Capítulo XV

PARA SU SORPRESA y desencanto, «Mystery» no sé hallaba en la habitación. Había sólo cinco hombres, sentados alrededor de una mesa redonda. Ninguno de ellos, a juzgar por su aspecto, era inglés; y el idioma que hablaban era francés. Habiendo establecido esto, Hartley dedicó todos sus esfuerzos a escuchar la conversación. Afortunadamente, sabía el suficiente francés como para comprender casi todo lo que se decía.

—… así que, como usted ve, herr Cattelmann, es una lástima que haya llegado retrasado. Creí que había decidido finalmente no venir.

El hombre aludido se irguió orgullosamente.

—Querido Stratinoff, ¿piensa usted que soy capaz de faltar a mi palabra?

El que había estado hablando primero, y que debía de ser Stratinoff, se apresuró a disculparse.

—Perdóneme, viejo amigo; no debí decir eso. Lo que pasa es que estoy un poco preocupado.

—¿Preocupado? ¿Por qué? —terció un hombre de voz nasal. Hartley lo miró con interés y se preguntó si sería americano.

Stratinoff meditó durante unos segundos. Luego, se alzó de hombros.

—Probablemente no sea nada —repuso—. Luego le explicaré. Mientras tanto, herr Cattelmann —prosiguió, volviéndose hacia el recién llegado—, será mejor que usted conozca inmediatamente mis planes. Antes que nada, debo preguntarle: ¿está de acuerdo con nuestra idea?

—Es una empresa arriesgadísima —contestó Cattelmann, con aire pensativo—. ¿Se dan ustedes cuenta del efecto que tendrá sobre el resto del mundo?

—Si los resultados hacen que otros países nos imiten, la cosa no podría ser mejor.

—Ja, ja; pero no nos aventuremos a tal grado en el futuro; pensemos en el presente. Usted es un idealista, Stratinoff; yo soy un hombre práctico. Por ejemplo, ¿qué va a hacer Inglaterra cuando Alemania de el primer paso?

—Quisiera saberlo —confesó Stratinoff—. Pero una cosa es segura: Inglaterra apoyará a cualquier gobierno que le ofrezca buenas relaciones comerciales.

—¿Y Francia? —inquirió Cattelmann—. ¿No aprovechará el pretexto para mandar nuevamente a Alemania su ejército de ocupación?

—Herr Cattelmann, si hubiera usted llegado antes, no hubiera tenido que hacer esa pregunta. Cuando suene la hora, Francia tendrá suficientes problemas propios como para desear inmiscuirse en la política alemana.

—¿Y los Estados Unidos? —insistió el alemán.

El hombre de voz nasal se disponía a responder, pero Stratinoff alzó la mano.

—Querido herr Cattelmann —dijo—. Esas preguntas sólo nos hacen perder tiempo. Están previstas y contestadas aquí —señaló una pila de papeles, ordenadamente dispuesta sobre la mesa—. Éstos son mis proyectos, completos hasta el más insignificante detalle.

—¿Desea usted discutirlos en esta reunión? —preguntó el alemán.

El ruso negó con la cabeza.

—No; por ahora no, herr Cattelmann. Antes de revelarlos, debo recibir órdenes de Budapest.

—¿Y mientras tanto?

—Mientras tanto, he aquí los planos que le dije. Están en clave, pero tenemos también —señaló otros papeles— las instrucciones para descifrarlos. Estos papeles, y la clave, serán divididos en cinco secciones. Cada uno de nosotros guardará una, y la cuidará aun a costa de su propia vida.

Cattelmann asintió.

—Comprendo. Los planos no podrán reunirse, ni descifrarse, a menos que los cinco volvamos a reunimos.

—Exactamente.

—Pero ¿por qué no confía usted en nosotros? ¿Por qué no nos da a cada uno una copia de los planos y de la clave? Así, podríamos estudiarlos detenidamente, y para la próxima reunión los discutiríamos con más conocimiento de causa.

Stratinoff paseó la vista por los presentes.

—Sí, confío en todos ustedes, pero no podemos arriesgarnos. Por ejemplo, herr Cattelmann, si usted muriera dentro de una semana en un accidente de automóvil, en un choque de trenes, o por otras causas, y alguien encontrara esos papeles entre sus ropas, o en su caja fuerte… —Stratinoff hizo una pausa y se alzó de hombros—. No necesito decirles, queridos amigos, el peligro que amenazaría al mundo entero si esos papeles cayeran en malas manos. Mientras que así…

Stratinoff tomó los papeles y empezó a cortarlos con unas tijeras.

Cattelmann se levantó y empezó a pasear por la habitación, meneando lentamente la cabeza.

—Ojalá estemos haciendo bien —murmuró, intranquilo—. Ojalá estemos haciendo bien.

—Seguro que estamos haciendo bien —aseveró Stratinoff, pero el alemán continuó paseándose.

Tras un rato sacó un enorme pañuelo y se enjugó la frente.

—Qué calor hace —así diciendo, se acercó rápidamente a la ventana y apartó las cortinas—. Un poco de aire… —empezó, y en el momento siguiente lanzó una atónita exclamación—: Gott steh’ uns beií

Paralizados por la sorpresa, los dos hombres se miraron, inmóviles, durante algunos instantes: Hartley agazapado tras los vidrios; y Cattelmann, pálido, como si hubiera visto un fantasma.

Stratinoff y Hartley se movieron simultáneamente. El ruso saltó de su silla con un brusco movimiento y Hartley echó a correr, pero resbaló y cayó.

Al levantarse, oyó que sus perseguidores se acercaban por ambos lados. No pudo sino correr a través del prado trasero. Los hombres lo siguieron, separándose para rodearlo.

De pronto, el prado acabó y Hartley se encontró con una barda. Empezó a trepar con desesperación y logró llegar a la cima en el momento en que Stratinoff se disponía a cogerlo del pie.

Saltó. Hubo un ruido de vidrios rotos, amplificado por la quietud nocturna. El joven había caído sobre un cajón de cristal, de los que se usan para proteger del frío a las legumbres. Al avanzar, rompió más y más vidrios; la noche se animó con el estruendo.

Por fin, sus pies tocaron tierra firme. Estaba en otro prado. Hubo otro ruido de vidrio roto: uno de los perseguidores había saltado.

Hartley cruzó el prado y vio una luz encenderse en la casa frente a él. Prosiguió ciegamente su carrera, con la esperanza de hallar una salida.

Jadeaba pesadamente y empezaba a sentir el efecto de sus dos caídas; si la caza se alargaba más, lo atraparían fácilmente. Una ventana se abrió. Simultáneamente, Hartley vio ante sí la puerta de la verja.

Empujándola, salió a una calle y encontró un coche estacionado con el motor en marcha.

Sin detenerse a pensar, subió, soltó los frenos y puso en movimiento el vehículo. Hundió el acelerador hasta el fondo, y pocos minutos después, se hallaba lejos de la escena de su aventura, empezando a preguntarse, con humorismo, qué excusa darían Stratinoff y sus colegas al dueño de las legumbres.

Juzgando que ya estaba a salvo, detuvo el coche, apagó el motor y comenzó a meditar sobre su presente situación. Por vez primera se dio cuenta de que sus problemas no habían terminado. En primer lugar, no tenía ni la más remota idea de dónde se hallaba; en segundo lugar, había robado un coche.

Era evidente que antes que nada tenía que abandonar el automóvil. Doblando el ala de su sombrero, el cual seguía milagrosamente sobre su cabeza a pesar de todo lo ocurrido, abrió la portezuela, y estaba a punto de bajar cuando, repentinamente, percibió un perfume que nunca olvidaría, un aroma que hizo a su corazón latir con fuerza. Sólo había una persona en todo el mundo que usaba ese perfume: «Mystery».

Quedó con la mirada fija al frente, invadido por caóticos pensamientos. ¿De dónde venía la fragancia? ¿O era sólo producto de su enloquecida imaginación?

Pero no; era real, procedía de algún lugar cercano, de… Se volvió rápidamente. «Mystery» estaba reclinada en el asiento trasero del coche. Hartley lanzó una exclamación, incapaz de dar crédito a sus ojos. ¿Estaba volviéndose loco? ¿Qué clase de alucinación era ésta?

—Buenas noches, señor Witham —dijo la muchacha, con voz fría—. ¿Me permite preguntarle qué hace usted en este coche? ¿Quiere usted secuestrarme, o se trata de un simple robo?

—Yo… —tartamudeó Hartley, aún no recobrado del todo—. Yo no… no sabía que usted estuviera allí.

—Ah, entonces sólo quería robar el coche. Dígame, ¿se trata de un capricho de niño rico, o necesita usted dinero?

—Por amor de Dios, mademoiselle —explotó él—. ¿Cree usted, acaso…? —Repentinamente, cambió de tono—: Le juro que no sabía que estuviera usted en el coche. Me perseguían, lo vi… Era mi única oportunidad de escape, y tuve que aprovecharla.

—Ah, vaya —bajó el tono desdeñoso; Hartley percibió un leve matiz de curiosidad—. ¿Estaba usted ensayando para actuar en una película, o trató de asaltar una casa?

—Sigue usted enojada conmigo —señaló él.

—No; me es completamente indiferente —repuso ella—. Hágame el favor de volver a llevar este coche al sitio de donde lo tomó. Mi doncella ha de estar preocupada por mí. Claro —añadió, sarcástica—, si tiene usted alguna objeción…

—No tengo ninguna —respondió él, en tono seco, y echó a andar el motor.

Regresaron a través de las calles obscuras. Hartley sentía una enorme tristeza. Había tenido la esperanza de que, al volver a encontrarse con la joven, ésta lo hubiera ya perdonado, del mismo modo como él la había perdonado a ella, Pero, evidentemente, se había equivocado.

A medio camino, se le ocurrió una idea, y decidió ponerla a prueba.

—A propósito —dijo—, espero que sus amigos no se hayan preocupado mucho por su desaparición.

—¿Mis amigos? —inquirió ella, con sorpresa aparentemente genuina.

—Me refiero a los señores Stratinoff y Cattelmann.

La muchacha se sobresaltó.

—¿Stratinoff? ¿Qué sabe usted de Stratinoff? —exclamó.

—Nada, pero esta noche oí parte de sus planes. Eso es suficiente para que haya decidido luchar hasta la muerte contra usted y sus cómplices —declaró Hartley, con voz dura.

—¿Mis cómplices? —la joven rio—. ¡A veces, señor Witham, se pasa usted de listo!

La burla de las frases lo hizo comprender la verdad.

—¿Quiere usted decir que…, que no tiene nada que ver con ellos?

—Soy su más acérrima enemiga. Hace meses que lucho contra ellos, y seguiré luchando mientras me quede vida.

Hartley permaneció callado por un momento, y luego, musitó para sí mismo:

—Eso es.

—¿Es qué, señor Witham?

—Stratinoff dijo que estaba preocupado. Seguramente, a causa de usted.

Ella rio de buena gana.

—¡Ojalá!

—¿Quiénes son? ¿Cuáles son sus planes? ¿De qué manera piensan sorprender al mundo entero?

—¿Está usted ya al tanto de eso, señor Witham? En ese caso, sabe tanto como yo.

—Pero si usted no conoce los planes de Stratinoff, ¿por qué lucha contra él?

—Perdóneme, pero eso es asunto mío.

—Pero —insistió él—, ¿admite usted que está dispuesta a descubrir sus planes, con el fin de frustrarlos?

—Sí.

—Entonces, podríamos unir nuestras fuerzas.

Ella meditó durante unos momentos. Luego, dijo:

—Si usted descubriera los planes de estos individuos, ¿qué haría usted? ¿Le contaría todo a su tío?

—Desde luego.

—En ese caso, no podemos ser aliados.

—¿Por qué no, mademoiselle?

—Porque no confío en Inglaterra, ni en ningún otro país. Si algún gobierno se apodera de ese secreto, lo usará, indudablemente, para su propio provecho, perjudicando así al resto del mundo.

—¿Y si usted descubre el secreto?

La muchacha titubeó, imperceptiblemente.

—Se lo venderé a cualquiera que desee comprarlo.

Hartley se sintió asqueado ante tal cinismo.

—Entonces, mademoiselle —dijo, con voz dura—, ¿seguimos siendo enemigos?

—Eso parece —respondió ella, con ligereza.

Hartley apretó los labios.

—Sea, pues.

La risa de la joven tintineó por encima del sonido del motor. Hartley aceleró, deseoso de separarse de ella lo más pronto posible, de olvidarla para siempre.

—¡Pobre de usted, señor Witham! —exclamó ella, compasiva—. Toma usted la cosa demasiado en serio.

Sofocado por la ira, Hartley no pudo articular palabra. La muchacha prosiguió:

—Es usted demasiado amable para ser espía; demasiado crédulo, demasiado inglés. Nunca podrá triunfar. Además —su voz se hizo seria de repente—, está Van Hoffmann.

—¿Van Hoffmann? —preguntó Hartley, sin poder dominar su curiosidad.

—Es el espía internacional que menos escrúpulos tiene —repuso ella, lentamente—. Todos los gobiernos europeos lo buscan, pero es demasiado astuto, demasiado sutil para dejarse atrapar.

—¿Y está también en este asunto?

—Sí, aunque no sé qué papel juegue.

—Entonces, ¿este Hoffmann es una amenaza?

—¡Amenaza! Es poco decir. Van Hoffmann es un verdadero demonio.

Una vez más, la voz de la joven cambió; por primera vez en todo el diálogo adquirió un tono suave y suplicante. Aquélla era la voz de «Mystery» que Hartley amaba, no de la mujer que se burlaba de él y lo despreciaba.

—Hartley, Hartley, por tu bien, olvida todo lo que has visto y oído esta noche. ¿Qué puedes hacer tú solo, sin apoyo del Servicio Secreto Británico, contra un hombre como Van Hoffmann? No estás hecho para este tipo de trabajos. Van Hoffmann te aplastará de un pisotón, como si fueras un insecto.

Hartley no contestó. Las palabras de la muchacha, en vez de tener el efecto esperado; servían únicamente para fortalecer su decisión. Demostraría ser capaz de luchar, no sólo contra «Mystery» y el grupo de Stratinoff, sino, asimismo, contra el diabólico Van Hoffmann.

Rápidamente formó su plan de campaña. Había cinco hombres en aquella habitación, y cada uno iba a recibir una porción del programa de Stratinoff. Pues bien, Hartley seguiría a esos hombres, uno por uno, todo el día y toda la noche, hasta tener oportunidad de robarles los planos.

Abstraído en sus pensamientos, apenas si notó la aproximación de un enorme automóvil negro. Cuando ambos vehículos se emparejaron, Hartley se arrimó automáticamente hacia la derecha. En el mismo momento hubo un destello y una bala pasó silbando a pocos centímetros de su cabeza.

Cuando Hartley se recobró de la sorpresa, el otro carro se alejaba a gran velocidad. Sería inútil intentar perseguirlo.

—¡Dios mío! —murmuró Hartley, involuntariamente—. ¿Quién era ése?

—Ese —repuso concisamente «Mystery»— era Van Hoffmann.