Capítulo III
CON EL ESPÍRITU aliviado por sus propios reproches, Hartley bajó del tren, y con semblante soñador se encaminó al barco. Ya sin Marie, se sentía casi como antes; incluso caminaba con más pereza.
—¿Sillas, señor? —preguntó un marinero.
—Dos —murmuró él; y entonces recordó que sólo quería una. Definitivamente, algo raro le pasaba. De cualquier manera, deseó que Marie viniese a sentarse junto a él. Mientras tanto, podía poner su valija en la silla desocupada.
Durante los veinte minutos siguientes, reinó una ruidosa conmoción. Los pasajeros subían a bordo en torrentes. Los marineros corrían de un lado a otro proporcionándoles sillas. Los cargadores del muelle caminaban tambaleantes bajo grandes pilas de baúles y maletas.
Con mirada ansiosa, Hartley escrutaba los rostros de todos los que pasaban, esperando ver en cualquier momento aquél que estaba indeleblemente grabado en su memoria. Había hombres y mujeres de todas las nacionalidades; un grupo de asombradas personas caminaban cómo ovejas perdidas, guiados por un hombre de uniforme. Sus equipajes, cubiertos de brillantes etiquetas, los identificaban como turistas.
Había italianos, franceses, americanos, alemanes; había ricos trotamundos, soldados en asueto…, ¡pero nada de Marie Arnaud!
Hartley miró su valija y soltó una maldición. De no haber sido por ella, hubiera podido revisar todo el barco. Pero no se atrevía a dejarla.
La corriente humana cesó; casi todo el mundo estaba instalado en su silla. Pocos segundos después, una ligera vibración anunció que el barco se había puesto en movimiento.
El viaje a través del canal duraba una hora, pero a Hartley le pareció eterno. Caminaba de un lado a otro, sin perder de vista su valija. Incluso le pagó a un marinero para que buscara a Marie, describiéndosela lo mejor que pudo, pero todos sus esfuerzos resultaron vanos. O la joven se escondía, o había alquilado un camarote.
Hartley fue el primero en descender del barco, y su valija fue la primera en cruzar la aduana. Luego, se paró en el umbral a esperar, pero aunque permaneció allí hasta oír el silbato del tren no vio rastro alguno de Marie. El último pasajero atravesó la puerta; el tren se dispuso a partir. Hartley lo abordó, pensando que por alguna razón Marie no había alcanzado el barco.
Pronto halló su lugar, que estaba reservado con anticipación, pero vio con disgusto que el carro iba lleno. Comparó la travesía con el viaje a Dover —un asiento cómodo, una mesita enfrente, y, por supuesto, Marie—; como era de esperarse, el tren francés salió perdiendo.
Hartley había encargado una comida para la primera ronda de cena; ahora se alegró de ello, pues tenía hambre. Pero al ver que todos sus compañeros de carro estaban cenando al mismo tiempo que él, deseó haber esperado hasta la segunda o tercera ronda.
Sin embargo, la comida era bastante buena, y le dio algo que hacer durante casi tres cuartos de hora.
Después, regresó a su asiento. Uno tras otro, los demás pasajeros siguieron su ejemplo, y pronto el compartimiento estuvo lleno otra vez.
Ya había anochecido. Hartley se asomó a la ventanilla y no pudo ver más que el reflejo de sus compañeros de viaje, de modo que se dispuso a leer un libro.
Habiendo avanzado cuatro páginas descubrió súbitamente que no había asimilado una sola frase. Disgustado, cerró el tomo y, no teniendo nada que hacer, se puso a observar a la gente que lo rodeaba.
Enfrente de él había un hombre con el aspecto del francés típico, probablemente comerciante o arquitecto, con apariencia próspera. Evidentemente viajaba solo. No hablaba con nadie, y el libro que leía era, a juzgar por el título, bastante pornográfico.
Junto al francés iba una pareja de edad madura y aspecto extraordinariamente aristócrata. Ricos, de seguro; sus ropas eran de la mejor calidad. La mujer era maravillosa; su esbelta silueta se debía seguramente a un corsé, pero de cualquier modo era magnífica.
Al lado de Hartley viajaba un hombre de nacionalidad dudosa. Hartley pensó que era inglés o alemán, o quizá sueco. Leía un periódico italiano, pero no parecía pertenecer a ninguna raza latina.
Tras mucho meditarlo, Hartley se decidió por Inglaterra, y estuvo tentado de ofrecerle al hombre un cigarro para ver si tales deducciones eran correctas. Abandonando la idea, volvió su atención hacia la última pasajera, sentada al otro lado del supuesto inglés.
Pudo mirarla con más atención que a los otros, ya que a éstos debía mirarlos directamente y la cortesía le impedía hacerlo durante un lapso prolongado; en cambio, el rostro de la mujer se reflejaba en el cristal con toda claridad y él podía observarlo a sus anchas.
Tendría alrededor de sesenta años, pero era evidente que había cuidado su belleza, pues, aunque su piel mostraba sombras y arrugas, poseía una notable tersura juvenil.
Su ropa era sencilla, pero limpia y cuidada. Sobre su cabello blanco como la nieve había un sombrerito. El rostro le recordaba a Hartley algo; revisando su memoria, pensó en una película. ¿Era acaso actriz?
Pero no; no tenía el tipo. Además, hablaba a menudo con la pareja aristócrata. Era quizá la madre de alguno de ellos, o la vieja nana de la familia.
Hartley bostezó. ¡Qué calor sofocante hacía en el carro! Es raro, pensó, que siendo los franceses tan amantes del aire libre, se preocupen tan poco por la ventilación de sus habitaciones y transportes.
¿Cómo podían soportar aquel horrible bochorno? Hartley parpadeó y luego cenó los ojos, sólo para volver a abrirlos un segundo después. No podía, no debía dormirse.
Alzó la vista hacia la canastilla de equipajes. Su valija parecía segura.
Los párpados le pesaban; pensamientos absurdos acudían a su mente. Si todas aquellas personas supieran lo que la valija contenía; si todas fueran espías y de repente, en un momento dado, se lanzaran sobre él… De nada le valdría defenderse. Podían, por ejemplo, agarrarlo entre todos, ponerle sobre la cara un paño empapado en cloroformo, y en cuestión de segundos lo reducirían a la impotencia absoluta.
No; era estúpido. Alguien vería la escena desde el corredor…, a menos que la luz estuviera apagada. Si uno de ellos apagaba la luz… Desde el corredor brillantemente iluminado, no podría verse nada de lo que pasara en el compartimiento obscuro.
Qué ridículas tonterías estaba pensando. Espías, ataques…, ¿era posible que la anciana de cabello blanco atacara a alguien? ¿Tenía cara de espía el marido aristócrata o su mujer? Acaso el arquitecto, o el hombre del periódico italiano… Hartley rio para sí mismo.
La gente alzó la vista y lo miró, y él se dio cuenta de que había reído en voz alta. Ruborizándose, volvió el rostro.
—Despierte, monsieur. Despierte.
Hartley abrió sus soñolientos ojos, sólo para volverlos a cerrar en el acto.
—¡Oh! Vete, Jennings. Déjame dormir otra hora.
La respuesta fue otra violenta sacudida.
—Despierte, monsieur. Despierte.
¡Jennings hablando francés! ¡Qué demonios…! Hartley despertó por completo. El tren estaba detenido; las únicas personas en el carro eran él mismo y un sonriente empleado ferroviario.
Su memoria volvió con la rapidez del rayo. Alzando la mirada hacia su preciosa valija, exhaló un suspiro de alivio. Estaba tal como la había dejado.
Dio al empleado una generosa propina. Con la valija en la mano, caminó hacia la salida, y una vez fuera de la estación, llamó un taxi. En el trayecto a la embajada, empezó a jugar con las cerraduras de la valija. Ésta se abrió de pronto.
Su ropa estaba en desorden. Con febril conmoción la sacó y oprimió el resorte secreto. El fondo falso se alzó, pero el hueco estaba vacío; el sobre que contenía los papeles había desaparecido.
Lo habían derrotado. Y los sospechosos eran todos los ocupantes de su compartimiento.
Quedó un rato con la mirada fija. ¿Qué iría a decir su tío? Empezó a sonreír, pero en ese momento percibió un tenue olor a perfume.
Agachándose, olfateó el interior de su valija. Sí; no había duda. El forro había estado en contacto con un perfume; un perfume que Hartley había olido antes. Era un aroma delicado, que recordaba al de las violetas, los lirios del valle… ¡Por supuesto! Se trataba de un perfume que había percibido ese día por vez primera: el perfume fabricado exclusivamente para Mademoiselle Marie Arnaud.
En la embajada, Hartley fue conducido directamente a la oficina del embajador. Y allí recibió una sorpresa. Al lado del embajador esperaba su tío.
El comandante Witham sonreía alegremente; nunca había lucido tan satisfecho. El corazón de Hartley se encogió.
—Bien, muchacho, conque llegaste sano y salvo —saludó—. Sin duda te sorprenderá encontrarme aquí.
—Es que decidí darte una sorpresa. Vine a felicitarte por el éxito de tu misión, y a celebrarlo junto contigo. Tomaremos unas copas juntos, ¿eh? ¿Qué dices, muchacho? Pásame la valija.
Hartley obedeció sin pronunciar palabra. El comandante sacó unas llaves.
—No necesitas llaves, tío. La valija está abierta.
—¿Eh? ¿Qué dices? —exclamó el comandante como si no pudiera dar crédito a sus oídos—. Estás bromeando, muchacho.
Empujó la cerradura, que se abrió instantáneamente. Entonces, el comandante supo lo que había sucedido.
—Conque te derrotaron, Hartley. «Mystery» ha vuelto a salirse con la suya —dijo, calmadamente—. Debí haberlo supuesto. Es una bruja, una verdadera maga. Cuéntame.
Hartley narró su historia: cómo se quedó dormido, cómo al despertar la valija había sido saqueada…, pero no dijo ni media palabra acerca de Marie Arnaud ni de su perfume.
—No pretendo buscar excusas, tío —declaró jara terminar—. Mi descuido fue criminal.
El comandante negó con la cabeza.
—No, Hartley, no fue descuido. No te atormentes; muchos hombres con más experiencia que tú han sido incapaces de derrotar la astucia de «Mystery».
—Pero dormirme en vez de cuidar la valija…
—Muchacho, te dormiste porque te dieron una droga. Cenaste, ¿verdad? Tomaste café.
Hartley asintió. Su tío alzó los hombros.
—¡Te drogaron! —dijo-Pero no te preocupes, hiciste lo mejor que pudiste; aunque hayas fracasado…
—¡Fracasado! —dijo Hartley, con voz calmada—. ¿Quién dice que fracasé?
Hubo un silencio; la atmósfera, tensa, parecía cargada de electricidad.
—¿Qué quieres decir? —preguntó, atónito, el comandante Witham.
—No fracasé —declaró Hartley, en tono triunfal.
—¡No comprendo! —su tío agitó las manos con aire desalentado.
—Querido tío, a veces un espejo sirve para algo más que para decorar una chimenea. Por ejemplo, sólo durante un breve momento, el criado de usted se descuidó.
Hartley hizo una pausa.
—Sí, sí; prosigue.
—Lo vi asomarse a donde estábamos. Eso despertó mis sospechas. Pensé que sería bueno tomar precauciones. Recordará haber puesto los papeles en el compartimiento secreto. Luego se volvió para buscar las llaves. En esos breves momentos, substituí los papeles. Cuando usted se volvió de nuevo, yo estaba empacando mi ropa, como si nada. En otras palabras, los papeles que «Mystery» robó, si es qué ella fue la culpable, no eran más que cosas mías sin ningún valor; poemas, una o dos cartas…, pero ¿qué ocurre?
Se incorporó, alarmado. El comandante respiraba con dificultad; su rostro tenía un tinte violáceo. Cuando recuperó el aliento, gruñó:
—¡Dios mío! ¡Oh, Dios mío!
Hartley no había pensado que sus buenas nuevas tendrían este efecto. Se dijo ahora que hubiera debido dar con más calma el informe de su triunfo.
Acercándose a su tío le palmeó el hombro.
—¡No resulté tan malo después de todo!, ¿verdad, tío?
El comandante lo miró con expresión de ira.
—¡Eres un tonto, un perfecto imbécil! Has fracasado. Los papeles que te di eran falsos; yo quería que «Mystery» los robara. ¿Crees que de no haber sido así hubiera escogido a un idiota como tú? Por supuesto, no se te ocurrió que lo más lógico era mandar por avión los documentos verdaderos. No me hables, por amor de Dios. ¡Oh, maldita sea!
Pero Hartley no tenía ninguna intención de hablar. Ni hubiera podido hacerlo.