Capítulo VII

HARTLEY TUVO LA impresión de que, después de aquella primera velada, Marie esquivaba tanto a él como al capitán Wilberforce, con lo cual dificultaba la participación del joven en el juego de espionaje.

Hartley intentaba vigilar, no sólo a Marie, sino también a Wilberforce, con el resultado de que, en más de una ocasión, perdió de vista a ambos durante algún tiempo. Cuando tal cosa sucedía, se maldecía a sí mismo, y luego maldecía a su tío. Si el comandante lo hubiese tomado en serio, ahora tendría, como Marie, un cómplice que lo ayudara a vigilar.

La oportunidad de registrar el cuarto de Marie se le presentó una tarde. Todos los habitantes del Chateau, con excepción de él, habían ido a visitar una feria vecina. Con meticuloso cuidado, Hartley examinó toda la recámara de Marie, sin encontrar lo que buscaba. Luego hizo lo mismo en la habitación de Wilberforce, y con el mismo resultado. Se sintió decepcionado, pero no vencido. Si los papeles no estaban en el Chateau, tenían que estar en la cabaña del bosque, astutamente ocultos.

Tarde o temprano, a no dudar, «Mystery» iría por ellos, probablemente de noche. Esa sería la oportunidad de Hartley, pues él, a su vez, le robaría a ella los planos. ¡Qué triunfo!

Noche y día, Hartley soñaba con su éxito. Terminó por convencerse casi absolutamente de que le era imposible fracasar.

Sin embargo, los días pasaban sin que nada sucediera, hasta que por fin Hartley empezó a preguntarse cuánto tiempo más se atrevería a permanecer en Brenninçaux sin exceder los límites de la hospitalidad.

Un jueves por la tarde, madame de Stael se acercó a él con expresión contrita.

—¿Qué crees, Hartley? Mademoiselle Arnaud se va él sábado en la mañana.

El corazón de Hartley dio un brinco. ¡El sábado en la mañana! ¿Qué significaba aquello? Deseó estar a solas para meditar.

—Este…, ¡ah! ¿Qué se va? —repuso, distraídamente.

—¿No es acaso una vergüenza? ¡La muy mala! Le supliqué que se quedara por lo menos otra semana. Es el alma de la fiesta, como ustedes los ingleses dicen. Hartley, cher ami, ve si puedes convencerla de que retrase su partida hasta el martes, o al menos hasta el lunes. Sólo durante el fin de semana.

Hartley sonrió. La idea de que él convenciera a «Mystery» de que se quedase en el Chateau más tiempo era bastante humorística.

—Haré lo que pueda —prometió, impaciente por quedarse solo, pero la anfitriona tenía ganas de charlar.

Hartley tuvo que dar su opinión sobre qué podía organizarse para el próximo domingo, sobre si Albertine estaba enamorada del hijo de monsieur Damon, sobre cuántos miles de francos comprendía la dote de Jacqueline.

Por fin, otro de los huéspedes pasó por allí, y Hartley fue relevado. Logró escapar a su recámara después de sólo quince minutos de conversación.

Se sentó frente a la ventana, en una larga silla de bejuco. Ante sus ojos, el amplio paisaje se desplegaba por kilómetros y kilómetros; a sus pies, colina abajo, yacía el diminuto caserío de Brenninçaux, cuyos escasos habitantes subsistían casi enteramente gracias al Chateau, pues madame de Stael hacía allí la totalidad de sus compras.

¿Qué significaba la partida de «Mystery»? ¡Obviamente, una cosa importante! Era evidente que la joven calculaba poder ya llevarse los planos con toda comodidad. Por tanto, tendría que ir a sacarlos de su escondite esa misma noche, o el día siguiente a más tardar. Había que vigilar sin descuidarse un solo minuto, un solo segundo.

Afortunadamente, en lo que a la noche se refería, Hartley gozaba de un puesto de observación favorable, pues su recámara estaba en el mismo corredor, y en el mismo lado de la casa, que la de Marie Arnaud. De este modo, podía vigilar fácilmente la ventana de la joven.

¿Y Wilberforce? ¡Suponiendo que mientras Hartley estaba ocupado vigilando a Marie, el americano fuera por los planos! ¡Si tan sólo tuviera un ayudante!, se lamentó Hartley. Pero no lo tenía, así que depositó su confianza, o, mejor dicho, su desconfianza, en Marie Arnaud.

Wilberforce era un misterio para Hartley. El joven tenía la impresión de que el americano lo vigilaba constante y disimuladamente. Hartley intentaba convencer al otro de que no era más que el idiota insulso que todos decían, y a ratos, juzgando por la expresión de Wilberforce, tenía la impresión de haberlo logrado, pero esos momentos nunca duraban. Pronto, la sonrisa despectiva abandonaba el ancho y enérgico rostro, y bajo la amable actitud de cortesía. Hartley podía percibir una curiosidad intensa y penetrante.

Ese jueves no sucedió nada, ni durante el día ni durante la noche. También el viernes transcurrió sin novedad. Hartley comenzó a desalentarse. Quizá, después de todo, sus deducciones eran equivocadas; quizá «Mystery» había ya entregado los planos a algún desconocido mensajero suyo.

El desaliento se convirtió en abatimiento, el abatimiento en desesperación. Si Marie tenía aún esos papeles en su poder, se los quitaría de un modo u otro. Ese día, Hartley compró cloroformo en la pequeña farmacia de la aldea.

En la noche, hubo un baile. Un poderoso radio de onda corta recogía del aire la música, y las parejas bailaban al compás de una orquesta londinense.

Poco antes de que se hiciera un intermedio para servir refrescos y bocadillos, Hartley bailó un vals con Marie. En perfecto acuerdo, los pies de ambos recorrieron el encerado piso, mientras sus dueños charlaban como habían charlado en el tren…, pero esta vez Hartley estaba en guardia.

—Cuando me vaya mañana, monsieur, ¿me echará usted de menos? —dijo ella tras un rato.

—¿Necesita usted preguntar eso? —imploró él.

—Claro que no. Usted no puede responder más que «sí», aunque sea por pura cortesía.

—Es una lástima que se marche antes del fin de semana. Es tan…, ¡tan repentino!

Marie rio suavemente.

—No, monsieur, no es repentino. Hace cinco noches que decidí irme mañana. Pero ¿qué le pasa?

—Nada; es que… tropecé con el pie de alguien —mintió Hartley. ¡Hacía cinco noches! Precisamente la noche en que había robado los planos de Maurcot.

Dominándose, Hartley prosiguió el diálogo:

—Ha de ser cómodo poder planear las cosas con tanta anticipación. Yo nunca puedo hacerlo. Generalmente hago todo media hora después de haber decidido hacerlo.

Ella le dirigió una mirada traviesa.

—Entonces, es posible que usted también se vaya mañana.

—Más que posible.

—Quizá hasta tengamos el placer de viajar en el mismo tren.

—Nada me complacería más.

—Estoy por convencerme de que usted tomará ese tren, monsieur.

—¿Le gustaría que lo hiciera, Mademoiselle?

Hartley hubiera podido jurar que antes de responder Marie se acercó más a él.

—Mucho —dijo, suavemente, la joven—. Me encanta viajar acompañada. Sobre todo en los ferrocarriles franceses. Me siento más… ¡segura!

—¿Le gusta, entonces, viajar con otra persona?

—O con otras —sonrió ella—. Mientras más, mejor.

Hartley se mordió el labio inferior. Marie estaba burlándose de él; lo trataba como a un niño, como a un adolescente con pretensiones de tenorio. ¿Estaría intentando provocarle celos?

Casi simultáneamente se le ocurrió otra pregunta: ¿Acaso Marie se marchaba en compañía de alguien más?

—¡Qué curioso! —musitó, pensativo—. Madame de Stael me dijo que sólo usted se iba.

No se atrevió a mirarla a la cara. Presentía que de hacerlo encontraría los grandes ojos obscuros, traviesamente misteriosos, cínicamente sonrientes, regañándolo por la torpeza de su indirecta.

—Puede que Madame de Stael no lo sepa todavía. El capitán Wilberforce es como usted: ¡impulsivo!

—¡Wilberforce! —Hartley se sobresaltó—. ¿Se va también?

—Es posible —murmuró ella, con burla—. De hecho, es probable.

El vals terminó, y Marie cambió de pareja para la próxima pieza.

Hartley pensó que era ya indudable que la joven y Wilberforce estaban en complicidad, y que lo que tenía que pasar, pasaría esa noche. Se alegró de tener consigo el cloroformo.

El baile terminó alrededor de la medianoche. Cuando las doce y media sonaron en el reloj del salón, despertando fantásticos ecos, la casa estaba silenciosa. Los huéspedes habían terminado de bailar y las inevitables conversaciones de último minuto habían concluido.

Hartley abrió cautelosamente su puerta. Para salir de la casa por el corredor, Marie tendría que pasar enfrente, y él la oiría. Pero lo más probable era que saliese por la ventana, como la otra noche. El joven se sentó frente a su propia ventaría a vigilar.

Una hora pasó; el reloj dio la una y media. Hartley comenzó a desesperarse. ¿Había ya Marie recogido los papeles? En tal caso, su última oportunidad sería quitárselos. Ojalá Wilberforce no estuviera montando guardia en alguna parte.

Después, Hartley se preguntó por qué nunca se le había ocurrido que tal vez fuese Wilberforce el encargado de ir por los papeles. Pero sabía la respuesta a esa pregunta. A juzgar por lo poco que creía conocer de «Mystery», ésta usaría bien a sus subalternos, pero reservaría para sí el golpe final, asumiría sola la completa responsabilidad de sus actividades. Era el cerebro, la cabeza de la banda de espías, y como tal, cuidaría en persona los planos.

Hartley concluyó velozmente sus preparativos. Metió en su bolsa un pañuelo grande, una diminuta botella y una cuerda delgada pero fuerte. Así armado, se dispuso a intentar la culminación de su contraespionaje. Iría silenciosamente a la recámara de Marie, la cloroformaría, y por segunda vez registraría sus pertenencias.

Se asomó por última vez a la ventana. Cuando ya empezaba a retirarse, algo sucedió. Un objeto largo y sinuoso como una serpiente cayó de la ventana de Marie y quedó suspendido, moviéndose ligeramente con la brisa. ¡Una escala de cuerda!

El corazón de Hartley se agitó con éxtasis. Por fin, las cosas empezaban a moverse, a favorecerlo. Observé tensamente, y pocos segundos después vio una silueta obscura brotar de la ventana y descender la ondeante escalera. Una vez en tierra, corrió hacia el límite norte de los terrenos del Chateau.

Esperando sólo hasta que se consideró a salvo de ser visto, Hartley saltó una vez más por su ventana, con la agilidad que su gran afición a los deportes le había proporcionado.

La silueta había desaparecido, pero esta vez Hartley sabía hacia dónde ir, y siguió rápidamente el camino de Marie. Antes de avanzar mucho, la vio vagamente, y aminoró el paso.

La persecución prosiguió a través del obscuro bosque, para cesar de repente. Abruptamente, Marie se detuvo, y Hartley vio la silueta de la cabaña. La muchacha entró y, pocos segundos después, una luz brilló a través de la ventana.

¡Qué audacia! Hartley se sintió admirado de la sangre fría de «Mystery». Parecía poseer todas, las cualidades de una espía perfecta. A la vez, el joven sonrió con satisfacción. Marie era lista, pero él no le iba a la zaga.

De pronto, se sobresaltó. Otra sombra misteriosa cruzó furtivamente frente a la ventana iluminada. Hartley vio al hombre asomarse agazapado y después erguirse. Reconoció al capitán Wilberforce.

La nueva complicación lo dejó asombrado y estupefacto. ¿Qué hacía allí el americano? En el segundo siguiente la respuesta se hizo obvia, y Hartley sonrió burlándose de sí mismo. «Mystery» era más lista de lo que había pensado, aunque menos audaz. Wilberforce estaba allí para servirle de guardaespaldas.

Tal suposición se vio confirmada cuando Wilberforce abrió la puerta de la cabaña y entró. Hartley maldijo. ¡Todos sus planes trastornados! ¿Cómo podría ahora obtener los papeles? Ya con «Mystery» sola hubiera tenido dificultades, y con los dos juntos…

La noche era bastante obscura, pero menos sombría que sus pensamientos. En aquellos momentos, Hartley se asomó a las profundidades del Hades. En lo hondo de su corazón existía un oculto amor por su país; un ardiente patriotismo. No podía permitirse fracasar en su misión; tal fracaso significaría quizá algún día la derrota de Inglaterra: el aeroplano Maurcot presentaba terribles posibilidades. Y, a pesar de todo, el fracaso parecía inminente. Sólo un milagro podría evitarlo.

La puerta se abrió y Wilberforce salió de la cabaña. A la luz que brotaba por la ventana, se detuvo. En su mano había algunos papeles. Sacó de su bolsillo una cartera de cuero. Guardando con meticuloso cuidado los papeles, volvió a esconder la cartera en su chaqueta. Luego, echó a andar hacia el Chateau. Unos metros más y pasaría junto a Hartley.

En un destello, Hartley se dio cuenta de los muchos nuevos aspectos que la situación presentaba. Wilberforce no había venido a cuidar a Marie, sino a encontrarse con ella. La cabaña era el escenario de una cita durante la cual, por motivos desconocidos, Marie había entregado los planos a Wilberforce.

Hartley se dio cuenta también de otra cosa. El milagro se había producido; debía aprovecharlo. Sacó de su bolsillo el cloroformo y el pañuelo.

Tres pasos…, dos…, uno…

Hartley saltó.

 

—Con que de nuevo en Londres, muchacho. ¿Qué te hizo regresar tan de repente?

—Casi nada, tío —dijo Hartley con serenidad—. Únicamente los planos del avión Maurcot.

El comandante miró a su sobrino con aspecto sorprendido.

—Estás bromeando, Hartley, ¿verdad? —dijo, calmadamente.

Hartley esbozó una sonrisa triunfal.

—¿Eso crees? —preguntó. Sacó de su bolsillo una cartera de cuero que había pertenecido al capitán Wilberforce—. Toma, tío. Mira estos papeles.

Con un esfuerzo, el comandante apartó los ojos de su sobrino. Frunciendo el ceño, desplegó los planos y los estudió. Luego sonrió.

—¡Caramba, Hartley! Tienes toda la razón. Son los planos auténticos.

Hartley se sintió disgustado. No quería elogios exorbitantes. Después de todo, había hecho lo que hizo pensando en el bienestar de su patria. Pero, al menos, su tío hubiera podido darle las gradas.

—Claro que lo son —dijo, irritado—. ¿No estás contentó? ¿No te sirven de nada?

—Hubieran podido servirme, si… —el comandante hizo una pausa—, si… «Mystery» no nos los hubiera vendido hace exactamente cinco días. Y si tampoco, puedo agregar, les hubiera vendido réplicas exactas a los gobiernos de Italia, Alemania, Rusia, Turquía y Estados Unidos. Mi querido muchacho, alguien te ha jugado una broma.

Podría haber hablado, pero en ese instante vio algo que lo hizo sentir un nudo en la garganta. Hartley miraba fijamente al vacío; su rostro estaba pálido y tenso, y por cada una de sus mejillas corría, desapercibida, una pequeña lágrima.