Capítulo IV
LA ANCHA LLANURA se extendía por varios kilómetros; luego, su horizonte se alzaba suavemente y se disolvía en el cielo azul grisáceo de la madrugada. Allí, al borde de la llanura, cerca del umbroso bosque que la interrumpía, estaba Hartley Witham.
Con ojos intrigados miraba algo distante; algo que se movía caprichosamente entre la niebla y parecía un enorme pájaro indeciso, incapaz de decidir qué dirección debía tomar.
Pero Hartley conocía muy poco las aves de su propio país, y menos aún las de Francia; de modo que observaba con admiración. El gran pájaro se movía con rapidez inconcebible; volaba casi al ras del suelo para elevarse vertiginosamente hasta una altura de cien o doscientos metros; permanecía quieto algunos minutos y luego, con la misma velocidad, se alejaba hasta perderse de vista, para regresar en el acto y volver a descender.
Esto prosiguió durante unos diez minutos, y luego, Hartley se dio cuenta de que el ave se acercaba hacia él, rauda como el viento. No tardó en percibir un levísimo ruido de motores. El tal pájaro era en realidad un aeroplano.
El aparato se acercaba al bosque, y su sonido se iba haciendo más fuerte. Aun así, Hartley se maravilló de lo silencioso que era. Ahora estaba sobre su cabeza, y no hacía más ruido que el escape de un auto normal. De elevarse a una altura mayor, probablemente nadie lo oyera pasar.
Y no era éste su único atributo maravilloso. Con asombrosa brusquedad aminoró su velocidad de huracán, y con grácil movimiento descendió a tierra, casi en picada.
Fascinado, Hartley miró el aeroplano que ronroneaba suavemente a medio kilómetro de distancia. Sabía ya, sin sombra de duda, qué era lo que acababa de presenciar. Se trataba nada menos que de las secretas maniobras de prueba de un avión, un aparato maravilloso que volaba casi como las aves, un invento adelantado varios años a todos los demás en velocidad, diseño e importancia militar.
Lentamente, la expresión de interés Se desvaneció, dando paso a la tristeza, pues Hartley recordó que no era en su propio país donde, por accidente, había asistido a esta prueba secreta, sino en Francia. Por lo tanto, el avión era francés. Qué lástima que tan maravilloso invento no perteneciera a Inglaterra. Con un escuadrón de tales aeroplanos, la defensa de la isla volvería a ser inexpugnable.
Al pensar esto, Hartley recordó a su tío. ¡Su tío! Sin duda, el comandante debía ser notificado de la existencia del aeroplano, siendo como era jefe del Servicio Secreto Británico.
Los ojos de Hartley brillaron. Quizá ésta era la oportunidad de probarle al comandante que su sobrino no era tan tonto. Si gracias a Hartley se conseguían los planos del avión, nadie se atrevería a llamarlo idiota.
Hartley quedó absorto en sus pensamientos. ¡Qué gran tonto había resultado por querer hacerse el listo! Pero él no tenía la culpa. El comandante había aparentado tenerle confianza, y a esta confianza Hartley había respondido con creces; mostrando una inesperada astucia y rapidez de pensamiento, había logrado burlar a sus misteriosos enemigos.
Que al hacerlo hubiese nulificado los cuidadosos planes de su tío, no era culpa de nadie más que de éste. ¡Si el comandante hubiera confiado verdaderamente en él, en vez de simular hacerlo!
Los días que precedieron a su viaje a Francia habían sido celestiales. La misión lo había sacado de su apatía; más aún, lo hizo descubrir en sí mismo capacidades insospechadas. Nunca, desde la guerra, se había divertido tanto. Existía en él un oculto amor por la aventura y el peligro; en el fondo, amaba la lucha… Y esto era lo que el comandante no había tenido en cuenta.
El aeroplano se elevó como una flecha, y la mente de Hartley fue llamada bruscamente al presente. El secreto de la misteriosa nave debía, a cualquier costo, llevarse a Inglaterra. Tenía que notificar en el acto al comandante. Estuvo a punto de salir corriendo para alcanzar el Rápido a París, pero una vocecilla empezó a susurrarle al oído insidiosas sugerencias, regocijadas proposiciones. Su boca formó una sonrisa divertida. ¿Por qué decirle a su tío? ¡Quizá él solo pudiera obtener los planos!
Permaneció mirando al frente, sus ojos fijos en el avión que se alejaba. Una extraña emoción lo inundaba, haciendo vibrar sus músculos. A su alrededor flotaba el dulce aroma de un jardín, un olor indescriptible, mezcla de espliego, violeta y jazmín.
Sonrió a más no poder; su cuerpo se estremecía con extraño deseo, su corazón latía tan fuerte que casi lo sofocaba. Aspiró hondamente, y la delicada sutileza del perfume se mezcló con la frescura de la madrugada, que llenó sus pulmones y su cuerpo.
—¿Reconoce el perfume, monsieur?
Una suave risa, como musical campanilleo. Hartley se volvió. Sus ojos brillaban con un destello triunfal.
—¡Mademoiselle Arnaud! —saludó, con una inclinación—. Este inesperado encuentro me llena de placer.
—¡Inesperado! —repitió ella, con imperceptible ironía. No la prolongó; acto seguido desvió la conversación—. Me hubiera sorprendido menos encontrarme con usted en París, monsieur.
—Y yo más, dijo él, sonriendo.
Ella alzó las cejas.
—Pero si a mí me encanta París, monsieur.
—Hace dos días usted viajó hasta Dover, pero no abordó el barco que cruza el canal.
Ella observó el bosque que se extendía a su izquierda.
—¿Qué lo hace pensar tal cosa?
—La busqué por todas partes.
—¿Por qué, monsieur?
—Porque deseaba gozar el placer de su compañía. Tenía la esperanza de continuar nuestra conversación.
Marie sonrió.
—Estoy sorprendida, monsieur. Cambió usted de tema con tanta brusquedad que pensé que la seriedad lo había aburrido.
La protesta tembló indignada sobre sus labios, pero la contuvo al ver la trampa. Recordó las palabras de su tío, hipócritas sin duda, pero ciertas a pesar de ello.
Si se desenmascaraba una vez más ante «Mystery», si le daba ocasión de pensar que era en realidad diferente de lo que todo mundo creía, ¿de qué le serviría creerse digno de ingresar al Servicio Secreto? Tenía que actuar, para que «Mystery» pensara que sólo por suerte había ganado (en lo que a ella se refería) el primer asalto; que el cambio de papeles se debía más al descuido que a la astucia.
Sabía que el criado de su tío habría presentado a «Mystery» un reporte completo. De modo que, a no dudarlo, ella estaba al tanto de lo que el propio comandante pensaba de su sobrino. Esta sería una batalla de ingenios entre «Mystery» y él.
—Fue grosero de mi parte —repuso cándidamente, para confirmar los cargos que ella le hacía—, pero algo me llamó la atención.
»Sabe usted —prosiguió, en tono confidencial—, una mujer bonita siempre me hace hablar más de la cuenta, y cuando me pongo demasiado serio, me duele la cabeza.
El ceño de Marie se frunció ligeramente, y Hartley sonrió para sí. Supuso que la joven estaba recordando la conversación sostenida en el pullman, y su pregunta siguiente confirmó tal sospecha.
—Monsieur, ¿dice usted siempre la verdad?
Hartley aparentó sorprenderse.
—Sólo cuando es necesario.
La frase era un comentario común, digno de la clase de persona que él aparentaba ser. Por lo menos eso creyó Hartley, y quizá Marie Arnaud cayó en el engaño. Sin embargo, él hubiera jurado que en sus frases siguientes había un matiz de burla.
—La última vez que nos vimos, me dijo usted que las mujeres no le interesaban en absoluto. Ahora, me dice que las mujeres bonitas lo hacen hablar más de la cuenta.
Hartley rio levemente.
—¿Son tan incompatibles esas dos observaciones, mademoiselle?
—Tal vez no, monsieur. ¿Quiere usted decir que, aunque las mujeres lo hacen hablar, sigue sin interesarse en ellas?
Él asintió afablemente, aunque el tono de la pregunta lo hirió.
—Ése era exactamente mi caso, mademoiselle…, hasta antes de conocerla a usted.
¡Cuánto hubiera deseado poder pronunciar esas palabras en serio! Pero tuvo que decirlas en tono ligero, convirtiéndolas así en un cortés embuste.
La miró, tratando de descubrir el efecto que sus frases habían producido, pero el hermoso rostro no expresaba ninguna reacción, y aunque Hartley notó que la joven se hallaba pensando laboriosamente, no pudo ni siquiera imaginar cuáles serían sus pensamientos.
Por su parte, él pensó en lo curioso de esta reunión. Cada uno sabía el secreto del otro. Hartley estaba seguro de que Marie era «Mystery». Marie sabía que él trabajaba para el Servicio Secreto; sin embargo, él llevaba la ventaja, pues tenía pruebas definitivas de que ella era «Mystery»; ella, en cambio, no conseguía aún descubrir si Hartley era un simulador excepcionalmente listo, o un verdadero tonto.
Por si esto fuera poco, Hartley estaba al tanto de que ella conocía su secreto, mientras que Marie no tenía por qué sospechar que él conocía el suyo. En ese momento, el joven tenía dos triunfos en la manga…, y si podía convencer a la muchacha de que sólo era un tonto, tendría tres.
Pero otra idea acudió a su cerebro. ¿Cómo había podido Marie ganar el sobrenombre de «Mystery»? De seguro su tío bromeaba al decir que docenas de espías británicos, franceses, alemanes y norteamericanos llevaban años buscándola sin ningún éxito. ¿Qué de misterioso había en ella si él, un simple aficionado, pudo descubrir su identidad pocas horas después de conocerla?
¿Era todo aquello parte de las mentiras del comandante?; ¿era su romántica historia acerca de «Mystery» nada más que un engaño? ¡Pero no! Hartley recordó la cara que había puesto el comandante al enterarse de la victoria de su sobrino. Era indudable que el viejo Withman tenía miedo, de la astuta espía.
—¡Y yo lo he hecho cambiar! ¿Puedo saber por qué, monsieur?
No hay mentira más increíble que la misma verdad. Hartley la dijo, sin poder evitar que su voz asumiera un tono cálido.
—Porque usted es diferente, Mademoiselle; completamente distinta de las demás mujeres; porque en usted hay algo que me atrae más de lo que me han atraído todas las mujeres que conocí hasta ahora.
Una sonrisa incrédula agitó los labios de Marie.
—¡Cuánto honor, monsieur! ¡Pensar que no sólo lo he hecho hablar, sino que, además, lo he interesado!
Hartley miró hacia otro lado, y sintió los ojos de la joven recorrer su perfil, tratando de averiguar la verdad. Sonrió para sí mismo, pensando que los honores de este duelo verbal podían ya considerarse suyos. A juzgar por su voz, Marie estaba desconcertada; en su tono había habido un leve matiz interrogativo, matiz que seguramente, creía Hartley, existía, asimismo, en sus pensamientos.
Se preguntó qué habría ella pensado de saber que las palabras de él eran sinceras.
—¡Mademoiselle! No es justo que se burle de mí. Hablo sinceramente. ¡Se lo juro!
Le costó trabajo hablar en voz alta; las palabras le salían del corazón y tendían a expresarse en tierno susurro. Pero brotaban de sus labios en forma tan espontánea, que su interlocutora cayó en el engaño.
Marie rio suavemente.
—Acaso algún día pueda darle oportunidad de probar su buena fe, monsieur…, en algún sitio más apropiado que éste.
De nuevo el ligero tono de pregunta. Marie lo estaba sondeando con delicadeza, tratando de averiguar el porqué de su presencia allí.
La bruma de la madrugada se disolvía lentamente, y el sol empezaba a asomarse por encima de las distintas montañas. El aeroplano había desaparecido, pero, escuchando con atención, Hartley pudo oír su levísimo ruido.
Simultáneamente, se le ocurrió por vez primera una pregunta que lo sobresaltó: ¿Qué hacía allí «Mystery»? ¿Cómo había ocurrido la extraordinaria coincidencia de que se encontraran de esta manera, tan de mañana, en un lugar a ciento cincuenta kilómetros de París?
El zumbido del aeroplano le hizo pensar que tal vez no fuera una coincidencia, al menos en lo que a ella se refería. Recordó la ironía con que la joven había repetido la palabra «inesperado», refiriéndose a su encuentro.
«¡Inesperado!». ¡No para «Mystery»! Como maríposillas alrededor de una vela, los agentes secretos de todo el mundo estarían, sin duda, revoloteando en torno de aquella región, tratando de obtener informes acerca del nuevo aeroplano; y entre ellos no podía faltar, de ninguna manera, la espía más inteligente del mundo, «Mystery».
La situación había sido humorística desde el principio, pero ahora se convirtió en una farsa delirante. Hartley estaba allí por pura casualidad, pero obviamente Marie no lo creía así. Hartley se dio cuenta de que, ante los ojos de la joven, él había ido por la misma razón que ella: para obtener los planos del maravilloso avión.
¡Con razón estaba extrañada! Hartley se sintió seguro de que estaba pensando en él, tratando de desentrañar su contradictoria conducta.
Una vez más, dijo la verdad:
—No es un paisaje muy apropiado para la seriedad, ¿verdad? Estoy alojado con unos amigos en el Chateau de Brenninçaux. Dormí mal toda la noche; luego, salí a tomar un poco de aire. Llegué hasta aquí, y cuando me hallaba contemplando la salida del sol, aparece usted como por arte de magia. Voilá.
—¿Contemplando la salida del sol, monsieur? —Marie alzó la vista; en sus pupilas había un brillo travieso—. ¿Sólo eso estaba contemplando?
Hartley quedó atónito ante la audaz pregunta. Parecía inconcebible que Marie traicionara así sus pensamientos. ¿Se trataría de una trampa?
—Pues no, ahora que usted lo dice, no era sólo el sol —repuso con naturalidad—. Me puse a mirar un aeroplano que andaba brincoteando por allí. Volaba bastante rápido.
No sabía si la respuesta que había dado era la adecuada. No estaba acostumbrado a este juego verbal.
—¡Claro que volaba rápido, monsieur! Es el avión más veloz del mundo.
Hartley hizo un gesto de asombro.
—¡Caray! Suena de lo más interesante. Lástima; debí haberle prestado más atención.
Su lamentación era sincera. Pero esperaba remediar la falta en un futuro no muy lejano.
Miró su reloj, con aire titubeante, y Marie adivinó sus pensamientos.
—¿Hora de su desayuno, señor Witham? —preguntó.
Él esbozó una tímida sonrisa.
—Este clima siempre me abre el apetito —murmuró, como disculpándose—. Pero puedo acompañarla…, este…, a su hospedaje…
Se interrumpió, como invadido por la cortedad. Marie le sonrió.
—Claro que, sí, monsieur. Me encantará gozar de su compañía. Vámonos en el acto.
Él titubeó.
—Este…, ¿dónde se hospeda usted?
—En el mismo lugar que usted —respondió ella, dulcemente—. En el Chateau de Brenninçaux.