Capítulo XX

EN MENOS DE dos días, Sonia consiguió ser presentada con herr Cattelmann. Para la tercera noche, el alemán lamentaba ya fervientemente los años que había pasado sin conocer a la encantadora muchacha, de manera que ésta tuvo poca dificultad en hacer que la invitara a cenar.

—Me encantaría cenar con usted, herr Cattelmann —confesó—, pero no sé si sería prudente. ¿Qué tal si mi papá se enterara de nuestra cita? No tardará en llegar a Montecarlo, y…

—En ese caso, mientras más pronto, mejor —interrumpió el ansioso alemán.

Ella unió las manos en actitud extática.

—Sería delicioso —susurró—, pero no me atrevo. Si supiera usted lo estrictos que son los padres rusos.

Y si vamos a cualquiera de los restaurantes más conocidos, no faltaría algún amigo que me viera…

Como un náufrago que se asiera a un clavo ardiente, herr Cattelmann insistió:

—En ese caso, mademoiselle, podríamos buscar un lugar discreto, un pequeño y distante restaurante donde cenar juntos, los dos solos; donde nadie nos vea…

Así diciendo, le besó apasionadamente la mano.

—Casi me convence usted —musitó ella lánguidamente.

—Por favor, por favor, mademoiselle, acepte usted.

—Pero si acepto, ¿adónde podemos ir?

El rostro de Cattelmann expresó desencanto.

—Sí, es verdad. ¿Adónde podríamos ir? —repitió impotente.

Los ojos de Sonia brillaron maliciosamente.

—Sé de un lugar que quizá… —empezó con timidez.

—Dígame —urgió él.

—No, querido amigo, no le diré más que es un restaurante diminuto y encantador oculto en el bosque de pinos que bordea la Grande Corniche. La cocina, querido herr, es perfecta, y el vino… exquis. Por favor, déjeme conservar este pequeño secreto —terminó, mirándolo implorante.

—Será como usted dice, si acepta que vayamos allí mañana a las diez y media de la noche.

—No puedo resistirme ante tan encantadora insistencia. —Sonia asintió con la cabeza—. Mañana en la noche, pues… Pero ojalá que mi papá no se entere nunca de nuestra osadía, herr Cattelmann.

Mientras tanto, durante esta escaramuza preliminar, Sonia descubrió que estaba siendo cuidadosa y discretamente seguida. No sabía si el hombre que a cada momento veía cerca de ella pertenecía a las fuerzas de Van Hoffmann o a las de «Mystery», pero eso era lo de menos.

Sonia tuvo buen cuidado de que su perseguidor la viera hablar con Hartley, pues era parte esencial del plan que tanto Van Hoffmann como «Mystery» supieran la relación existente entre ambos.

De manera que, cuando a la siguiente noche telefoneó a Hartley para decirle que iba a cenar con herr Cattelmann, la muchacha tenía la completa seguridad que este mensaje sería debidamente reportado por su seguidor.

Herr Cattelmann no pudo contener su impaciencia. Llegó al hotel media hora antes de la cita. Habiendo dado su nombre al dependiente, se sentó en un sillón cercano y empezó a juguetear, nervioso, con los ceniceros y los adornos de porcelana.

Sonia estaba ya lista desde hacía quince minutos, pero sabía que era importante no salir rumbo al restaurante antes de la hora convenida.

—Dígale a herr Cattelmann que tenga la bondad de esperar un rato —contestó cuando el dependiente le telefoneó—. No tardaré más de cinco minutos.

A las diez y media en punto, se levantó de la cama donde había estado descansando. Dando un último toque a su peinado y a su maquillaje, abrió su baúl y extrajo un revólver pequeño y elegante, pero perfectamente funcional. Lo metió en su bolso y bajó al vestíbulo.

Al verla, el impaciente rostro de herr Cattelmann se tranquilizó como por encanto. Embelesado, miró acercarse a la muchacha. Tan embebido estaba contemplándola, que casi olvidó su acostumbrada inclinación cortés. La radiante belleza de Sonia lo llenaba de emoción indescriptible.

—Mademoiselle —murmuró—, está usted divina, encantadora, es usted un sueño.

Los elogios complacieron a Sonia, pero al mismo tiempo le produjeron cierta tristeza. Herr Cattelmann era simpático, y si sólo las circunstancias hubieran sido diferentes, si esta fuera una cita verdadera en vez de una trampa…

—Exagera usted, mi querido herr —repuso, sonriéndole con toda la magia de sus radiantes pupilas.

—Al contrario, mademoiselle —insistió él con galantería—, cualquier cosa que pudiera decir no llegaría a ser ni la cuarta parte de la realidad. Pero vayámonos; la impaciencia de brindar por su belleza me consume.

Le ofreció el brazo y Sonia, tomándolo, se preguntó cuántos segundos tardaría el hombre de barba negra, que se hallaba al otro lado del vestíbulo, en comunicarse con su jefe.

Sonia dio las instrucciones necesarias al chófer de herr Cattelmann, y se reclinó en los cojines del automóvil con aparente despreocupación, pero debajo del maravilloso vestido que la cubría, su corazón latía con frenética angustia, no por el peligro que ella misma podría correr durante las próximas horas, sino porque todo resultara como Hartley había planeado. Si fracasaban esta vez, probablemente nunca tendrían otra oportunidad.

El coche atravesó las animadas calles de Montecarlo; luego fue dejando atrás las luces y las casas. Viajaban por la Moyenne Corniche. El vehículo avanzaba rápido, demasiado rápido para el gusto de Sonia. La joven puso la mano sobre el brazo de Cattelmann y preguntó suavemente:

—¿No le parece que vamos demasiado rápido, herr Cattelmann?

—¿Demasiado rápido? ¿No le gusta a usted la velocidad?

—Me gusta, sí, pero éste no es el momento adecuado. La noche es tan bella. Me parece una lástima…

La insinuación era clara. Lleno de deleite, Cattelmann llamó al chófer por el tubo de aire y le dijo algunas palabras en alemán. En el acto, el coche aminoró su marcha, hasta avanzar a menos de treinta kilómetros por hora. Herr Cattelmann tomó entre las suyas la mano de Sonia.

—Este hermoso restaurante suyo, escondido entre los pinos…, ¿dónde está exactamente? —preguntó—. Debo darle nuevas instrucciones a mi chófer.

—Tome usted; las escribí en esta hoja.

El alemán tomó el papel y, sin mirarlo, abrió la ventanilla intermedia y lo entregó a su chófer. Mientras tanto, Sonia aprovechó para volverse. Tras ellos, a unos quinientos metros de distancia, avanzaba otro coche. Sonia notó con satisfacción que, contra la costumbre de los vehículos que recorrían aquel camino estrecho y sinuoso, éste viajaba con las luces bajas.

Ronroneando dulcemente el auto continuó su camino hacia Eze, antigua y decrépita fortaleza, precariamente instalada en la cumbre de una colina rocosa.

Al llegar a Eze, el chófer de Cattelmann abandonó la Moyenne Corniche para tomar un ascendente camino secundario. Menos de un minuto después, el coche de las luces bajas siguió su ejemplo, y Sonia sonrió para sí. No había la menor duda: los seguían.

Todo sucedía de acuerdo con lo planeado.

Tras un rato, el coche se detuvo y Sonia vio que habían llegado a su destino.

Cattelmann miró alrededor con aire de duda.

—¿Es aquí? —preguntó—. No veo luces.

—Exactamente, querido herr. Es el restaurante Coq d’Or. Muy íntimo —susurró ella suavemente.

Una sonrisa iluminó el rostro de Cattelmann.

—¡Ah! —exclamó sonriente.

—Es una antigua casa, transformada en restaurante —explicó Sonia—. En el día, el paisaje es maravilloso; y aun de noche… Venga usted.

—Un momento —pidió Cattelmann al ver que su chófer le hacía señas—. ¿Dónde puede Carl estacionarse?

Sonia jugó con un botón de Cattelmann.

—¿Por qué no se va? —sugirió suavemente—. Podría regresar por nosotros dentro de tres o cuatro horas.

Herr Cattelmann rio encantado.

—¡Ya oíste, Carl!

El chófer se despidió, y, ocultando una sonrisa, pisó el acelerador. La pareja observó cómo la luz roja desaparecía en la distancia.

—¿Y ahora? —urgió él.

Ella lo guio por un sendero de grava, débilmente alumbrado por una lámpara que colgaba de un árbol cercano. Siguieron este camino hasta que, cosa de cien metros después, fueron detenidos por una pesada cerca de hierro.

—¡Mire! —gritó, ella—. ¿No es magnífico?

A sus pies, la colina se precipitaba abruptamente hacia la obscuridad. Muy lejos, en todas direcciones, parpadeaban las luces de las distantes villas. Más allá podían ver las luces rojas y verdes de la bahía de Montecarlo, y un conglomerado de destellos que denotaban la ciudad en sí. A la derecha, la luz blanca del faro de St. Jean-Cap-Ferrat; flotando sobre el mar, las luces de un vapor encaminado al Oriente, o quizá a Australia.

—Es maravilloso —susurró él, aunque no se hallaba muy impresionado que digamos. Para su modo de ser, la obscuridad y las luces distantes tenían poco de romántico. Hubiese preferido una orquesta, un salón abundantemente alumbrado y serviles meseros.

Tal vez, por el tono de su voz, Sonia adivinó esto.

—El restaurante le gustará —prometió—. Es tan chic, tan futurista. Pero… —titubeó—, pero cerca de aquí hay una enramada, herr Cattelmann. Allí podríamos estar absolutamente solos.

—Lo que usted diga, querida.

—Entonces, vamos a la enramada, herr Cattelmann. Nadie nos verá, a excepción del mesero.

—Cierto —repuso el alemán, dándose cuenta de que la cena iba a ser aún más placentera de lo que había creído.

Siguiendo el sendero llegaron a la enramada, una construcción de madera cubierta de flores y alumbrada por luces ocultas. En una mesa, puesta para dos personas, resplandecían más flores, cubiertos de plata y un mantel blanco como la nieve.

Sonia suspiró levemente, emocionada por el encanto del lugar: Hartley había hecho bien las cosas, a pesar del poco tiempo de que dispuso.

Herr Cattelmann se sintió igualmente complacido. Ahora que lo pensaba bien, esta enramada era sumamente romántica. Respiró pesadamente al imaginar una agradable cena.

Ayudó a Sonia a quitarse el abrigo, y ambos se sentaron.

—¿Y ahora?

Ella señaló un pequeño botón que había junto a la mesa.

—¿Llamo al mesero? —preguntó.

Cattelmann asintió. Sonia oprimió el timbre. Unos segundos después, Durand, con chaqueta blanca y cabello envaselinado, apareció.

—Buenas noches, madame; buenas noches, monsieur.

Al inspeccionar el menú y la lista de vinos, la felicidad de herr Cattelmann creció. Se hallaba tan ocupado escogiendo los platillos, que no oyó el eco de un automóvil deteniéndose y luego arrancando de nuevo. Pero tanto Sonia como Durand lo escucharon y se miraron entre sí.

Sonia no sabía quién era el chef contratado por Hartley, pero resultó ser una verdadera maravilla. Lo único que Sonia lamentó durante aquella cena, fue el no poder disfrutarla por completo, olvidando lo que tendría que ocurrir después. Sin embargo, herr Cattelmann se mostraba enormemente satisfecho.

Los helados habían sido servidos y terminados cuando, inclinándose discretamente ante herr Cattelmann, el mesero inquirió:

—¿Café y fine champagne, monsieur?

El alemán asintió.

—Exactamente.

El café resultó digno epílogo de la maravillosa cena. Cattelmann lo saboreó extasiado.

—Si el coñac es igual de bueno… —musitó.

Con diestro movimiento vació la copa. Una nube de desencanto obscureció su rostro.

—Querida —se quejó—, la cena está arruinada. Ese coñac… —se estremeció.

Sonia se mostró contrita.

—Le diremos al mesero que le traiga otro —dijo, oprimiendo el botón.

Durand se acercó. Sus ojos brillaban risueños.

—¿Llamaban ustedes?

—El coñac de monsieur era malo, mesero —dijo Sonia.

—No lo beba entonces, monsieur. Abriré otra botella.

—Ya lo bebí —interrumpió herr Cattelmann, hosco—. Tenía un sabor fuerte, demasiado fuerte. Pero sí, abra usted otra botella: necesito algo para quitarme el sabor.

La comedia se representó hasta el fin. Durand trajo una nueva dotación de coñac. Probándolo, esta vez con más precaución, Cattelmann chasqueó los labios.

—¡Ah! Mucho mejor —anunció, y, suspirando satisfecho, se volvió hacia Sonia—. Ahora, querida, charlemos. ¿Por qué no se…, por qué no te acercas un poco a mí?

Sonia cumplió el deseo del alemán: deseaba estar tan cerca de él como fuera posible.

Los minutos pasaron. La conversación fue haciéndose más y más amorosa, pero poco a poco las frases del alemán fueron haciéndose ininteligibles, sus ojos se cerraron. Con un esfuerzo, los volvió a abrir, pero sólo por un momento. Cerrándolos de nuevo, dejó caer la cabeza sobre el pecho.

No había un minuto que perder. Sonia actuó rápidamente. Sus ágiles dedos exploraron los bolsillos del alemán, y no hallando nada, revisaron el forro de las diversas partes de su ropa, hasta que finalmente algo crujió. Sonia tomó un cuchillo de la mesa y rasgó el forro.

Cuando se enderezó nuevamente, tenía unos papeles en la mano. Se incorporó de un salto y quiso avanzar hacia el sendero, pero en ese momento cuatro hombres salieron de la obscuridad, rodeándola. Con un grito de terror, Sonia retrocedió hasta tocar la mesa.

—La felicito, mademoiselle Ivanitch —dijo uno de los hombres con burlona risa—. Ha triunfado usted en su misión.

—¿Qué quiere usted decir…?, ¿qué hacen ustedes aquí? —preguntó ella con nerviosismo.

El hombre rio de nuevo.

—Dejémonos de fingimientos, mademoiselle Ivanitch. Usted sabe tan bien como yo que Van Hoffmann quiere esos papeles que usted acaba de robarle a herr Cattelmann.

Hizo una pausa para encender un cigarro, y luego continuó:

—Nosotros tuvimos la misma idea que ustedes han llevado a cabo, pero desgraciadamente no conocíamos a ninguna muchacha tan atractiva como usted. De manera que pensamos que lo mejor era dejarla a usted encargarse del asunto.

—¿Y? —preguntó Sonia, desafiante.

—Y tuvo usted éxito, pero mucho me temo que los frutos de la victoria no sean para usted. Debo pedirle, con todo el dolor de mi corazón, que me entregue en el acto esos papeles.

—¿Y si rehúso?

El hombre se alzó de hombros.

—No será usted tan estúpida, mademoiselle. Mire a su alrededor. Nosotros somos cuatro, usted no tendría más ayuda que la del mesero.

Sonia se mordió los labios hasta que casi le sangraron. Miró desesperada de un lado a otro, pero no había la menor posibilidad de escape.

El hombre la observaba en silencio.

—Ya ve usted, mademoiselle —prosiguió calmadamente—; está usted en nuestro poder. Van Hoffmann nunca pierde.

—Perdóneme, monsieur, pero por esta vez se equivoca usted.

La interrupción fue tan inesperada que por unos segundos el hombre quedó paralizado de sorpresa. Luego se volvió bruscamente, y al hacerlo se encontró frente a un revólver firmemente sostenido por «Mystery».

—¿Qué diablos…? —empezó con ira.

«Mystery» alzó la mano.

—Antes de enojarse, monsieur —dijo dulcemente—, mire por favor en torno suyo.

Otros seis revólveres, empuñados por seis hombres de aspecto agresivo, encañonaban a todo el grupo, desde el subalterno de Van Hoffmann hasta el inconsciente herr Cattelmann. Los ojos de Marelli brillaron con rabia.

—¿Quién es usted?

—Por si le interesa —replicó la muchacha—, me dicen «Mystery».

—¡Dios mío!

—Si fuera usted cortés, signor Marelli —bromeó «Mystery»—, diría «¡diosa mía!».

Marelli no contestó. «Mystery» se volvió hacia Sonia.

—Lo lamento, mademoiselle Ivanitch, pero debo privarla de esos papeles.

Temblando de emoción, Sonia entregó su presa a «Mystery», y luego apartó el rostro para ocultar las lágrimas que corrían por sus mejillas.

—Gracias —dijo, suavemente, «Mystery», y volviéndose hacia Marelli, añadió, con voz dura—: Dígale a su jefe que mientras yo viva lucharé contra él —dio media vuelta, y ordenó—: Tú, Jean, y tú, Charles, vigílenlos hasta que yo toque el claxon tres veces. Luego, reúnanse con nosotros.

Seguida por cuatro de sus hombres, «Mystery» desapareció en la obscuridad, dejando tras sí un tenso grupo. Ligeramente encorvados, listos para entrar en acción, Jean y Charles encañonaban sin titubeos a los furiosos secuaces de Van Hoffmann. Marelli y sus tres hombres estaban inmóviles, aguardando el menor descuido de los otros.

Era como un cuadro fantástico, convertido en dramática realidad por las miradas de odio que los rivales intercambiaban: una escena que Gustavo Doré hubiese pintado con deleite, un sombrío grabado en blanco y negro.

Tras un rato, el intenso silencio se rompió: la bocina de un auto sonó tres veces. Instantáneamente, Marelli se llevó la mano al bolsillo, pero Charles chasqueó la lengua reprobatoriamente, y Marelli, viendo que un revólver lo apuntaba, permaneció inmóvil. Alerta, vigilando aún el menor movimiento de los hombres de Marelli, Jean y Charles retrocedieron, paso a paso.

Luego, repentinamente, desaparecieron en la obscuridad. Al instante, Marelli y sus compinches se lanzaron hacia el camino, tropezando con árboles y arbustos. Un disparo de revólver resonó en el aire; luego, otro y otro más. En la distancia, un auto se puso en marcha; pocos segundos después, otro lo siguió.

Por fin, la calma y el silencio retornaron. Sonia estaba sola con el inconsciente herr Cattelmann, que dormía echado de bruces sobre la mesa.

Entonces, la muchacha dejó escapar una risa histérica. Como respondiendo a una señal, otra figura surgió de la obscuridad que rodeaba la enramada.

—Ahora los verdaderos papeles —pidió Hartley, con voz tranquila.

Sonia señaló al alemán.

—En el bolsillo interior de su saco, cosidos al forro —repuso, y luego, rio de nuevo, menos histéricamente, pero con más regocijo.

—El asalto, los disparos, la cacería en auto… Todo me recuerda una obra de Shakespeare, monsieur.

—¿Shakespeare? —inquirió Hartley, mientras se apoderaba de un pequeño hato de papeles cosido al forro de la chaqueta del alemán.

—Mucho ruido y pocas nueces —explicó Sonia.