Capítulo XXIV
UNA JAQUECA HORRIBLE, un confuso murmullo de voces, gotas de agua. Estas impresiones se registraban débilmente en la mente de Hartley, con tanta vaguedad que no podía relacionarlas ni definirlas.
Tras un tiempo, sin embargo, su cabeza se aclaró un poco, y los objetos adquirieron sus contornos. El sonido de las voces dejó de ser un murmullo confuso para convertirse en palabras inteligibles que, inconscientemente, Hartley empezó a escuchar con atención.
Alguien decía en francés:
—Pero ¿cómo iba yo a saber, mademoiselle? Claro, que sabía que no era Morgan, pero pensé que era uno de los agentes de Van Hoffmann.
De nuevo las gotas sobre su rostro, como si alguien lo estuviera rociando con agua tibia.
—No creo que muera, mademoiselle —prosiguió la misma voz—. Le pegué duro, pero tiene el cráneo resistente. Además, no había otra solución. Si hubiera esperado un minuto más, una docena de cosas nos hubiera podido impedir raptarlo, como hemos hecho. ¿Si hubiera luchado?
—Supongo que tienes razón —dijo una voz desolada. Una voz de mujer que Hartley creyó reconocer.
—Vete. Regresa dentro de diez minutos. Si para entonces no ha recobrado el conocimiento, llamaré un doctor.
—Pero, mademoiselle, sería demasiado arriesgado.
—¡Basta, Jules!
Hartley oyó el ruido de pasos que se alejaban. Luego, silencio. Gradualmente, se dio cuenta de que su cabeza reposaba en el regazo de alguien. Entonces, sintió que dos brazos lo rodeaban y una mejilla suave se acercaba a la suya, mientras una voz dulce murmuraba a su oído:
—Por favor, no mueras, Hartley, por favor. Te amo demasiado. No debes morir. Oh, Dios mío, haz que se recupere. Lo amo tanto.
Hartley no se movió; se sentía incapaz de moverse, aunque todo su cuerpo estaba lleno de una felicidad que lo hacía olvidar temporalmente el dolor. Había reconocido la voz. Pertenecía a la mujer que significaba todo para él: «Mystery».
Quiso abrir los ojos y mirarla, quiso abrir la boca y dejar escapar sus propias declaraciones de amor, pero cierto sentimiento intuitivo lo hizo contenerse. No quería apenar a la muchacha. Permaneció quieto e inmóvil, aunque sus pensamientos saltaban loca y alegremente.
Durante todo un minuto la joven siguió abrazándolo. Luego, enderezándose, depositó su cabeza en el suelo con gran delicadeza.
Inconscientemente, a causa del dolor, Hartley se agitó y abrió los ojos, sólo para volver a cerrarlos inmediatamente, pues la luz era como una daga para sus pupilas.
Sus movimientos no pasaron desapercibidos. Marie rio, trémula de felicidad, y murmuró:
—Oh, gracias, Dios mío. Está vivo.
Luego, alzando la voz, llamó:
—¡Jules!
Hartley oyó acercarse los pasos de Jules.
—¿Sí, mademoiselle?
—Empieza a recobrar el conocimiento —anunció día, gozosa.
—Magnífico. En tal caso, mademoiselle, debemos irnos ya.
—Supongo que sí —dijo ella, dubitativa—. Pero debemos dejar a alguien que lo vigile hasta que llegue de nuevo al hotel. ¿Comprendes, Jules?
—Así se hará, mademoiselle.
De pronto, Hartley recordó. ¡Los papeles! ¿Se los había quitado «Mystery»? Moviéndose un poco, logró tocar con su mano izquierda el bolsillo donde había ocultado los papeles. Casi suspiró de alivio al ver que aún estaban allí. Aparentemente, «Mystery» los había olvidado con el susto de descubrir quién era él.
—Sí, sus mejillas van recobrando el color. Ven, Jules, debemos irnos ya.
—Sí, mademoiselle.
El sonido de los pasos desapareció en la distancia. Tras un rato larguísimo, Hartley se decidió a abrir los ojos. El sol lo golpeó de lleno, pero tras unos segundos se acostumbró a la luz, pudiendo entonces ver que yacía en medio de un campo. Se levantó tambaleante, sólo para sufrir una nueva punzada de dolor que lo hizo arrodillarse.
Poco a poco, el dolor pasó. Hartley miró alrededor. Bosques y campos, montañas cubiertas de vides, y en la distancia, el mar. Estaba en las montañas que miran a Mónaco.
Sin atreverse a mirar los papeles que llevaba en su bolsillo, caminó hasta La Turbie, el pueblo más cercano.
Allí buscó un restaurante y bebió una reanimante taza de café negro. Tras un corto descanso, tomó el funicular que descendía rumbo a Montecarlo.
Una vez en la ciudad, tomó un taxi, y pocos minutos después estaba de nuevo en su habitación.
Durand lo esperaba con rostro ansioso.
—Monsieur, he estado terriblemente preocupado. Empezaba a temer que algo le hubiera ocurrido.
—Algo me ocurrió —repuso Hartley, y rio con profunda alegría.
Durand lo miró, lleno de curiosidad.
—¿Qué quiere usted decir, monsieur?
—Ya se lo diré un día, Durand, un día cercano, cuando lo invite a mi casamiento.
El rostro de Durand resplandeció con una sonrisa.
—¡Vaya, monsieur! —exclamó picarescamente—. ¿Puedo felicitarlo?
—Pues todavía no —repuso Hartley con cierta duda—. En fin, hablemos de negocios.
—¿Tiene usted los papeles, monsieur?
Hartley golpeó su bolsillo.
—Aquí, Durand.
Sacó los papeles… y se quedó mirándolos fijamente. La expresión feliz que había llenado su rostro fue siendo substituida por una de furia y desconcierto. Los papeles que había sacado de su bolsillo no eran más que hojas en blanco. Sólo en una de ellas había un breve mensaje:
«Lo siento, Hartley, pero»…
«Mystery» había empatado la cuenta de triunfos.