Capítulo XVIII
DURANTE ALGUNOS DÍAS, Hartley visitó asiduamente los jardines del Casino, esperando que el «número dos» del Consejo de los Cinco hiciera su aparición.
Por las noches, entraba al Casino, visitando primero la ópera y luego las salas de juego. En varias ocasiones vio a mademoiselle Sonia, pero, como ambos habían acordado, ninguno dio señas de reconocer al otro.
Nada sucedió hasta la sexta noche. Hartley asistió a la ópera, pero no pudo reconocer a nadie entre el público, así que, después del primer acto, salió a mirar el juego.
Como de costumbre, sus pesquisas carecieron de éxito; ni en las mesas de ruleta ni en las de baraja reconoció al número dos. Terminando su recorrido, decidió ir al Club Deportivo. Fue hacia la salida y el portero se preparó a abrirle, pero en esos momentos alguien empujó la puerta desde el exterior. Un segundo después, «Mystery» entraba en el Casino.
Los ojos de Hartley se iluminaron. Impulsivamente se adelantó, y con voz alegre, exclamó:
—¡Mademoiselle! ¡Por fin llega usted! He estado esperándola.
Ligeramente ruborizada, ella lo miró durante un breve instante, para luego proseguir su camino sin contestar el saludo.
Incapaz de creer que la joven lo hubiera ignorado deliberadamente, Hartley la miró alejarse. De pronto, ella se detuvo, titubeó y volvió el rostro. El optimista Hartley interpretó esto como una semi disculpa, y se acercó apresuradamente.
—Mademoiselle —dijo, suavemente—, ¿no me ha perdonado usted todavía?
Ella lo miró con enojo.
—Monsieur —protestó, fríamente.
—Mademoiselle, por favor; seamos amigos.
La expresión de la muchacha no se suavizó en absoluto.
—Haga el favor de dejar de molestarme, monsieur, si no quiere que llame a un policía.
Hartley enrojeció.
—Comprendo, mademoiselle. Prefiere usted la guerra. Muy bien, acepto su reto.
Con estas dramáticas palabras, se inclinó ligeramente y abandonó el recinto.
Con el corazón dolorido, paseó repetidas veces por la terraza, luchando por ordenar sus tumultuosos pensamientos.
A lo lejos, en el mar, brillaban las luces de un lujoso vapor de pasajeros que se acercaba lentamente a tierra. A los pies de Hartley, un tren pasó resoplando, con rumbo a Niza. Hasta la terraza llegaban las notas de un vals. Pero Hartley no percibía nada de esto; sólo podía pensar una y otra vez que la mujer que amaba lo habla rechazado por completo.
Gradualmente, los pensamientos del joven se aclararon, y su furiosa sorpresa se convirtió en determinación. Ya que «Mystery» quería guerra, se la daría. Lucharía con ella en forma inmisericorde; la obligaría a reconocer su error.
A la mañana siguiente, Hartley se despertó tarde. El único botones del hotel fue a avisarle que un señor quería verlo urgentemente.
—Hazlo pasar —ordenó Hartley.
Se levantó, se puso una bata y se cepilló vigorosamente el cabello. No bien había concluido estos preparativos, un francés pequeño y moreno entró a su aposento.
—¿Es usted monsieur Hartley?
Hartley asintió, completamente desconcertado. ¿Qué querría ese hombre?
—Perdón, monsieur —continuó el francés—, pero me parece que lo he visto en alguna otra parte.
¡Uno de sus ayudantes! Hartley observó detenidamente al otro.
—Quién sabe, monsieur; conozco a muchas personas.
—¿Muchas, monsieur? ¿Cómo setenta y siete?
Hartley dio la contraseña y el visitante se sentó.
—Me han ordenado presentarme a usted y esperar sus instrucciones, monsieur. Me llamo Durand…, por el momento.
Hartley ofreció al hombre un cigarro.
—Y yo —contestó— me llamo Smith.
Durand sonrió.
—Qué coincidencia, monsieur; ambos tenemos nombres muy comunes.
Poniéndose serio, preguntó:
—¿Y ahora, monsieur?
—No estoy seguro. Por el momento, las cosas están calmadas.
Pero entonces se le ocurrió que Durand podía serle útil. Era importante saber en qué hotel se hospedaba mademoiselle Arnaud. Desde luego, era posible que usase otro nombre, pero había que arriesgarse.
En pocos minutos dio sus instrucciones a Durand, y éste las llevó a cabo con rapidez asombrosa, pues volvió cuando Hartley apenas había terminado de vestirse.
—Había una mademoiselle Arnaud en el Riviera Palace, monsieur.
—¡Ajá!
—Pero ya partió rumbo a París.
Hartley se sobresaltó.
—¿Está usted seguro? —murmuró.
—Completamente, monsieur. Vi cómo subían su equipaje al tren.
Absolutamente desconcertado ante esta inesperada acción de «Mystery», Hartley trató de deducir cuál era la causa de ella. Al verla en el Casino, el joven había pensado que pronto ocurriría algo, que el número dos había llegado ya, o no tardaría en llegar. ¿Qué significaba la súbita partida de la muchacha?
—¿Sabe usted cuánto tiempo ha estado aquí mademoiselle Arnaud? —preguntó.
—Sólo como seis días, monsieur.
Seis días, el mismo tiempo que él, y sin embargo no la había visto hasta la noche anterior. Desde luego, tal cosa no importaba mucho, posiblemente había sido sólo mala suerte.
El problema principal era: ¿por qué había regresado la joven a París justamente cuando el número dos podía llegar en cualquier momento? ¿Significaba aquello que después de todo, el número dos no llegaría? ¿Habría cambiado de planes el Consejo de los Cinco?
Hartley tamborileó sobre la mesa con los dedos. ¿Qué hacer? ¿Quedarse en Montecarlo, o seguir a «Mystery» a París?
Se levantó abruptamente, diciendo:
—Debo pensar bien esto. Véame más tarde; almorzaremos juntos.
—Monsieur… —empezó el otro con sorpresa, y su expresión, más bien alarmada, hizo que Hartley recordara sus instrucciones.
—Cierto —se disculpó—; olvidaba que no deben vemos juntos más de lo necesario. Entonces, nos veremos esta noche, en la Salle Privée.
Caminando rápidamente hacia Mónaco, Hartley trató de desentrañar las razones del comportamiento de «Mystery»; mientras más pensaba, más parecía alejarse de la respuesta.
Intrigado y profundamente preocupado, regresó por el camino bajo, rodeando la bahía, y se dirigió inconscientemente a la estación del ferrocarril, pues algún impulso oculto lo impelía a verificar el horario de los trenes que iban a París.
Mientras hacía esto, un tren llegó a la estación, y una o dos veintenas de pasajeros descendieron.
Hartley los observó por un rato, sin mucho interés, y se disponía a apartar la vista cuando la interrogante que lo había estado martirizando se resolvió de pronto. No había necesidad de seguir a «Mystery» a París, porque en esos precisos momentos el número dos descendía del tren y entregaba su boleto al cobrador. Era herr Cattelmann.