Capítulo XIV
LOS TOMOS DE PAÍSES del mundo habían desaparecido del estante; en lugar de ellos había nueve novelas. Lanzando una rápida mirada alrededor para asegurarse de que nadie lo observaba, Hartley copió los títulos.
Reunión de familia, por H. Miller.
Medianoche, por Octavus Roy Cohén.
Una casa en Norwood, por William Patrick Kelly.
Smith y los faraones, por H. Ridder Haggard.
La calle sin nombre, por Samuel Fuller W.
Róbeit Shenstone, por W.D.H. Dawson.
Dos y tres, por Jean Stafford.
Lunes en la mañana, por Alan Sillitoe, Jr.
Los siete magníficos, por J.B. Sturges.
Pocos minutos después, estaba de nuevo en sus aposentos, examinando la lista. Su teoría parecía ser absolutamente correcta: del primer título sacó la palabra «reunión»; el segundo no podía sino indicar la hora de tal cita.
La tercera palabra era, seguramente, «casa»; la cuarta, «Smith»: «casa de Smith». La quinta podía ser el principio de una dirección: «calle». La sexta sería, en tal caso, el nombre de la calle: Shenstone o Dawson. Luego, vendría forzosamente el número: 23. De Lunes en la mañana sacó «lunes»; el último título completaba la fecha: «lunes siete», a cuatro días de distancia.
«Reunión a medianoche en la casa de Smith, calle Shenstone o Dawson, número 23, el lunes siete».
El mensaje era claro. Alegre por su astucia, Hartley se incorporó y bailó animadamente, hasta quedar exhausto. Entonces, al dejarse caer en una silla, se fijó en un detalle que deshizo su entusiasmo: el mensaje no indicaba en qué barrio estaba la tal calle Shenstone o Dawson.
El desaliento lo invadió: sin conocer el barrio, no podría nunca hallar la «casa de Smith». Había miles de Smiths en Londres. Y aún más, la casa podía estar en alguna otra ciudad. Todo echado a perder por un pequeño detalle.
Pero al reflexionar más a fondo, se convenció de que su pesimismo era exagerado. Si la gente que iba a asistir a la reunión supiera dónde estaba «la casa de Smith», no hubiera sido necesario que «Mystery» diera la dirección: «calle Shenstone o Dawson, número 23». Con poner «casa de Smith» hubiera sido suficiente. Con renovada esperanza en el corazón, Hartley se inclinó sobre la mesa y procedió a examinar la lista una vez más.
Tras un rato, golpeó la mesa con fuerza.
—Pero qué imbécil —murmuró.
Allí mismo, en la lista, estaba el nombre del barrio: Norwood. «Casa en Norwood». ¿Podía haber algo más sencillo?
Examinando rápidamente el directorio, vio confirmadas sus deducciones. En Norwood existía en verdad una calle Shenstone.
La noche del lunes siete fue lluviosa. Durante todo el día, el cíelo estuvo nublado, pero sólo hasta que Hartley abandonó su casa para dirigirse a Norwood, las grandes gotas empezaron a caer. Unos segundos después, se desató una tormenta. Hartley maldijo.
Llegó a Norwood empapado, y la monótona lluvia no daba señales de parar. De buena gana, el joven hubiera vuelto a casa, pero no podía perder esta oportunidad de descubrir los secretos de «Mystery».
No tardó en hallar la calle Shenstone. Era una avenida recta, a lo largo de la cual se alineaban casas de aspecto agradable, rodeadas por sendos jardincitos.
La casa número 23 no se diferenciaba mucho de sus vecinas. Era un edificio de dos pisos, alto y cuidado.
Al llegar allí, Hartley examinó cuidadosamente los alrededores. Justamente frente a la casa 23, en el jardín de la 22, había un enorme ciprés. Todo lo que Hartley tenía que hacer era saltar la verja sin que nadie lo viera, y colocándose entre la verja y el árbol quedaría oculto, no sólo a la calle, sino a la casa, por si alguien llegaba a asomarse por una ventana.
Miró su reloj pulsera e hizo un gesto de desagrado. Dominado por el entusiasmo y la impaciencia, había llegado una hora antes de tiempo. Sin embargo, se consoló pensando que era mejor llegar temprano que tarde.
Podía estar seguro de que ninguno de los conspiradores llegaría durante los próximos veinte o treinta minutos, de modo que, como ya estaba tan mojado que un poco más de agua no podía tener ninguna importancia, fue a explorar los alrededores.
Cosa de media hora después, se halló nuevamente frente a la casa 23. La calle estaba desierta. Puso la mano sobre la verja y se preparó para saltar, pero en esos momentos la puerta del número 19 se abrió, dejando escapar un chorro de luz, y un segundo después alguien salió, atravesó el sendero de grava y echó a andar calle arriba. Hartley maldijo por segunda vez en pocas horas. Sacando apresuradamente una pipa, fingió encenderla hasta que el hombre desapareció.
Hartley esperó unos segundos más; luego, saltó la verja. Rápidamente buscó un buen sitio para colocarse. Para su deleite, halló un hueco en la verja a través del cual podía espiar sin ser visto.
Mientras aguardaba con paciencia la llegada de los conspiradores, se puso a pensar en «Mystery». ¿Quién era?, ¿qué era?, ¿por qué practicaba el espionaje en la forma en que lo hacía? ¿Cuál era su objeto al robar secretos de todos los países? ¿Trataba únicamente de enriquecerse, o poseía, acaso, otros motivos?
Tras un rato, Hartley rio por lo bajo. ¿Cuántas veces se habría hecho esas preguntas? Y, sin embargo, no lograba hallar las respuestas.
Sonrió amargamente. La cruel profecía de «Mystery» se cumplía al pie de la letra. Hartley pensaba constantemente en ella. A cada momento, en forma inesperada, venían a su memoria aquellos rojos labios, aquellos ojos obscuros.
Desde aquella entrevista en el taxi, Hartley había estado dominado por un incesante conflicto interno. Por una parte, sentía remordimientos por lo que le había hecho a la joven; por otro lado, se reprochaba el dar más importancia a sus sentimientos que al deber que tenía hacia su patria.
Olvidó la cruel lluvia, el rugiente viento, e incluso su vigilancia. Una vez más se vio a bordo del Olimpia, sentado junto a Marie en la cubierta superior. Una vez más le habló, una vez más volvió a oír la risa ondeante y cristalina…
El reloj de una iglesia cercana dio las doce, devolviendo a Hartley a la realidad. Medianoche y nadie había entrado a la casa 23; las ventanas seguían obscuras e impenetrables.
La lluvia empezó a arreciar, como si se burlara del joven. Hartley empezó a pensar que tal vez todas sus teorías eran simples productos de una imaginación febril; que el mensaje había sido puro invento de él.
Pero ¿y el otro mensaje? ¿Era también una coincidencia? No, imposible. Tenía que estar en lo cierto. Seguiría esperando.
Esperó. Los minutos pasaron lentamente. La casa seguía obscura; la calle estaba desierta. Hartley consultó su reloj: las doce y cinco. Arrugó el ceño, preocupado.
Doce y diez, doce y cuarto, y nada sucedía aún. Sólo había una explicación posible: la reunión había sido cancelada por alguna causa desconocida. El viaje de Hartley había resultado inútil.
El joven se incorporó con dificultad; sus miembros estaban envarados. Examinó la calle, aunque en su presente estado de ánimo casi no le hubiera importado ser descubierto. No había nadie. Saltó la verja y, pensando que se había portado como un tonto echó a caminar rumbo al garaje donde estaba su auto.
La calle Shenstone estaba a obscuras; era evidente que los habitantes del barrio se acostaban temprano. Sólo en una de las primeras casas se veía una ventana iluminada. Hartley se dijo que los inquilinos del número 5 eran, probablemente, los únicos trasnochadores en varios kilómetros a la redonda.
¿El número 5? Se detuvo bruscamente. Al descifrar el mensaje, había asumido arbitrariamente que «dos y tres» significaba «veintitrés»; ahora se dio cuenta de que también podía ser «cinco».
Se volvió hacia la casa que acababa de dejar atrás. Aparte de la ventana iluminada, no se veía otro signo de vida. Tal vez en la parte trasera… Quedó inmóvil durante unos segundos; luego, se decidió.
—El mundo es de los valientes —musitó para sí, echando a andar con paso firme.
En la parte trasera de la verja había una entrada de servicio. Pensando que por fin el destino se ponía de su lado, Hartley la traspuso y avanzó cautelosamente.
En esos momentos, oyó el ruido de un automóvil que se acercaba. Poco después, el vehículo se detuvo frente a la casa.
Oculto entre los matorrales del jardín, Hartley vio que un hombre descendía, y tras despedir al conductor, caminaba hasta la puerta trasera y tocaba el timbre. Casi inmediatamente se encendió una luz. La puerta se abrió y Hartley oyó claramente la pregunta del recién llegado:
—¿Está en casa el doctor Smith?
Hartley aguzó el oído en un esfuerzo por escuchar la conversación, pero los dos hombres hablaban en voz baja. Tras intercambiar algunas frases inaudibles, entraron. La puerta se cerró; la luz se apagó.
Hartley tuvo ganas de lanzar un grito de júbilo. Ahora estaba absolutamente cierto de que la casa número 5 era el sitio de reunión.
Agazapado, por temor de que hubiera alguien vigilando a través de una ventana, se acercó a la casa. Rodeándola, encontró una ventana cuyas cortinas, cerradas al descuido, dejaban pasar estrechos haces de luz, que caían sobre el césped húmedo.
La suerte lo favorecía. Evidentemente, los conspiradores estaban tan confiados que no habían tomado siquiera la precaución de cerrar bien la ventana. La ventila superior estaba abierta, de modo que Hartley podría, además de ver, oír.
Se acercó sin producir sonido y atisbó por el espacio que las cortinas dejaban al descubierto.