Capítulo XXI
QUERIDO HARTLEY:
Tus informaciones nos han sido de gran utilidad. Ya estaba yo al tanto de muchas cosas, aun antes de que tu carta llegara. A continuación, un breve resumen de lo ocurrido desde tu partida:
Puse a un agente a vigilar constantemente la librería. Nada ocurrió sino hasta hace tres días. Los libros fueron cambiados y mi agente me trajo la lista de títulos y autores. Eventualmente, dedujimos que habría una junta anoche, en tal-y-tal dirección. Puse a trabajar a dos de mis mejores subalternos, y uno de ellos vio y oyó todo lo sucedido en la reunión. Más aún, pudo dibujar a los cuatro hombres presentes (faltaba herr Cattelmann, por supuesto), de modo que podremos reconocerlos en el futuro.
La reunión fue corta, demasiado corta, y pudimos enteramos de muy pocas cosas. Stratinoff había recibido un telegrama de Cattelmann, donde anunciaba que su parte de los papeles había sido robada. Cuando Stratinoff dio tan tristes noticias, uno de ellos, el americano, exclamó:
«—¡DIOS mío! ¡Stratinoff, eso no puede ser verdad!».
A propósito, Hartley, mi agente anotó toda la conversación en taquigrafía. Eso es algo que tú no hubieras podido hacer.
«—Lo es —repuso Stratinoff».
«—¡En ese caso, todos nuestros planes están arruinados! —dijo De Luze, un francés—. Si falta una parte de los planos, y más aún, una parte de la clave secreta, ¿cómo podremos descifrar los planos? ¿Y de qué nos serviría descifrarlos si falta un pedazo?».
Al escuchar este largo discurso, Stratinoff alzó la mano en señal de protesta.
«—Querido señor —repuso—, creo que subestima usted mi inteligencia. Hay una copia de los planos y de la clave, escondida en un lugar secreto que sólo yo conozco».
«—Entonces, ¿a qué vino toda la pantomima de cortar en cinco la clave y los planos, y de hacer a cada uno de nosotros responsable de una parte?».
«—Tuve muchas razones para hacer eso —replicó Stratinoff—. ¿No estamos todos igualmente complicados en nuestro vasto plan?».
«—Sí».
«—Entonces, es justo que la responsabilidad se divida en partes iguales. El día, no muy distante, espero, en que recibamos buenas noticias de Budapest y de Atenas, nos reuniremos por última vez, y podremos dar la señal necesaria para que se inicien las operaciones».
«—Pero todos nosotros conocemos los planes —protestó el americano—; son nuestros propios planes. ¿Por qué ponerlos por escrito, y arriesgar así nuestro futuro y el futuro de nuestro proyecto?».
«—Porque —explicó el ruso— sólo una cosa puede darnos el éxito, y esa cosa es, un comienzo simultáneo».
«—Eso es cierto —convino De Luze».
«—Y la señal para el comienzo está en los planos».
«—De los cuales nos han robado una quinta parte —interrumpió Morgan».
«—Lo sé, y tal hecho ayuda a probar el acierto que tuve al dividir los planos entre nosotros. Ustedes saben tan bien como yo que estamos rodeados de enemigos. Si cualquiera de nosotros recibiera el encargo de custodiar todos los planos, nuestros enemigos se concentrarían para atacarlo a él. En cambio, ya sepan o no que los planos están divididos en cinco, no pueden concentrarse sobre ninguno de nosotros. Deben vigilamos y espiamos a los cinco, y como dice el refrán: “La división interna causa debilidad”».
«—Acaso tenga usted razón —convino el austríaco—. Pero la copia que usted mencionó, ¿no hay peligro de que la roben?».
«—Ninguno en absoluto, herr Wieland. Puede usted tener la completa seguridad de que el día en que nos reunamos por última vez, los planos yacerán sobre la mesa, ante nuestros ojos. Mientras tanto, dejemos que nuestros enemigos dividan sus energías entre nosotros. Sin embargo, amigos míos, cada uno de nosotros debe proteger con su vida su parte de los planos. En el muy improbable caso de que nuestros enemigos reunieran las cinco porciones, nuestros proyectos serían aniquilados. Entre tanto, ya no me comunicaré con ustedes por medio de los libros. Es peligroso usar el mismo método durante mucho tiempo; procuraré inventar uno nuevo».
«—¿Cómo sabremos cuál será? —preguntó De Luze».
«—Todo a su debido tiempo —contestó, calmadamente, el ruso».
Bueno, Hartley, pues eso es más o menos todo lo que ocurrió en la última reunión de Stratinoff y compañía. Casi no valió la pena que nuestro agente se arriesgara. Más aún, sospecho que el ruso, que parece ser el jefe de todo el asunto, pensó que lo estaríamos espiando, y por eso se condujo tan cautelosamente.
Quisiera saber cuál es el proyecto de estos tipos. Debe de ser algo bastante importante e inmensamente lucrativo, porque, de otra manera, «Mystery» y Van Hoffmann no estarían luchando tan acaloradamente. Estamos vigilando de cerca a todos los conspiradores: un alemán, un francés, un americano, un ruso y un italiano, ¡qué esperan noticias de Hungría y de Grecia!
Maldita sea, parece una liga de naciones. Piensa nomás, Hartley, lo que pasaría si ese pequeño grupo de países se uniera para jugar con el mundo. Imagínate, Rusia y Alemania, con el apoyo monetario de los Estados Unidos y ayudados por Francia.
Prosigue tu misión, Hartley. Ahora sé lo suficiente para garantizarte el más amplio de los apoyos.
Buena suerte, muchacho.
Tu afectuoso tío.
JAMES WITHAM
P.D. Supongo que ya sabrás qué hacer con esta carta una vez que la hayas leído con detenimiento: quémala, y luego pulveriza las cenizas. Dale una copa al mensajero que te la entregó, y envíalo de regreso.
Mientras más pensaba Hartley en la carta de su tío, más apreciaba la sutileza de Stratinoff. Indudablemente, el ruso sabía que era posible que la reunión fuera espiada; de hecho, el que hubiera descartado el método usual de comunicación era una prueba de esto.
Resultaba fácil deducir que Stratinoff, sabiendo que toda la conversación sería reportada en diversas partes aun antes de terminada la noche, había mencionado deliberadamente el hecho de que, si todas las cinco porciones de los planos se reunieran, sus enemigos conocerían todo su proyecto. De esta manera, se había asegurado de que sus enemigos continuarían tratando de obtener los planos completos. Por otra parte, si sólo se obtuvieran cuatro de las cinco porciones, resultarían inútiles, y Stratinoff, por su parte, conservaba una copia completa en un escondite que sólo él conocía.
Entonces, pensó Hartley, ¿por qué no concentrarse en vigilar a Stratinoff? La respuesta era obvia. Un hombre lo suficientemente astuto y temerario para desafiar abiertamente a sus enemigos, sabría proteger la copia a la perfección.
Sin embargo, la carta del comandante Witham contenía un dato seguro. Probaba, sin lugar a dudas, que Stratinoff era el único organizador y director de la conspiración. Aparentemente, cada uno de los otros había hecho una parte de los planes, pero fue Stratinoff quien consolidó esas partes y formuló los detalles finales.
Hartley hallaba difícil decidir a cuál de los cuatro conspiradores debía atacar primero. ¿Morgan, el americano?; ¿De Luze, el francés?; ¿Wieland, el austríaco?, ¿o Stratinoff, el ruso? Por supuesto, ignoraba actualmente dónde localizarlos, pero tenía la certeza de que tarde o temprano «Mystery» o Van Hoffmann lo guiarían en la dirección acertada. Lo mejor era pagarles en su propia moneda. De la misma forma en que ellos habían seguido a Sonia Ivanitch para apoderarse de los papeles de Cattelmann, Hartley los seguiría ahora, para llegar hasta la próxima víctima.
Al recordar a Van Hoffmann y a «Mystery», Hartley rio para sus adentros. ¿Quién habría ganado, finalmente, en la lucha por los papeles falsos? Probablemente «Mystery». Tuvo una ventaja de segundos sobre Marelli, y, además, tenía dos hombres más. Pero la cacería seguramente había resultado interesante.
El buen humor de Hartley fue ligeramente disminuido por la reflexión de que, a menos que alguno de sus rivales lograra reunir las cinco partes del plan, no sabría nunca la trampa en que había caído. Porque Hartley se volvía cada vez un espía más experto. Los papeles que él había preparado, y que Sonia sacó de su vestido aparentando arrancarlos del forro de la chaqueta de herr Cattelmann, estaban en clave. El mismo Hartley había inventado dicha clave, y generosamente, había añadido parte de las instrucciones para descifrarla.
Mientras más pensaba, más se convencía de que, a menos que su tío le informara del paradero de uno u otro de los conspiradores, lo mejor que podía hacer era vigilar de cerca a Van Hoffmann y a «Mystery».