Capítulo XIII

UNA VEZ DE REGRESO en Londres, Hartley salió a recorrer las librerías de la calle Charing Cross, que para él representaban una inagotable fuente de placer. Hartley amaba los libros con tal pasión, que casi siempre regresaba de sus expediciones sin un solo centavo.

Sus gustos eran poco especializados. Compraba cualquier libro que le llamaba la atención, sin fijarse en el precio ni en el autor. Hubiera sido difícil pensar en un campo del saber humano que no estuviera representado por uno o más volúmenes en su extensa biblioteca.

En esta ocasión, llevaba ya siete u ocho libros bajo el brazo cuando, al pasar frente a un aparador, vio un tomo titulado Misticismo y catolicismo, por Hugh E. M. Stutfield. Sin titubear, aunque con cierta dificultad debida a su carga, sacó de su bolsillo media corona y entró a la librería.

Un hombrecillo provisto de gruesos anteojos acudió inmediatamente a recibirlo.

—Buenas tardes, señor.

—Buenas tardes —repuso Hartley—. Quiero comprar un libro de los que tiene usted en el aparador.

El hombrecillo sonrió, casi frotándose las manos de gusto.

—Muy bien, señor; ¿qué libro es? Se lo daré en el acto.

Hartley no pudo reprimir una sonrisa. El librero tenía tantas ganas de vender, que la compra se volvía más placentera.

—Misticismo y catolicismo —contestó.

El hombrecillo volvió a sonreír ampliamente.

—Muy bien, señor; ¿en qué parte del aparador está?

—En el estante del fondo —explicó Hartley.

Acto seguido, la actitud del comerciante cambió. La sonrisa se borró de su rostro y sus ojos, tras los gruesos lentes, adquirieron una expresión suspicaz.

—Lo siento mucho, señor, pero no puedo venderle ese libro.

—¿Por qué no? —preguntó Hartley, curioso—. La etiqueta dice que cuesta media corona, y…

—No, no, señor; no está a la venta, disculpe usted.

—Entonces, ¿por qué diablos lo pone usted en el aparador? —inquirió Hartley con cierta irritación.

El hombre pareció titubear.

—Lo que ocurre —dijo luego—; es que… estaba a la venta hasta hace más o menos media hora; pero un cliente, uno de nuestros clientes más antiguos y asiduos, acaba de telefonear para que se lo apartáramos. Por eso lo puse en ese estante, señor. Los libros que se ponen en ese estante no se hallan a la venta.

Hartley encogió los hombros y abandonó la librería.

Probablemente, hubiera olvidado por completo el incidente, a no ser porque, una semana después, volvió a pasar frente a la misma librería. Recordó entonces la extraña conducta del librero, y examinó el estante de libros «vendidos». Había en él varios títulos nuevos, uno de los cuales era Los tiempos de la Reina Ana, por Justin Macarthy. Hartley maldijo para sí: llevaba varios meses a la caza de aquel libro.

Suspirando con resignación, prosiguió su camino, pero a poco se detuvo. Acababa de ocurrírsele que tal vez el librero hubiera inventado el pretexto por razones personales; que lo del estante especial podía ser mentira. Sonrió traviesamente: para comprobar si sus sospechas eran fundadas, trataría de adquirir Los tiempos de la Reina Ana.

El viejecillo no estaba en la librería; Hartley fue atendido por un joven pulcro y eficiente.

—Buenas tardes, señor —saludó éste.

Hartley respondió el saludo y pidió el libro. El rostro del dependiente mostró desencanto.

—Lo siento, señor —dijo—, pero ha pedido usted uno de los pocos libros que no puedo venderle.

—¿Acaso ya está vendido?

—No, señor, de ninguna manera —fue la pronta respuesta—. Está a la venta, pero el señor Simmonds no le ha puesto precio todavía, y hasta que no lo haga…

—¿Cuándo será eso? —inquirió Hartley.

—Mañana por la mañana, señor —explicó el muchacho.

—Trataré de pasar mañana —repuso Hartley, con tono casual, y, seguido por las profusas disculpas del dependiente, abandonó el local.

El sistema de exhibir libros para luego negarse a venderlos lo intrigaba sobremanera, sobre todo por la contradicción entre las dos excusas que había recibido. Había once libros en el estante del fondo. La creciente curiosidad de Hartley lo hizo anotar todos los títulos. Decidió que al día siguiente trataría nuevamente de comprar Los tiempos de la Reina Ana.

Guardó la lista en su bolsillo, y, al hacerlo, se dio cuenta de que un hombre estaba parado junto a él. No le hubiera prestado la menor atención, a no ser porque estaba haciendo precisamente lo que él acababa de hacer: copiando los títulos de los libros.

Durante el resto del día, Hartley meditó sobre el misterio de la librería del viejo, pero no pudo hallar ninguna solución.

A la mañana siguiente, fue por tercera vez a Simmonds y Cía.; Compra y Venta de Libros; pero al mirar el aparador recibió una sorpresa. El estante no contenía ya ninguno de los libros que había visto el día anterior; en lugar de éstos, había algunos tomos empastados de la colección Países del mundo.

Entrando, halló nuevamente al viejecillo.

Le preguntó en tono casual si no tendría un ejemplar de Barco de estrellas, por A.T. Quiller-Couch, uno de los libros que habían estado en el aparador veinticuatro horas atrás.

El librero pensó durante unos segundos.

—Me parece que sí, señor —respondió cortésmente, y, arrastrando los pies, desapareció en la trastienda, para volver en menos de un minuto con el libro pedido—. Un chelín y seis peniques, señor, si me hace el favor.

Hartley pagó y se fue. De modo que el cuento de que los libros del estante estaban apartados era mentira. No había siquiera la posibilidad de que el ejemplar que acababa de adquirir fuese otro distinto; pues reconoció en el acto una mancha de tinta roja sobre la cubierta.

Varias veces durante el día, Hartley volvió a recordar la misteriosa librería, pero, no hallando ninguna explicación racional, se dijo que probablemente estaba dándole al asunto una importancia exagerada, y decidió olvidarlo.

Tres días más tarde, el comandante Witham regresó de la Riviera, donde había estado desde que Hartley volviera de los Estados Unidos. Hartley fue a visitarlo, y el viejo lo saludó con una genuina sonrisa de alegría.

—¡Querido muchacho! ¡Querido muchacho! Te felicito de todo corazón.

Hartley asumió un aire levemente divertido.

—¿Por qué me felicita, tío? —preguntó—. No me voy a casar… todavía —agregó, tras breve pausa.

El comandante chasqueó la lengua.

—¡La modestia ha sido siempre una cualidad de nuestra familia, Hartley! Pero ya en serio, me refería al éxito que alcanzaste en los Estados Unidos. Buen golpe le asestaste a «Mystery», muchacho. Magnífica labor la tuya, digna del mejor espía británico. El Servicio Secreto americano te ha puesto por los cielos. Pero cuéntame todo con tus propias palabras.

Hartley narró la historia de su más reciente escaramuza con «Mystery». Cuando terminó, su tío le dio alegres palmadas en la espalda.

—Astuto plan el de «Mystery», muchacho; pero el tuyo fue más astuto aún. De no haber sido por ti, hubiera habido un serio conflicto internacional en el que Inglaterra hubiese quedado inevitablemente complicada.

El comandante hizo una pausa, para luego preguntar:

—Hartley, ¿quién llegó primero a este país, tú o «Mystery»?

—Yo, claro; a menos que ella haya venido volando.

—Te equivocas. A pesar de que mis hombres vigilaban los puertos, ella debe de haber llegado uno o dos días antes que tú, porque ya ha comenzado a hacer de las suyas.

—Pero no es posible, tío; yo regresé en el primer barco, y estoy dispuesto a jurar que ella no estaba a bordo.

El comandante Witham se encogió de hombros.

—¡Y sin embargo, el caso es que los planos de nuestro nuevo barco de guerra han desaparecido!

—¡Dios mío! —exclamó Hartley—. ¿Es grave la cosa?

El viejo frunció los labios.

—El Reina Ana es la última palabra en barcos de guerra. Es como una gallina con sus pollitos —notando la expresión desconcertada de su sobrino, dejó escapar una risotada—. Aviones, muchacho; el Reina Ana es un barco capaz de transportar aeroplanos. Cómo quisiera recuperar esos planos.

Justamente veinticuatro horas más tarde, un recuerdo súbito hizo que Hartley saltara de su asiento. El librero que se negaba a vender libros, las excusas contradictorias, los títulos… El libro que había comprado se llamaba Barco de estrellas, y el que había querido comprar era Los tiempos de la Reina Ana. Podía ser sólo una coincidencia, pero…

Hartley revisó sus bolsillos febrilmente, buscando la lista de libros que había hecho frente al aparador. Hallándola por fin, y esperando encontrar alguna pista que comprobara su insólita e improbable teoría, leyó los títulos en voz alta:

El cisne negro, por M.L. Skinner.

Secretario de Estado, por Stephen MacKenna.

La sombra de una duda, por Douglas Claydon.

El caballo ansioso, por Ian Hay.

El vendedor de perfume, por Thora Stowell.

Los diez pasos, por Beatrice Howard Maxwell.

Mil secretos, por John Selbome.

Plan de campaña, por F. Mabel Robinson.

Barco de estrellas, por A.T. Quiller-Couch.

Guerra en la sangre, por Austin Philips.

Los tiempos de la Reina Ana, por Justin Macarthy.

Revisó la lista empezando por el final. De los tres últimos títulos entresacó sin dificultad la frase «Barco de guerra Reina Ana».

¿Qué había antes de eso? Controlando a duras penas su excitación, avanzó al revés por la lista. Plan de campaña. Obviamente, la palabra clave era «plan». Mil secretos. Claro: «secretos planos». Los diez pasos. ¿«Diez secretos planos»? ¿«Pasos secretos planos»? ¿«Pasar secretos planos»? Ninguna de estas alternativas sonaba lógica.

Pasaron quince minutos antes de que Hartley, en un brillante rasgo de inspiración, substituyera «secretos» por «mil»; la frase «diez mil» se formó por sí misma. El vendedor de perfume produjo la palabra «vender»; El caballo ansioso resultó también fácil de desentrañar; los caballos nada tenían que ver aquí, la palabra clave tenía que ser «ansioso».

Los tres primeros libros costaron mucho más trabajo. Sólo tras largo rato, Hartley recordó que el Ministro de Marina se apellidaba Douglas, y que el Secretario de Estado no tenía que ver en el asunto, pero sí el secretario de Douglas. Sólo quedaba por descifrar la primera palabra. Hartley dedujo que debía de ser el nombre del secretario de Douglas; Black (negro), Swan (cisne) o Skinner.

Con dedos temblorosos, Hartley escribió el mensaje completo:

«Black (o Swan, o Skinner), secretario de Douglas, ansioso de vender en diez mil libras los planos del barco de guerra Reina Ana».

Hartley sonrió. Ahora que conocía la forma en que «Mystery» se comunicaba con sus secuaces, podría participar en el juego.