Capítulo XII
WILBERFORCE Y HARTLEY esperaron hasta que la mujer entró al edificio, y luego, el americano suspiró con alivio. Después de tantas fatigosas horas, estaban por fin en Washington y habían cumplido su misión.
—Bueno, supongo que esos papeles ya están a salvo. Hemos derrotado a «Mystery». Ahora voy a echarme un buen sueño. ¿Vienes conmigo?
—No, gracias. Voy a la barbería; necesito una afeitada.
—Yo también, pero me caigo de sueño —llamó un taxi—. Diablos, cómo se tardaron esos tipos en escribir unos cuantos miles de palabras y en dibujar dos o tres mapas. Llámame por teléfono en la noche, Witham. Nos iremos de parranda para celebrar la victoria.
Subiendo al taxi, agitó su cansada mano en señal de despedida.
Hartley esperó a que el coche de Wilberforce diera vuelta; luego llamó otro taxi.
—¿Quiere ganarse cincuenta dólares? —le preguntó al conductor.
El hombre sonrió alegremente.
—¡Cincuenta! Claro que sí. ¿Qué tengo que hacer?
Hartley dio sus instrucciones.
Diez minutos después, cuando la señorita Freebody salió del edificio, no tuvo problema para hallar taxi.
—Al hotel Astor —dijo subiendo; y entonces, exclamó—: ¿Qué significa esto?
—Únicamente que yo alquilé este coche antes que usted, señora.
—Disculpe, caballero —dijo la mujer, disponiéndose a bajar.
—Un momento, por favor —exclamó Hartley, reteniéndola—. Nada me gustará más que gozar de su compañía. A decir verdad, debo confesarle algo. Soborné al conductor para que la esperara.
—¡Para que me esperara! No comprendo —repuso ella, mirándolo fríamente.
—Bueno, para serle franco, deseaba hablar con usted, para pedirle la devolución de algo que pertenece…, este…, a otra persona.
—Devolución…, otra persona… No comprendo —la voz de la señorita Freebody temblaba un poco.
—En tal caso, será mejor que me explique. Me refiero, para ser preciso, a los papeles que usted acaba de robar de cierta valija, y que se refieren al plan de defensa de los Estados Unidos contra la amenaza asiática.
Hubo un silencio, roto sólo por el rítmico ronroneo del automóvil. Hartley miró a la mujer. Ella tenía la vista fija al frente, y su rostro inmóvil dejaba traslucir una expresión de desaliento. El joven sintió una triunfante alegría.
—De modo que a «Mystery» no le gusta perder.
Se arrepintió de la hiriente frase en el mismo instante de decirla, pero ya era demasiado tarde. La mujer alzó la cabeza con gesto altivo, y Hartley supo que nunca le perdonaría su pedestre alardeo.
Esta idea ensombreció su entusiasmo. Acaso nunca volviera a verla en toda su vida, y si la volvía a ver, tendría merecidos todos los desprecios que ella seguramente le haría.
—Mademoiselle… —quiso disculparse, pero calló avergonzado cuando la joven lo miró a los ojos.
—Muy bien, señor detective, ¿no va a ponerme las esposas? —dijo ella con desdén.
Hartley había tenido la esperanza de que, viéndose atrapada, se rindiera, pidiese misericordia con lágrimas en los ojos. La actitud desafiante le provocó ira.
—Sólo quiero los papeles, mademoiselle —repuso secamente.
—No comprendo, señor Witham —dijo ella con frialdad.
Hartley se alzó de hombros.
—¿Por qué fingir, mademoiselle? ¿Niega usted haberse apropiado de los papeles que acabo de mencionar?
—No niego nada.
—Entonces, ¿qué es lo que no comprende?
—La petición que usted me hace… —Marie dejó escapar una cristiana carcajada—. Devolución…, monsieur, ¿cree usted sinceramente que voy a devolver esos papeles?
—Desde luego.
—Entonces, lamentaré desilusionarlo.
Hartley meneó la cabeza.
—No, mademoiselle, porque si usted no me da ahora mismo los papeles, la haré encarcelar.
Marie lanzó una exclamación de sorpresa.
—¡Cómo se atreve, cómo se atreve! —tartamudeó. Luego, calmándose, preguntó con curiosidad—: ¿Cómo me descubrió?
—Mademoiselle, yo también estaba en Niágara, y cuando usted se hizo ojo de hormiga, supe que había llegado el momento de actuar. Sólo había una manera de conocer sus planes: ponerme en su lugar. Eso hice, y de repente descubrí cuál era la única forma en que podía adueñarse de los planes.
»Si de una manera u otra, podía usted suplantar a uno de los cuatro patriotas, el golpe le resultaría relativamente fácil. Si, más aún, podía usted tomar el lugar de la señorita Freebody, la victoria era casi suya. Pero ¿cómo hacer esto?
»Obviamente, la suplantación no se llevaría a cabo sino hasta que todos los planes estuvieran listos. Usted supuso que después de tantas horas de escribir y dibujar, los patriotas querrían lavarse las manos. Esa fue la oportunidad. Fueron a lavarse, uno por uno, y usted esperó en el baño hasta que la mujer entró. La misionera que traspuso la puerta era la verdadera; la que casi en el acto se unió a los otros tres patriotas era usted, disfrazada.
»Confieso que todos estos detalles los deduje después; pero lo que importa es que descubrí a tiempo la idea central. Usted cometió dos errores, mademoiselle, por la única razón de que se confió demasiado. El primero es que había sólo tres toallas sucias, pero cuatro pares de manos limpias. Entonces supe que mis sospechas eran correctas. Usted había suplantado a uno de los patriotas.
»Solamente quedaba por averiguar quién era el suplantado. Hice que Wilberforce obtuviera los cuatro autógrafos, con el pretexto de su importancia histórica. No porque creyera que usted fuese mala falsificadora; conociéndola, estaba seguro de que habría previsto ese detalle. Pero, desafortunadamente para usted, el día era el 27 del mes, y al escribir la fecha usted se delató. Llevada por el hábito, escribió usted el siete como todos los franceses: con una pequeña rayita en medio. Supe entonces que, tal como yo había creído, usted suplantaba a la señorita Freebody.
»Después de eso, ya no me preocupé en lo más mínimo. Ignoro cómo y cuándo robó usted los papeles. Lo que sí sabía era que se hallaba demasiado vigilada como para poder disponer de ellos antes de haber entregado la valija aquí en Washington.
»De modo que esperé con paciencia y luego me permití jugarle esta pequeña broma. Ahora, mademoiselle, deme los papeles:
Ella se irguió desafiante, el rostro airado, los ojos relampagueantes.
—No, no, no. Nunca.
Hartley se asomó por la ventana y dio una orden al conductor. El taxi se detuvo, dio media vuelta, y regresó por el camino por donde había venido.
—¿Adónde vamos? —susurró ella.
—De vuelta a la Oficina de Guerra —respondió él en tono cortante.
El taxi prosiguió su ruta. Pronto se detuvo en su punto de partida.
—Los papeles, mademoiselle.
Hartley oyó un apagado sollozo, y a la luz que penetraba del exterior, vio que el rostro de la muchacha estaba mortalmente pálido.
Ambos se miraron a los ojos, y hubo un forcejeo de voluntades. Reuniendo toda su fuerza, Marie trató de abatir la magnética personalidad del joven, pero él resultó ser el más fuerte. Tras unos momentos, Marie buscó en sus bolsillos, y, sacando los papeles, se los entregó.
—¡Cómo lo odio! —murmuró.
Ya en poder de los documentos, Hartley se sintió de pronto inundado de compasión hacia el grácil ser que acababa de domeñar, y las violentas palabras lo hirieron.
—Mademoiselle, comprenda usted que no hago sino cumplir con mi deber —dijo con voz suplicante.
—¡Deber! ¿Qué sabe usted del deber? Lo odio por lo que ha hecho. Cree haber actuado bien. Todo lo contrario; ha causado innumerable daño.
—Nuestras opiniones difieren, mademoiselle. Olvida usted que la he sorprendido, como se dice vulgarmente, con las manos en la masa. Si quisiera, podría entregarla a la justicia.
Ella sonrió desdeñosa.
—Muy bien, señor patriota. Cumpla con su deber. Entrégueme a ese policía de la esquina. Dígale: «Aquí está una espía; métala a la cárcel». Ande; la patria sé lo agradecerá.
Hartley no contestó, pero su rostro adquirió una expresión de dolor.
—Por favor, mademoiselle…
—¡Bah! —prosiguió ella—. No podrá usted entregarme, ni siquiera traicionar mi secreto. Seguirá usted siendo el único en saber mi identidad. «Mystery» seguirá siendo «Mystery».
Hartley quiso contradecirla, pero ella no le dio ocasión.
—No hable —dijo—. Usted ha obtenido los pápeles, pero también yo he ganado una victoria. Usted me recordará durante mucho tiempo, pensará en mí, soñará conmigo, y yo sólo me reiré de usted. Si acaso volvemos a encontrarnos, tenga cuidado, señor Witham. Recuerde que sigo siendo «Mystery». Hay algunas cosas sobre mí que usted ignora todavía. Adiéu.
Con rápido movimiento, descendió del coche antes de que Hartley pudiera impedírselo, y llamó otro taxi.
Hartley se hundió en el asiento. Había ganado, había derrotado por fin a «Mystery», pero le era imposible sentirse satisfecho. Al contrario, se sentía vil y despreciable, aunque ignoraba la razón.
Al llegar otra vez a Nueva York, entregó los papeles al sorprendido Wilberforce.
A continuación, compró su boleto para Inglaterra y, regresando a su hotel, cenó y se acostó temprano.
Había comprado un diario vespertino, y antes de apagar la luz paseó la vista por las noticias. Pero su mente estaba en otra parte. Marie Arnaud había tenido razón al predecirle qué pensaría en ella, que soñaría en ella durante mucho tiempo…
De repente, vio el nombre ante sí, sobre la página del periódico. Al principio creyó sufrir una ilusión de óptica: era una fantasía suya, un sueño.
Luego se dio cuenta de que no era así, de que el nombre estaba verdaderamente allí, mencionado en una breve noticia:
HIJA DE CONOCIDO DIPLOMÁTICO, HERIDA EN LONDRES
Fue Víctima de un Accidente Automovilístico, Informa Nuestro Corresponsal Londinense.
Ayer en la mañana, mademoiselle Marie Arnaud, hija del embajador francés en Londres, resultó víctima de un accidente automovilístico, causado por un vehículo de carga que al patinar sobre el asfalto embistió el coche que Mademoiselle Arnaud guiaba.
Sin embargo, los numerosos amigos de mademoiselle Arnaud, muchos de ellos americanos, se alegrarán de saber que, afortunadamente, las heridas que la bella joven recibió fueron meramente superficiales. Se calcula que en menos de una semana será dada de alta.
Hartley no pudo continuar leyendo. Su mente era un caos. Si el periódico decía la verdad, y no había nada que hiciese pensar lo contrario, mademoiselle Marie Arnaud no era, después de todo, «Mystery».