Capítulo II

APARENTEMENTE, HARTLEY WITHAM era el mismo de siempre cuando, la tarde siguiente, caminaba con indolencia por la calle Bond, sonriendo placenteramente a sus muchas amistades y respondiendo los saludos de los muchos funcionarios que lo reconocían.

Pero la realidad era muy otra. La mente de Hartley no acababa aún de reponerse del impacto sufrido el día anterior. Desde el momento en que su tío hizo la dramática revelación, Hartley había estado pensando frenéticamente, como nunca en su vida.

Sentía como si una mano gigantesca, alzándolo, lo hubiera agitado como un salero para luego dejarlo de nuevo. Aún se hallaba estremecido por la experiencia, aunque su emoción predominante era…, era… No podía expresarla con palabras, pero era una mezcla de orgullo, patriotismo y satisfacción.

De algún modo que ni él mismo se explicaba, se había deslizado, al terminar la guerra, hacia una existencia despreocupada. Como tenía mucho dinero y nada de que ocuparse, a excepción del criquet, el polo y, en el invierno, el rugby, se dejó arrastrar por la marea. En forma insidiosa, su mente fue ablandándose; le costaba trabajo concentrarse, pensar seriamente. Se convirtió en un producto típico de la civilización mecanizada.

No dejó de darse cuenta de esta sutil degeneración, pero estaba demasiado satisfecho, era demasiado perezoso para librarse de ella. Sólo hasta ahora su tío lo había sacado del cómodo pantano.

¡El tío Jim! Hartley sonreía al pensar en el comandante. Era, prácticamente, su único pariente, pero siempre lo había considerado un viejo seco e irascible, algo aburrido y totalmente anticuado.

¡Buen Dios! ¡Pensar que el comandante había engañado a todo el mundo con tanta habilidad! Qué espléndido actor era.

Al pensar en el comandante, Hartley sintió un tibio afecto. De modo que había una persona que creía en él, que adivinaba sus cualidades, hacía a un lado su disfraz de idiota despreocupado y descubría su verdadera y recia personalidad.

Hartley estaría eternamente agradecido por todo aquello; y además, haría hasta lo imposible por merecer la confianza de su tío, por probar su valer.

Mezclado entre estos pensamientos, que se repetían una y otra vez en círculo vicioso, surgía un problema que lo desconcertaba: el de cómo llevar los papeles a París. ¿Sería su ingenio superior al de «Mystery»? ¿Tenía suficiente inteligencia para contrarrestar los planes que ella y su banda podían usar contra él?

Cada vez que estas ideas acudían, Hartley se reía de ellas. ¿Acaso no había sido elegido como emisario por la razón de que nadie en absoluto sospecharía de él? Seguramente el comandante Witham suponía que podría llegar a la capital francesa sin ninguna molestia.

Más, a pesar de estas garantías, el problema continuaba hostigándolo, y terminó por preguntarse si el motivo de ello no sería un deseo profundo; si acaso él, en lo más íntimo de su corazón, abrigaba la esperanza de tener ocasión de probar su ingenio contra el de «Mystery».

El lunes siguiente, una hora antes de partir de la estación Victoria, visitó a su tío para recibir las últimas instrucciones.

—Y bien, ¿cómo te sientes, muchacho? —saludó afablemente el comandante Witham.

—En perfectas condiciones, tío, y ansioso de emprender el viaje.

—Ya sé que no necesito preguntarte si conoces a París. —Hartley sonrió—. No, ¿verdad? Eso pensé. Bueno, he aquí la valija. Como ves, tiene tres cerraduras, pero parece un simple maletín, por fuera y por dentro. Sin embargo, tiene doble fondo. Mira.

Así diciendo, tocó algún resorte oculto y el fondo falso se levantó, poniendo al descubierto un pequeño hueco, apenas lo suficientemente grande para contener los papeles.

El comandante Witham sacó éstos del bolsillo de su Saco, los guardó y cerró la cavidad. Luego, volteó a buscar las llaves; cuando las halló, ya Hartley estaba empacando cuidadosamente su ropa.

Terminada tal operación, el tío tomó la valija.

—No necesito mencionar que las cerraduras y las llaves de esta valija son especiales. Existen únicamente dos llaves. Una la tengo yo, la otra el embajador inglés. Cuando cierre yo la valija, no podrás abrirla hasta que la entregues a la embajada. No te preocupes por la aduana; te dejarán pasar sin ninguna dificultad, pues la valija lleva contraseña diplomática. Sir Henry, el embajador, la abrirá y sacará los papeles. Eso será todo; podrás irte a tu hotel con la satisfacción de haber servido bien a tu patria. Bueno, muchacho, te deseo la mejor de las suertes…, y recuerda, ten cuidado con «Mystery».

Rio, y Hartley le hizo eco.

—Puede usted confiar en mí, tío —dijo, extendiendo la mano.

—Ya lo sé, muchacho —respondió el otro con ojos brillantes—. Pero no te preocupes. «Mystery» ni siquiera imagina la verdad.

La estación Victoria estaba repleta de vacacionistas ansiosos de disfrutar las últimas semanas de sol. La plataforma donde esperaba el tren continental era un centro de animada actividad.

En años remotos, siempre había un sitio donde los ojos de Hartley brillaban con una luz ansiosa y resplandeciente, donde sus pasos cobraban inesperada elasticidad y su rostro se veía más alerta, más vivo. Tal sitio era una estación llena de gente. Desde su niñez, recordaba Hartley, su sangre parecía estremecerse de gozo ante las muchas sensaciones proporcionadas por una estación de ferrocarril.

Se sentía feliz escuchando cómo las locomotoras jalaban entre resoplidos su pesada carga, mirando cómo el blanco vapor se mezclaba, bajo los techos de vidrio sucios de hollín, con el humo negro pardusco.

Había estantes repletos de libros, con las últimas novelas y hermosas reediciones de los clásicos. Había una larga fila ante la ventanilla de boletos, y todos los rostros sonreían, resplandecientes de felicidad anticipada.

Esta vez, como siempre, el panorama lo llenó de placer, y depositando su saco y su abrigo en un asiento al fondo del pullman, junto con la preciosa valija, descendió de nuevo a la plataforma y paseó de un lado a otro, vigilando de reojo su equipaje.

Vio una apresurada figura que le pareció vagamente familiar; y al acercarse, reconoció a Dilly Carruthers.

—¡Hola, Dilly!

Hacía casi un año que no se veían, pues ella se había ido a vivir al campo, con su padre.

—¡Hartley! —chilló Dilly—. ¿Pe dónde sales?

—Estaba escondido bajo la plataforma —sonrió él.

—Querido Hartley, sigues igual que siempre —murmuró Dilly—. ¿Vas en este tren?

Él asintió y se apresuró a preguntar:

—¿Y tú?

—No —contestó ella, aparentando tristeza—. Vine a despedir a una amiga… Ah, allí viene.

En esos momentos llegó otra mujer. Echándole una rápida ojeada, Hartley pensó que, o mucho se equivocaba, o era francesa.

—Marie. —Dilly, tan impulsiva como de costumbre, jaló la manga de su amiga—, ven a que te presente. Mademoiselle Marie Arnaud…; el señor Hartley Witham.

—Mucho gusto —saludó, graciosamente, mademoiselle Arnaud—. Dilly me ha contado mucho de usted.

Hablaba sin ningún acento extranjero; su voz era música para los oídos. Hartley sonrió.

—Nada bueno, supongo.

—¡Hartley, eres un grosero! Además, parece que estuvieras pescando cumplidos.

El silbato dejó escapar su chillido reverberante. Despidiéndose rápidamente de Hartley, mademoiselle Arnaud abrazó a su amiga y subió al tren.

Cuando Hartley ocupó su lugar, el asiento de enfrente estaba aún vacío, pero no lo estuvo por mucho rato; uno o dos segundos después, la azafata del pullman condujo a la francesa allí.

Mademoiselle Arnaud se sentó. Luego, alzando la vista, vio quién estaba frente a ella, y una sonrisa iluminó su rostro.

—Extraña coincidencia —murmuró.

—Feliz coincidencia —corrigió él.

Lentamente el tren fue ganando velocidad. Hartley notó que los ojos de mademoiselle Arnaud miraban con nostalgia a la estación que rápidamente se alejaba. Se preguntó si la partida la entristecía.

No deseando conversar, se puso a leer su periódico, y para cuando llegó a la última página, el viaje casi terminaba. Bajó el periódico y sus ojos viajaron por el carro, para luego detenerse en la francesa.

Ella lo observaba con atención.

—Es usted un hombre extraño. Se pasa el viaje leyendo, y hay por lo menos tres mujeres bonitas en este Carro.

En elocuente respuesta, Hartley se alzó de hombros.

—¿De modo que las mujeres no le interesan?

—En absoluto —replicó él.

Ella rio suavemente.

Monsieur, su brusquedad sólo puede equipararse a su franqueza.

Hartley cambió inmediatamente de tono.

Mademoiselle, reciba mis más humildes disculpas. Contesté groseramente, pero he de confesarle que mis pensamientos estaban lejos…, bueno, no muy lejos.

—Eso imaginé. ¿No pensaba usted en aquella dama que está a su izquierda, del otro lado del pasillo? Su cabello corto contrasta admirablemente con su monóculo de carey.

—Es usted observadora, mademoiselle. Cierto; pensaba que ese espécimen es un típico ejemplo de la mujer moderna. ¿Por qué quieren portarse como hombres? ¿Acaso no están satisfechas con los mil encantos que la naturaleza les otorgó? ¿Para qué destruir esos encantos con sus ridículos intentos de masculinidad? Mientras más pasa el tiempo, sus ideas, hábitos y costumbres van volviéndose más y más masculinos, y, en mi humilde opinión, menos y menos encantadores.

—¿Me permite usted, monsieur, preguntarle qué constituye, en su opinión, el encanto femenino?

Hartley se alzó de hombros.

—Es una pregunta difícil de responder, mademoiselle. El encanto es tan abstracto, tan etéreo, casi me atrevería a decir tan psicológico, que encuentro muy difícil definirlo, incluso con respecto al efecto que en lo personal me produce, ya no digamos al que produce en otros hombres.

»Es obvio que todo hombre ve a la mujer en una luz distinta, con una mirada diferente. Alguien diría atracción en vez de encanto; alguien más, calor hogareño. Hay muchos atributos distintos, tales como ternura, dulzura, simpatía; tantos que no me atrevo a enumerarlos. Pero, para mí, y probablemente para todos los hombres en general, la primera cualidad que debe tener una mujer encantadora es… el misterio.

Marie Arnaud miró sorprendida a su compañero de viaje.

—Empieza usted a interesarme, monsieur. Es extraño que un inglés diga tales cosas.

Hartley dejó escapar su primera risa de la tarde.

—¿De modo que también usted cree en las mentiras que se cuentan de nosotros?

—¿Mentiras? —la joven negó con la cabeza—. No, monsieur, no son mentiras. A ustedes los ingleses no les interesan las mujeres. Cuando se casan, no buscan una compañera, sino un ama de llaves, o una esclava. Si les va mal en los negocios, se desquitan con su esposa. En Inglaterra, los hombres están unidos, dispuestos, en caso necesario, a hacer la guerra contra las mujeres.

»Ustedes viven, básicamente, en relación con los demás hombres. Lo más importante para ustedes son sus deportes, sus clubes. Cuando bailan, piensan sólo que la gente los está mirando, y que deben bailar correctamente. No deben dejarse llevar por sus impulsos, pues la gente se escandalizaría. Dígame pues, señor inglés, ¿tengo o no la razón?

Mademoiselle, usted, como todo el mundo, cree que los ingleses somos fríos y calculadores. No es verdad. El inglés ama con tanta pasión como los franceses, con la única diferencia de que esconde esa pasión y ni por un momento pierde el dominio de sí mismo. Cierto, como usted dice, que no vive pensando en las mujeres. Más que una diosa en su pedestal, rodeada de homenajes, la mujer es para él un buen camarada. Hay mil argumentos, mil ejemplos; la discusión sería infinita.

»Mademoiselle, con todo respeto le digo que no estoy de acuerdo con usted en lo que se refiere a los hombres de este país. Sin embargo, si lo que usted dijo hubiera sido acerca de las mujeres inglesas, me habría apresurado a concederle toda la razón, y a explicarle que ésta es la causa por la cual han dejado de interesarme. Es triste. Han pasado los tiempos en que las mujeres eran femeninas, tenían formas delicadas y esculturales. Hoy día, gracias a la práctica del golf, el tenis y la danza, son tan atléticas como el que más. Usan la ropa más atrevida que pueden, destruyendo todo posible misterio. Al jactarse de su sexo y desafiar al hombre, se colocan al mismo nivel que él, en vez de vivir en el alto pináculo qué les corresponde.

—Usted tiene su mujer ideal, ¿verdad? Como la mayoría de los ingleses.

Hartley titubeó.

—Pues…

Ella sonrió, mirándolo con los más bellos ojos obscuros que Hartley había visto en su vida.

—¿Conque sí? Déjeme describírsela. Tendrá…, déjeme ver, como tres o cuatro años menos que usted. Su apariencia… juzgo que en este sentido no es usted demasiado exigente. Cuando encuentre su mujer ideal, se enamorará de ella seria y profundamente, con esa pasión exclusiva de los ingleses; las cualidades externas no le importarán.

»En cambio, las cualidades internas son decisivas. Su mujer ideal deberá ser inteligente, amable, e intensamente femenina. Por grande que sea el amor que usted le tenga, nunca se lo demostrará; pero, por otro lado, se sentirá desilusionado si ella no expresa sin tapujos el cariño que siente por usted. Monsieur, perdóneme, pero creo que posee usted su buena ración de egoísmo masculino. Dígame, señor Witham, ¿fue correcta mi descripción de su mujer ideal?

Hartley se sintió mortificado. Todo lo que ella decía era la más pura de las verdades. Pensamientos y sueños que él creía ocultos en el rincón más íntimo de su cerebro, eran ahora revelados con la mayor facilidad por una muchacha que acababa de conocerlo.

—Mademoiselle —exclamó, no sin cierta amargura—, ha leído usted mis pensamientos más secretos como si fueran un libro abierto.

Marie rio, suavemente.

Monsieur, al principio creí que usted era un hombre de mundo. Pensé que su cinismo con respecto a las mujeres, del todo justificado, desgraciadamente, provenía de la experiencia. Pero me equivoqué: su desinterés por el sexo opuesto no se debe a que ha conocido demasiadas mujeres, sino a que conoce a demasiado pocas. Su mujer ideal es, simplemente, la hermana gemela de aquélla que todo hombre sueña.

Hartley no contestó. Lo habían desenmascarado del todo, y esto no le gustaba. Pero, al mismo tiempo sentía un extraño interés por la muchacha sentada frente a él.

Haciendo retroceder un poco su memoria, recordó haber dicho que no tenía interés alguno en el sexo opuesto, y sin embargo, por alguna razón misteriosa, estaba claramente interesado en Marie Arnaud. ¿Por qué?, se preguntó, y la respuesta vino inmediatamente, haciéndolo estremecerse de emoción. Porque Marie Arnaud emanaba un aire de misterio.

¡Misterio! ¿Sería esto verdad, o un simple producto de su imaginación desbocada?

Frunció el ceño. Qué tonterías estaba pensando. ¿Cómo podía ser misteriosa Marie? ¿Por qué le había dado esa impresión? Sin embargo… No había olvidado el momento en que se miraron a los ojos. En ese incidente había basado todas sus flamantes teorías, pues la expresión latente en el fondo de aquellas pupilas casi negras era inescrutable. Podía ser risa, tristeza, desprecio, o ninguna de estas tres cosas, o incluso una mezcla de las tres.

En el pálido brillo de las luces de la plataforma, Hartley miró a la muchacha con gran atención.

Su perfil reflejaba tranquilidad meditabunda; sus facciones eran extraordinariamente simétricas. Acaso lo único lamentable fuera que tal simetría sugería la existencia de una arrogancia incompatible con el carácter que la joven demostraba.

Hartley se sintió más desconcertado que antes. Había conocido muchachas más hermosas que Marie; había hablado con personas más interesantes, mucho más instruidas e inteligentes, y sin embargo, no podía negar que ella lo intrigaba.

Era una nueva sensación, y al pensar en ella sus labios se retorcieron convulsivamente, conteniendo una pequeña sonrisa. ¡Verse cautivado, por fin!

¡Cautivado! Se enderezó en el asiento y frunció el ceño. ¿Qué tonterías estaba pensando? Su sonrisa se evaporó, y en instintivo movimiento de defensa, su mirada se apartó de la joven.

Volviéndose hacia la ventanilla, trató de concentrarse en el paisaje que desfilaba ante él. Tuvo éxito durante un rato, pero luego, sin saber cómo, sus pensamientos se centraron una vez más en Marie Arnaud.

¿Por qué era distinta? ¿Por qué salía siempre ganando si uno la comparaba con mujeres más hermosas o más listas?

Hartley notó la presencia de un sutil perfume, cuyo aroma recordaba el campo. Violetas, lirios del valle, jazmines… No; no era ninguna flor en especial, sino más bien la esencia del olor de la primavera, la dulzura del rocío, la fragancia del tomillo silvestre y del heno recién cortado. Reclinándose contra el respaldo, cerró los ojos en un esfuerzo por analizar el hechizante aroma, pero sin éxito alguno. El perfume de Marie Arnaud, como la misma Marie, tenía un encanto misterioso e intangible.

Se dio cuenta de que ella estaba inclinada sobre él.

—¡No frunza así el ceño, señor Witham! Es malo preocuparse.

—Su perfume es delicioso, mademoiselle —replicó él.

—¿Sí? Muchas gracias, monsieur, Me lo preparan especialmente.

Hubiera debido suponerlo; el aroma era tan semejante a ella que era imposible imaginar que otra mujer lo usara.

Pero ahora él, a su vez, vio que ella fruncía levemente el ceño. Rio por lo bajo, y ella lo miró con ojos interrogantes.

—No soy el único que se preocupa. También usted, mademoiselle, está perpleja por algo.

—Pues sí, monsieur, no puedo negarlo. Pienso en usted. Según me habían dicho Dilly y otras personas, usted…, usted perdonará mi franqueza, monsieur —él agitó la mano asintiendo—, usted tiene la reputación de ser, como decimos en el pintoresco dialecto parisino, un blagueur. ¿Conoce la palabra? Significa un hombre tonto e irresponsable.

—Me insulta usted delicadamente, mademoiselle.

Ella sonrió.

—¡Acaso sí! Pero, alors, lo que quiero decirle es que ahora tengo de usted otra impresión. Lo he oído hablar largo y tendido, con gran sabiduría y sentido común. Empiezo a creer que su reputación es falsa… Pero ¿por qué se pone tan serio de repente?

Como el agua de una presa reventada, la conciencia de lo que había hecho llenó todo el ser de Hartley, haciéndolo estremecerse. Había traicionado la confianza depositada en él, revelando su verdadera personalidad sin recordar que su tío lo había elegido precisamente por su disfraz de tonto. Hacía años que no hablaba tanto; su conversación había sido, hasta ahora, bajo cualesquiera circunstancias, simple chachareo; más que nada por no haber encontrado nunca a alguien que le simpatizara lo suficiente como para hablarle con sinceridad.

Durante años había sido superficial, había conservado su disfraz, y ahora, cuando todo dependía de que lo conservara, cuando le habían confiado secretos de Estado, se había quitado la careta de indiferencia así como así, mostrando su verdadero rostro a una muchacha que acababa de conocer.

Ahora, demasiado tarde, comprendió el hondo significado de las palabras del comandante:

»Actúa; actúa. Haz el bufón; deja que el mundo crea lo que ya piensa de ti.

En estos momentos, Hartley se dio cuenta de la importancia que ese consejo tenía. Antes no le había hecho mucho caso, porque pensaba que le sería fácil seguirlo. Pero ahora, cuando apenas una hora atrás le había sido encomendada una gran responsabilidad, había olvidado por completo toda precaución, había fracasado.

Mentalmente se reprochaba con amargura: ¡Qué imbécil! ¡Qué imbécil!

—¿Qué pasa, monsieur?, ¿le comió la lengua el gato?

Marie fruncía el ceño. Hartley se ruborizó. ¿Cuánto tiempo la había dejado hablando sola? Entonces se preguntó si no sería aún posible reparar el daño.

—Lo…, lo siento, mademoiselle. Me dejé llevar por mis pensamientos. Olvidé dónde estaba. ¿Cuánto tiempo he estado chachareando? Debo de haberla aburrido. Dilly dice que la aburro en forma horrible. Buena chica esta Dilly, no sé por qué usa ese peinado. Parece de colegiala, ¿verdad? ¿Conoció usted al hermano de Dilly, mademoiselle? Un tipo excelente. Caray, una vez lo vi realizar un tiro de golf que…, pero eso no ha de interesarle a usted. ¿Juega usted golf? ¡Hermoso juego! ¿Tendré el placer de verla en el barco?

Ella sonrió extrañamente.

—Ya llegamos a Dover, monsieur —dijo, sin responder la pregunta.

En el momento siguiente, marchaba por el corredor en pos del encargado del pullman, habiéndose inclinado ligeramente ante Hartley al ponerse de pie. Hartley se preguntó si se había equivocado al pensar que, en ese momento, los labios de la muchacha formaron silenciosamente las palabras au revoir.