Capítulo VI
DURANTE EL VIAJE de regreso a Brenninçaux, Hartley se vio sumergido en un mar de pensamientos. Al principio intentó leer un periódico, pero pronto tal cosa le resultó imposible. El recuerdo de las carcajadas de su tío lo asaltaba una y otra vez, y en cada ocasión con más amargura.
Qué ridículo estaba haciendo. Todo lo que hacía o pensaba resultaba equivocado. Era absurdo pensar que hubiera podido ingresar al Servicio Secreto…, y sin embargo…
Dos veces había olido el perfume de Marie Arnaud, y se hallaba dispuesto a jurar que era el mismo que había impregnado su valija. De eso estaba absolutamente seguro. ¿No era acaso prueba suficiente de que Marie y «Mystery» eran la misma persona?
Sin embargo, las consideraciones de su tío no dejaban de ser verdaderas. En respuesta a las acaloradas aseveraciones de Hartley, el comandante Witham había hecho notar, sabiamente, que aunque mademoiselle Arnaud creyera que el perfume se destilaba para su uso exclusivo, no era difícil que de uno u otro modo, acaso a través de la mediación de un empleado deshonesto, el aroma fuese a parar a otros tocadores.
Era extraño que Marie Arnaud no hubiera estado en el barco que cruzaba el canal; pero aquí tampoco había evidencia definitiva que confirmase el hecho. El marinero que la buscó pudo muy bien comprender mal la descripción hecha por Hartley, y haber pasado junto a la muchacha sin reconocerla.
Pero, a pesar de todo, Hartley conservaba la impresión de que las circunstancias que rodeaban a Marie eran bastante peculiares. El germen de la duda estaba firmemente enraizado en él, y le era imposible rechazarlo.
La indecisión luchaba con la determinación. Por un lado, el sentido común le aconsejaba olvidarse definitivamente de todo lo relacionado con el espionaje, con los secretos de Estado, con «Mystery»; pero otra faceta de su carácter protestaba vivamente. Existía un misterio que él debía resolver. La aventura lo llamaba y la curiosidad lo urgía a engrosar las filas de los agentes secretos. Sólo el temor de volver a ponerse en ridículo le ordenaba desistir.
Se encontraba aún embebido en esa lucha cuando el Rápido, que desvergonzadamente contradecía su nombre, llegó a la estación de Brenninçaux. Archivando por el momento el problema, Hartley tomó un maltratado taxi Renault para que lo llevara al Chateau.
Una vez allí, se enteró de que la ya numerosa cantidad de huéspedes había sido aumentada. El recién llegado era americano; Hartley adivinó su nacionalidad aun antes de oírlo hablar.
Cuando Hartley entró, su anfitriona, madame de Stael, acudió a saludarlo.
—¿Ya de regreso, Hartley? No te esperaba tan pronto.
—Su castillo es demasiado encantador para alejarse de él durante mucho tiempo, madame —repuso Hartley con galantería.
Ella sonrió, agitando un dedo en señal de reprobación.
—Hartley, dijiste eso como si de veras lo creyeras. Pero ven, quiero presentarte a un viejo amigo mío, que acaba de llegar. Capitán Wilberforce, permítame presentarle al señor Hartley Witham, de Londres. Hartley, te presento al capitán Wilberforce, ex oficial del ejército norteamericano.
—Mucho gusto, señor Witham.
Ambos se estrecharon la mano.
—Hartley, mon ami, el chef requiere mi presencia. Te pido por favor que entretengas al capitán Wilberforce hasta la hora de cenar.
Así diciendo, la vivaz anfitriona se alejó rumbo a desconocidas regiones del enorme Chateau.
Hartley se volvió hacia el otro.
—¿Juega usted billar, capitán?
—Más o menos.
—¡Magnífico! Madame de Stael ha instalado una mesa inglesa. ¿Jugamos una partida de cien puntos?
—Por supuesto.
Durante el juego, los dos hombres charlaron, y de esa manera, poco a poco, Hartley fue sabiendo la historia del americano. El capitán Wilberforce había conocido a madame de Stael durante la guerra, mientras desempeñaba una comisión militar. Había sido uno de los primeros en desembarcar en 1917, y participó en la batalla de Saint Mihiel.
¿Resultó herido? ¡No! Salió de la guerra ileso, excepto por un pulgar infectado, a resultas de abrir una lata de carne de res. Sí; se había retirado del servicio, y planeaba pasar el resto de su vida vagabundeando por Europa.
¡El resto de su vida! Hartley lo miró de reojo. El americano no aparentaba más de treinta y cinco o cuarenta años; era demasiado joven para hablar así.
Por alguna obscura razón, Hartley empezó a sentir un claro interés por el hombre de Nueva York, de modo que, obedeciendo sus impulsos, observó al capitán lo mejor que pudo.
Wilberforce era alto; mediría alrededor de un metro ochenta y cinco. Su cuerpo era atlético y bien proporcionado.
Tenía abundante cabellera, pero ésta empezaba ya a volverse gris, como es común entre los americanos. Dentro de algunos años, calculó Hartley, estaría ya completamente blanca. Sus facciones eran enérgicas, aunque demasiado anchas. Juzgando por su acento, Hartley sospechó que había nacido en el sur de los Estados Unidos. Esta teoría no tardó en verse confirmada, cuando Wilberforce habló de su niñez en Louisiana.
La partida terminó con una ligera ventaja en favor de Hartley.
—Magnífico juego, señor Witham. Me debe usted el desquite. Pero ahora debo ir a cambiarme. Tardo mucho más en hacerlo que cuando era joven —terminó Wilberforce, como en disculpa.
¡De nuevo hablando como si fuera un anciano! A pesar del cabello entrecano, Hartley, habiendo charlado largamente con él, estaba seguro de que, a lo más, tendría cuarenta y cinco años.
Ascendieron juntos la monumental escalera, y al llegar al primer piso, se despidieron. Hartley caminó hacia su recámara; el capitán Wilberforce siguió su camino hacia el siguiente piso.
Cuando Hartley terminó de bañarse y de vestirse, faltaban sólo quince minutos para que sonara el gong que anunciaba la cena. El joven descendió a la planta baja, pues no quería estar a solas con sus pensamientos. Además, tenía la esperanza de ver a Marie. Pensó que volviendo a platicar con ella, sabría a ciencia cierta a qué atenerse.
Ninguno de los otros huéspedes estaba a la vista; Hartley decidió ir al salón de billar a practicar un poco.
Al abrir la puerta, oyó un murmullo de voces que se interrumpió súbitamente, y con aguda intuición se dio cuenta de que habían estado hablando de él. En la habitación estaban Marie y el capitán Wilberforce.
Casi inmediatamente siguieron hablando: se pusieron a comentar un excelente tiro que, según ellos, mademoiselle Arnaud acababa de lograr, y la absoluta naturalidad de sus voces parecía indicar que las sospechas de Hartley eran injustas, pero el joven estaba seguro de hallarse en lo cierto.
Marie fue la primera en verlo.
—¡Ah! ¡He aquí al señor Witham! ¿Dónde se había usted metido? No lo veía desde nuestro «accidental» encuentro de esta madrugada. Temí haberlo asustado.
Subrayó la palabra «accidental». ¿Por qué razón?
Hartley pensó que trataba de comunicarle un mensaje al capitán Wilberforce. ¡O quizá estaba sólo bromeando!
—Fui a París, mademoiselle. Para decir la verdad, el tonto de mi sirviente, al hacer mi maleta en Londres, empacó un pijama viejo y roto que yo desde hace tiempo quería tirar. Me avergoncé tanto de él que tuve que ir a comprar otro.
—¿Fue usted a París sólo para comprar un pijama? —Wilberforce lo miró con curiosidad, y una levísima sonrisa extendió sus labios. Luego se volvió hacia Marie; los dos se miraron de una manera extraña, cargada de significados indescifrables.
Hartley no dejó de notar esta acción inconsciente. Con cada segundo que pasaba, más y más sospechas se transformaban en certezas; ahora estaba seguro de que el capitán Wilberforce pertenecía a la banda de «Mystery» y que Marie, contra todo lo que pudiera decir el comandante Witham, era «Mystery» en persona.
Teniendo ya dos adversarios en vez de uno, Hartley debería actuar aún con más cuidado que antes. Los otros no olvidarían que ya los había burlado una vez, y seguramente abrigarían sospechas con respecto a su venida al Chateau.
Debía actuar, disimular; debía convencer a Marie Arnaud y a su cómplice de que era simplemente un peón, una pieza sin importancia en el juego de ajedrez del espionaje.
—Sí —dijo en respuesta a la pregunta del capitán—. Es que, ven ustedes, salí a recorrer todas las tiendas de Brenninçaux, pero no hallé más que unas horribles cosas de lana, y yo no uso más que seda.
—Extraño —meditó el capitán—. Vi un pijama de seda en la tienda junto a la oficina del alcalde.
Por afortunada coincidencia, también Hartley lo había visto.
—¡Ah!, dice usted ese verde lleno de florecitas. Pensé que el precio era demasiado alto, y en efecto, el que compré me costó diez francos menos, así que, después de todo, me convino ir a París.
—¡Oh, la-lá! —exclamó Marie—. ¿Y el precio del viaje, señor inglés?
—¡Caray! —Hartley adoptó una expresión de tonta sorpresa—. Nunca pensé en eso. ¡Mon Dieu! Debí haber comprado el pijama verde.
Antes de que alguien pudiera decir otra cosa, se oyó el sonido de un gong distante.
—¡Hora de cenar! —exclamó Marie—. Vengan, caballeros. Los dos me acompañarán; uno de cada lado. Si alguno me aburre, ¡qué se cuide! Dejaré de hacerle caso y me pondré a charlar con el otro. ¡Ésta es una competencia internacional! ¡Arriba, Inglaterra; ánimo, Estados Unidos!
Hizo una reverencia burlona ante cada uno de los hombres; luego, encabezó la marcha hacia el comedor.
Hartley dijo la verdad al afirmar que había comprado un pijama en París. Saliendo del hotel de su tío, caminó por la Chausée d’Antin. Su atención fue atraída por una prenda gris plata y malva. Investigando, vio que se trataba de «pajamas: trés origináls». Incapaz de resistir la tentación, lo compró.
Al ponérselo esa noche, rio para sí. En el juego que estaba jugando, una o dos mentiras no significaban nada en absoluto; pero si la verdad podía utilizarse, tanto más satisfactorio.
Se contempló en el largo espejo de pared. Sin ser un petimetre ni un Beau Brummel, Hartley era apuesto. El pijama de seda le quedaba a la perfección, y la delicada textura de la tela revelaba los fuertes músculos, y el amplio pecho.
Hartley se acostó. ¿Leer o dormir? Decidió que no tenía sueño, así que abrió un libro, otra de sus compras del día, y arrellanándose en el suave colchón de plumas, se sumergió en la lectura de la más reciente sensación literaria de Francia.
Emocionado por la historia, intrigado por la maestría del autor, pasó de página a página con intenso interés, olvidando el paso del tiempo. Sólo hasta que su reloj de viaje campanilleó tres veces sucesivas, se dio cuenta de que era hora de dormir.
De mala gana hizo a un lado el libro y apagó la luz. Hasta entonces notó que las pesadas cortinas de la ventana estaban cerradas y obstruían la entrada del aire fresco.
Se levantó perezosamente y fue hasta la ventana. ¡Caray! Ahora se daba cuenta del calor que hacía. Con diestro movimiento de muñeca apartó las cortinas, y vio que la ventana también estaba cerrada. Abriéndola, aspiró a pleno pulmón el aire puro, oloroso a pino.
Un ligerísimo ruido lo hizo asomarse. Su corazón dio un salto. A la mortecina luz de la luna nueva, alguien se alejaba sigilosamente de la casa: una figura femenina.
¡«Mystery»! Aunque no podía discernir si la vaga sombra era o no Marie, tuvo instintivamente la seguridad de que era ella quien se alejaba rápidamente. No necesitaba preguntarse las razones de tan inusitada expedición nocturna. ¿Podía haber alguna duda de que se hallaba relacionada con los planos del avión Maurcot?
Frenéticamente, Hartley se despojó de su pijama, y en menos de cinco minutos quedó más o menos vestido. Se asomó a la ventana. Era fácil saltar por allí, y como debajo había un amplio antepecho, resultaría también sencillo volver a la recámara por el mismo camino.
Brincó, tocó tierra con un golpe seco y echó a correr. Atravesando los terrenos del Chateau, llegó al bosque que los rodeaba. Una vez en la amistosa sombra se detuvo a escuchar, pero sin percibir sonido alguno. Maldijo para sí. Su retraso era sólo de cinco minutos, pero ese breve lapso podía representar una ventaja de casi medio kilómetro, y en el espeso bosque, tal distancia sería mayor todavía.
¡La había perdido! Y no podía hacer nada sino permanecer ocioso mientras que ella, seguramente, buscaba los planos de Maurcot. Era inútil esperar: nada había que hacer. Pensó y pensó, únicamente para volver a caer en la conclusión obvia. Ignorante de la dirección que «Mystery» había tomado, desconociendo el sitio donde estaba el aeropuerto, no sabiendo dónde vivía Maurcot, el inventor, lo único que podía hacer era regresar a su lecho.
Sin embargo, renuente a admitir la derrota, Hartley se internó obstinadamente en el bosque, pisando cuidadosamente y deteniéndose de vez en cuando a tratar de escuchar el sonido de otros pasos. Pero los únicos ruidos que oía eran el susurrar de los árboles y el movimiento de los pequeños habitantes del bosque.
No estaba seguro de poder encontrar el camino de regreso, pero tal cosa no le preocupaba mucho. Continuó avanzando, con la ligera esperanza de que, por algún extraordinario golpe de suerte, hallaría el rastro de la mujer.
Los dioses lo favorecieron: de repente, la vio.
Había llegado a un pequeño claro, donde se alzaba una decrépita y sombría cabaña que posiblemente había sido en alguna época el hogar de un carbonero. Súbitamente, una mujer entró al claro por el lado opuesto, y se acercó a donde Hartley estaba, pero al pasar frente a la cabaña, se detuvo y entró. El joven dudó al observar que caminaba con rapidez y que llevaba algo blanco entre las manos.
Cuando salió de nuevo, sus manos estaban vacías, y su paso era más calmado. Sin osar moverse, Hartley contuvo el aliento y esperó. Ella pasó a menos de cinco metros de él, sin notar su presencia, y se alejó en dirección del Chateau. Hartley continuó inmóvil hasta perderla completamente de vista.
Evidentemente el golpe había sido dado, los planos de Maurcot fueron hurtados y se hallaban en poder de «Mystery». Hartley gruñó. ¿Por qué, en nombre de Dios, por qué no se había preparado para un suceso de esa índole? Hubiera debido suponer que «Mystery» efectuaría el hurto durante la noche. Hubiera debido vigilar. Ahora era ya demasiado tarde… ¿o no?
Inconscientemente, se irguió. ¿Era demasiado tarde? ¿Había aún ocasión de recuperar los planos?
Intentó ponerse en el lugar de la muchacha. Ya en poder de los planos, ¿qué haría con ellos? ¿Mandarlos por correo? Difícilmente. Lo más probable era, por lo tanto, que los conservara consigo durante toda su estancia en Brenninçaux. O que se los pasara a otra persona. El nombre saltó a su mente: ¡Wilberforce! Cualquiera de los dos que abandonara primero Brenninçaux, se llevaría los papeles. Hartley sonrió sombríamente. Si para entonces él no había conseguido apoderarse de ellos, se marcharía también, en el mismo tren.
Una sola cosa lo intrigaba. ¿Por qué había entrado «Mystery» a la cabaña? Había dos razones posibles. Una, esconder los papeles en las intimidades de su vestido; la otra, ocultarlos en algún lugar de la cabaña para recogerlos después, antes de abandonar Brenninçaux.
Aparentemente la cabaña estaba desierta. Muy bien, en ese caso la registraría de cabo a rabo. Voltearía cada ladrillo, excavaría por todo el piso. Si lo que buscaba no estaba allí, aguardaría una ocasión conveniente para realizar análoga búsqueda en las habitaciones de Marie y Wilberforce.
El futuro se le presentaba optimista. Bajo las circunstancias, tendría forzosamente que triunfar en su investigación.
La cabaña estaba vacía, tal como Hartley había sospechado. Acto seguido, con la ayuda de una lámpara abandonada allí (probablemente por los espías), buscó por todas partes, sin obtener resultado alguno. ¡Pero aún había dos recámaras que registrar!