin tener ninguna idea exacta sobre el asunto, esperaba que al oír la revelación el comandante sonreiría triunfalmente, o repetiría el nombre con solemnidad…, en fin, que hiciera cualquier cosa, excepto lo que hizo.
Durante un momento reinó el silencio; acto seguido, la habitación se llenó de alegres carcajadas. El comandante se estremecía convulsivamente, incapaz de contener la risa.
Sólo al ver a Hartley levantarse y caminar con paso airado hacia la puerta, se calmó un poco.
—Un momento, muchacho —llamó, mientras Hartley hacía girar el picaporte—. Lo siento, Hartley, pero te has equivocado por completo. Mademoiselle Arnaud es la hija del embajador francés en Inglaterra.