Capítulo XXVIII

—BIENVENIDO, SEÑOR HARTLEY WITHAM, y bienvenida usted también, «Mystery», conocida a veces con el nombre de mademoiselle Marie Arnaud. Nombre falso, me permito aclarar, pues ambos sabemos que la verdadera Marie Arnaud es la hija del embajador francés.

Van Hoffmann se inclinó burlonamente ante sus dos cautivos, atados fuertemente a dos sillas, en una de las habitaciones de la villa abandonada. Por vez primera, Hartley veía ante sí el rostro del espía más temido y odiado del mundo. Van Hoffmann era corpulento, inmenso. Sus manos largas denotaban gran fuerza, pero, al mismo tiempo, estaban cuidadosamente manicuradas. Su rostro era un espejo de gran poder mental, pero también delataba el cinismo y la inmoralidad de su poseedor.

—Bien, henos aquí, amigos, los tres rivales, o mejor dicho, tres ex rivales, porque yo soy el triunfador, y ustedes los derrotados.

—Todavía no, Van Hoffmann —replicó Marie, con desdén.

—Quizá todavía no, mademoiselle —admitió Van Hoffmann, alzando despreocupadamente los hombros—. Sólo es cuestión de tiempo. ¿Puede darme usted alguna razón por la que no vaya yo a ser el triunfador?

—Muchas —respondió ella, con calma—. No puede triunfar si no obtiene las cinco porciones de cierto documento. Ya ve usted que hablo con franqueza.

—Es usted muy inteligente —aplaudió el hombre—; muy inteligente. Pero ¿por qué cree usted que no puedo obtener todas esas cinco porciones?

—Por la sencilla razón, Van Hoffmann, de que una de ellas cayó en mis manos, y para evitar que cayera en las suyas, la destruí antes de iniciar esta expedición.

Van Hoffmann rio.

—Eso es un tributo a mis poderes, mademoiselle, pero permítame decirle que me importa poco. Por desgracia para él, Stratinoff hizo un duplicado de ese documento que tan cuidadosamente dividió en cinco partes.

—Lo sé, pero usted no tiene ese duplicado.

—No lo tengo —admitió él, calmadamente—. Pero… tengo a Stratinoff.

—Eso sospechábamos.

—Y de allí su pequeña expedición. —Van Hoffmann sacudió la cabeza—. Mademoiselle, acaba usted de hacerme un tributo, pero ¿por qué me menospreció pensando que no hallaría la entrada secreta? Cuando…, este…, tomé prestada esta villa de monsieur Hirtley Witham, no dejé nada al azar. Revisé cuidadosamente cada rincón de la casa y cada metro cuadrado del terreno, como cualquier buen general hubiera hecho.

»Por alguna razón, el macizo de arbustos despertó mis sospechas, y al investigar, encontré la puerta secreta. Pensé que seguramente ustedes, con su gran astucia —el brillo burlón de sus ojos contradecía sus palabras— descubrirían esa manera de entrar. De modo que instalé un aparatito eléctrico muy parecido a las alarmas contra robos. En el momento que ustedes y sus hombres entraron al túnel, el timbre sonó. Acto seguido, puse a mis hombres alrededor de los arbustos y esperé a que ustedes salieran para tener el placer de capturarlos uno por uno. Victoria incruenta, debo admitir, pero victoria al fin y al cabo.

Hartley sintió un odio ciego hacia aquel hombre perverso que con tanta frialdad se mofaba de ellos, aprovechándose de su impotencia. Tan grande era la furia del joven, su rabiosa frustración, que anheló estar libre para golpear, patear, matar al hombre que tan sarcásticamente se reía de él.

—¿Tiene usted a Stratinoff? ¿Y de qué le servirá eso, puedo saber?

Hartley se maravilló que Marie conservara en tal forma la calma.

—Es obvio, mademoiselle. Stratinoff es la única persona en todo el mundo que conoce los planos completos de la organización creada por él.

—Pero no se los dirá.

—Yo creo que sí, mademoiselle.

La malevolencia latente en las palabras de Van Hoffmann hizo que Marie se estremeciera.

—¿Qué lo hace pensar tal cosa? —inquirió.

A pesar de que hablaba con tranquilidad, Hartley notó que su voz temblaba un poco, como si la muchacha supiera de antemano la respuesta que recibiría.

—Tengo plena confianza en mis métodos, mademoiselle. Son sencillos, y a veces tardan algún tiempo en dar frutos, a veces mucho tiempo, pero, en última instancia, son infalibles. Al menos, claro, cuando el paciente es manejado con habilidad. Los inquisidores, por supuesto, no eran siempre todo lo cuidadosos que debían; a veces mataban al reo antes de lograr que confesara sus herejías. Yo soy más precavido.

El horror de las implicaciones fue demasiado incluso para Marie. La joven cerró los ojos, y un diminuto gruñido brotó por entre sus labios apretados.

—¡Es usted una bestia, una bestia cruel! —exclamó Hartley, casi escupiendo las palabras.

—Francamente, monsieur Witham, no lo creí tan melodramático. Ese tipo de conversación murió hace un siglo. Pero hablábamos de Stratinoff. Admito que ha resultado muy terco; casi parece que le gusta la tortura. Desde luego, está en muy malas condiciones, pero creo que esta noche alcanzaré el éxito. Esta noche sabré todos los secretos de la organización de Stratinoff. —Van Hoffmann hizo una pausa, y miró a Marie—. Supongo, mademoiselle, que usted sabe qué era lo que Stratinoff planeaba.

Incapaz de hablar, Marie negó con la cabeza.

—¿No? Me sorprende usted. Tendré mucho gusto en decirle lo que he averiguado hasta ahora de Stratinoff y de su Consejo de los Cinco. Probablemente se sorprenda usted al saber, mademoiselle, que estos cinco hombres: Stratinoff, De Luze, Morgan, Cattelmann y Wieland, no eran conspiradores; al menos, no creían serlo. Desde su punto de vista, eran idealistas. Seguramente muchas personas, incluso tal vez usted, mademoiselle, les hubieran dado la razón.

»¿Ve usted?, los pobres eran antirrepublicanos. Amaban la monarquía con todas las fuerzas de su ser. Según ellos, el socialismo y sus derivados son una amenaza para el mundo. De acuerdo con sus ideas, los reyes reciben el poder por derecho divino, y, por lo tanto, atacarlos es nada menos que una blasfemia.

»Así pues, estos pobres idealistas inventaron un bonito proyecto, con repercusiones mundiales. Tal proyecto tenía como fin volver a implantar la monarquía en toda Europa. Los Borbones regresarían al trono de Francia; la casa de Hapsburgo recibiría de nuevo la sagrada corona de san Esteban, los Hohenzoller ocuparían otra vez los palacios reales de Berlín y Potsdam, y los Romanoff derrocarían el gobierno soviético de Rusia.

»Se trataba de un plan fantástico, mademoiselle, pero, créame: por los pocos detalles que conozco, era inteligente, notablemente inteligente. Trataría de evitar todo derramamiento de sangre. Estos idealistas palidecían al pensar en el hermoso líquido rojo corriendo por las calles.

»Su arma principal sería el dinero. Lo usarían para sobornar y corromper a quien fuera necesario. Contaban con el apoyo de numerosas instituciones bancarias, las cuales, además, fomentarían una crisis monetaria: la gente, empobrecida y hambrienta, se uniría prontamente a cualquier partido que pudiera ofrecerle mejores tiempos, mejor comercio, mejor industria.

»Como verá usted, sé algo; pero estoy seguro de que entre lo que Stratinoff me diga, habrá muchas sorpresas. Sí, sí —rio, malignamente—, muchas sorpresas.

—¿Y piensa usted impedir este complot monárquico? —preguntó Hartley, atónito—. ¿Está usted al servicio de los intereses republicanos?

—¿Impedir el complot? Dios no lo quiera. Al contrario, monsieur, pienso ponerlo en práctica.

—Pero…, pero en ese caso, ¿por qué no ofreció sus servicios a Stratinoff? ¿Por qué raptarlo y…, y…? —Hartley no pudo terminar la frase.

—¿Y torturarlo? —sonrió, cínicamente, Van Hoffmann—. Por la simple y sencilla razón, amigo inglés, de que mis ideas para la rebelión son muy distintas. Un poco de sangre no me asusta; al contrario, pienso que en Europa hay demasiados habitantes. Un millón de muertos solucionaría magníficamente el problema de la sobrepoblación.

—¡Dios mío! —exclamó la pálida Marie—. ¡Es usted un demonio!

Hartley meneó la cabeza.

—Supongo que soy tonto, Marie. Todavía no acabó de comprender.

—No me sorprende, Hartley; sólo conociendo más a Van Hoffmann podrías apreciar los infernales abismos de su alma. Ahora lo veo todo claro. Mientras que el plan de Stratinoff no buscaba más que un cambio pacífico de gobierno, el de Van Hoffmann creará un caos, y en ese caos él ganará millones y millones.

»Hay vampiros humanos que gozan de la guerra, porque para ellos representa riquezas. Oh, Hartley, si el plan de Stratinoff se hiciera realidad, y Van Hoffmann conociera los detalles…, ¡no me atrevo a pensar en lo que pasaría!

Van Hoffmann no se alteró.

—Me halaga usted, mademoiselle Arnaud, pero admitiré que ha logrado adivinar la verdad. Más, ¿por qué dice usted «si el plan de Stratinoff se hiciera realidad»? Se hará realidad, mademoiselle, yo me encargaré de eso. Stratinoff me dirá todo, y usted, mademoiselle Arnaud, y usted, monsieur Hartley Witham, tendrán el honor de oírlo también.

—¡No, no! ¡Dios mío, no! —gimió Marie.

Van Hoffmann dejó escapar una risotada cruel.

—¿Por qué se opone, mademoiselle? Será un espectáculo único, que acaso jamás tendrá ocasión de ver otra vez.

La expresión sonriente desapareció de su rostro.

—Empecemos —dijo, bruscamente—; ya he perdido bastante tiempo en conversaciones sin sentido.

Fue a la puerta y la abrió. Hartley pudo ver un guardia de fiero aspecto.

—Traigan a Stratinoff —ordenó Van Hoffmann, y el hombre asintió y desapareció.

Pocos minutos después, llamaron a la puerta. Van Hoffmann abrió, y sus secuaces metieron una camilla con ruedas. Sobre ella, atado de pies y manos, yacía el impotente Stratinoff.

Al ver su rostro, Hartley se estremeció. Era el rostro, magro y pálido, de un hombre que deseaba la muerte, que había sufrido tanto dolor que su resistencia estaba a punto de romperse. Hartley apenas pudo reconocer en él al hombre que había visto aquella noche en Norwood, hablando con sus compañeros monárquicos.

Avanzando hasta el hombre indefenso, Van Hoffmann lo sacudió rudamente.

—Por última vez, Stratinoff, ¿vas a revelar los planes de tu rebelión? Para comodidad de mis amigos, puedes responder en inglés.

Stratinoff abrió la boca y trató de hablar. Sus labios se movieron sin que una sola palabra brotara de ellos. Tras un rato, desistió del esfuerzo y movió la cabeza en sentido negativo.

Este espíritu de resistencia pareció enfurecer a Van Hoffmann.

—¡Estúpido! —gritó—. Ya te lo advertí. Si no contestas ahora, te quemaré los pies poco a poco, hasta que lo hagas.

Dio algunas órdenes en un idioma extranjero, y poco después, uno de sus hombres trajo un soplete encendido. Al verlo, Marie chilló de nuevo.

—¡No! Por favor, por favor, Van Hoffmann, no haga eso. ¡Dios mío! ¡No puede hacerlo, no puede!

—¿Qué no puedo? —repuso Van Hoffmann, cruelmente—. Quítale las botas y los calcetines.

El hombre a quien se dirigía la orden obedeció en el acto. Van Hoffmann cogió el soplete y apuntó la flama hacia los pies desnudos del hombre atado.

—Por última vez, Stratinoff, ¿vas a hablar?

La única respuesta fue un movimiento de cabeza.

Lanzando una maldición en idioma extranjero, Van Hoffmann acercó el soplete. Stratinoff soltó un aullido de dolor. Marie se desmayó, horrorizada.

—¡Por Dios, que hablarás! —rugió Van Hoffmann.

—¡Por Dios, que no hablará!

La firme voz, que hablaba inglés con marcado acento americano, llegó de la puerta. En el umbral había un hombre acompañado de un policía. Ambos empuñaban revólveres, encañonando a Van Hoffmann y a su secuaz.

Los siguientes minutos fueron vertiginosos. Durante unos instantes reinó un silencio absoluto. El asombrado Van Hoffmann miraba a los recién llegados, apagando mecánicamente el soplete. De pronto, Hartley soltó una exclamación:

—¡Pero si es Wilberforce!

Wilberforce apartó los ojos de Van Hoffmann para dirigir una sonrisa a Hartley. Fue sólo un momento, pero bastó. De un puñetazo, Van Hoffmann rompió el foco, dejando la habitación en completa obscuridad. Hubo varios disparos de revólveres, y casi simultáneamente, sonaron descargas procedentes del exterior.

Hartley apenas se dio cuenta de lo que pasaba. En la habitación, los disparos cesaron; se oyó el sonido de una carrera, de dos cuerpos que chocaban. Luego, silencio. Pero afuera, el tumulto crecía. Duró varios minutos, y luego, fue apagándose poco a poco.

Ahora, el silencio era completo. Pero pocos minutos después, fue roto por unas pisadas, y por una voz que decía:

—Calma, Hartley, hijo mío; voy para allá con la luz.

Entonces, la luz brilló de nuevo, y Hartley vio el rostro afable y sonriente de Wilberforce.