Capítulo VIII
ERA AGRADABLE CAMINAR otra vez por la calle Bond, pensó Hartley al dirigirse lánguidamente a su sastrería favorita. Necesitaba un traje nuevo. La moda había decretado que el número de botones en las chaquetas masculinas debía cambiar; ésta era una buena excusa para descartar el traje color chocolate.
Tal cosa significaba descartar también camisas, corbatas y calcetines que hacían juego con aquel traje, pero eso era lo de menos. Hartley tenía más dinero del que necesitaba, y además de su pasión por la buena ropa, su única extravagancia consistía en satisfacer un exquisito gusto de gourmet.
Tardó toda la mañana en elegir la tela y en hacerse tomar medidas. Cuando abandonó la sastrería, era ya hora de almorzar. Se le presentó el problema de a qué restaurante ir. Podía elegir entre el Gerronimo (su favorito), el Francesca y el Perro Negro. No tardó en excluir al Francesca. La última vez que había comido allí pidió Solé Meuniere y le sirvieron algo que más parecía Solé Frite.
¿El Gerronimo o el Perro Negro? Lanzó al aire una moneda y, atrapándola diestramente, vio que había decidido en favor del Perro Negro, un restaurante pequeño y encantador no lejos de la Plaza Picadilly, administrado por ex coristas cuyas habilidades culinarias, aparentemente, eran más solicitadas que sus esfuerzos artísticos.
La gente que hace sus decisiones por medio de monedas puede recibir extrañas sorpresas. En el restaurante había sólo un lugar en una mesa para dos personas. Hartley ocupó la silla con un suspiro. Hubiera preferido una mesa para él solo.
—Caramba, señor Witham, qué pequeño es el mundo. Nunca pensé encontrármelo aquí, aunque debo decir que tal cosa me agrada sobremanera.
Hartley frunció el ceño. De todas las personas con quienes no deseaba tropezarse, las que ocupaban los primeros lugares de la lista eran mademoiselle Marie Arnaud y el capitán Wilberforce.
—Buenas tardes, capitán. —Hartley sonrió cortésmente—. Lo creí aún en Brenninçaux.
Wilberforce rio.
—Me marché de repente, sin siquiera despedirme de nuestra encantadora anfitriona. Exactamente como hizo usted, señor Witham.
Hartley desmenuzó distraídamente un bollo.
—Sí; es que me llamaron de Londres. Tomé el tren de la madrugada.
—Eso mismo hice yo, dos días después.
—Entonces, ¿no se detuvo en París?
—Pues no. Londres tiene mayores atractivos para mí, al menos por el momento. Tengo la esperanza de recobrar algo que…, que perdí una noche. Por extraña coincidencia, la misma noche en que usted se marchó.
—¡Su cartera! La tengo aquí…, y también lo que contenía. ¿Quiere que se la devuelva, capitán?
—¡Cómo! —Wilberforce miró a Hartley suspicazmente; luego, añadió, con lentitud—: Bromea usted, señor Witham. Lo reto a que ponga sus cartas sobre la mesa.
Hartley alzó los hombros. Sacó de su bolsillo una cartera de cuero, y de ésta ciertos papeles. Luego, entregó ambas cosas a Wilberforce.
—Gracias por el préstamo, capitán —dijo.
El otro quedó absolutamente desconcertado. Miró los papeles, alzó la vista hacia Hartley, volvió a examinar sus recobradas propiedades.
—Debo…, debo admitir que no comprendo nada. ¿Por qué diablos me devuelve usted estos papeles después de todo el trabajo que se tomó para quitármelos? ¡Ugh! Aún me parece oler el cloroformo.
—Le pido disculpas. Fue lo mejor que pude conseguir. Pensé que sería menos doloroso que un golpe en la cabeza.
—Cierto. —Wilberforce se llevó la mano al cráneo—. Hace dos años me dieron uno, y aún conservo la cicatriz. Pero…, perdone mi falta de lucidez, señor Witham. Quizá sea consecuencia de aquel infernal anestésico. Ya que nos hemos desenmascarado, ¿puedo preguntarle a qué viene este juego? Supongo que ya hizo circular copias.
Hartley sonrió levemente.
—No, capitán. Eso se lo dejo a usted y a su banda.
—¡Banda! —Wilberforce comenzaba a exasperarse—. Mire, señor Witham, ¿por qué no ser franco? Me está hablando en acertijos. Debe recordar que, nosotros los yanquis, no estamos acostumbrados a todos los métodos diplomáticos de ustedes los europeos. Nosotros decimos francamente lo que pensamos, sea lo que sea; no acostumbramos andar con rodeos.
Hartley asintió con la cabeza. Sus ojos brillaban con ira y sus labios estaban tensos.
—En ese caso, capitán Wilberforce, seré franco. Usted y «Mystery» se tomaron bastante trabajo para hacerme quedar en ridículo. Pues bien, lo lograron, y si quiere saber más acerca de mí, le diré que estoy cansado de jugar al espía. Abandono la partida, y todo lo que deseo es olvidarme de ella lo más pronto posible.
—Eso es hablar claro. Yo, por mi parte, me alegro de oír que se ha retirado. Es usted uno de los agentes más listos que me he encontrado. Pero ¿a qué viene eso que ha dicho de «Mystery»? Deje de fingir. Ya sé que usted pertenece a su banda.
Hartley se inclinó por encima de la mesa, rechinando los dientes.
—Mire, Wilberforce, admito que usted me haya hecho tonto una vez, pero le juro por Dios que no lo conseguirá de nuevo. Sabe usted muy bien que no trabajo con «Mystery» —rio con amargura—. Es cierto que tuve la audacia de creer que podía luchar contra ella, pero resulté tan inútil como un cero a la izquierda. De cualquier modo, ya estoy fuera del juego. ¿Qué pretende usted con sus mentiras?
En vez de responder, Wilberforce permaneció mirándolo de una manera extraña.
—Entonces —preguntó tras un rato—, si usted no es uno de los cómplices de Marie Arnaud, ¿quién es?
Hartley sonrió burlonamente.
—¿Insiste usted en su inocencia? ¡No soy nadie! Únicamente un pobre tonto que pretendió detener la loca carrera de «Mystery»; un loco idiota que quiso hacer algo por su país…, y fracasó en forma lamentable.
—¿Es usted, pues, un agente del Servicio Secreto Británico?
Hartley meneó la cabeza.
—No, de ninguna manera. Un simple aficionado. Pero no veo a qué vienen sus preguntas. Supongo que no pensará negar que usted sí pertenece a la banda de mademoiselle Arnaud.
—Claro que lo niego, absolutamente.
Hartley le lanzó una mirada incrédula.
—Entonces, ¿quién es usted? —preguntó lentamente.
—El capitán Wilberforce, del Servicio Secreto de los Estados Unidos.
La conversación se cortó, y una mesera que, no deseando molestarlos, había estado esperando ese momento, se acercó rápidamente a Hartley y le preguntó qué deseaba.
Hartley tomó el menú y escogió al azar algunos platillos. Su mente estaba demasiado llena de pensamientos como para poder preocuparse por la cuestión de la comida. Poco a poco el aspecto humorístico de la situación fue haciéndose evidente, y una vez que la muchacha hubo desaparecido por la puerta de la cocina, Hartley se volvió de nuevo hacia el capitán con una sonrisa en los labios.
—De manera que «Mystery» jugó con los dos… Nos hizo creernos enemigos.
—Eso parece.
—Supongo que le hizo concebir la sospecha de que yo era miembro de su banda, ¿no es así?
—Eso y más. ¡Dios mío! ¡Qué gran actriz! Ni una sola palabra sospechosa, pero a los diez minutos de haberlo conocido a usted, yo estaba ya completamente seguro de que era cómplice de ella.
Hartley conocía aquella sensación.
—Ahora ya sabe cómo fue que yo sospeché de usted. Oiga… La noche en que le robé los planos, ¿se los había usted robado a ella primero?
Wilberforce asintió.
—Sí. Supuse que andaba tras los planos de Maurcot, y cuando ese jueves me dijo que se iba el sábado e insinuó que también usted se marchaba…
Vio que Hartley sonreía.
—¡Diablos! ¿Le dijo a usted lo mismo? ¡Por Dios! Me quito el sombrero ante ella.
»Bueno, como iba diciendo, al recibir esas noticias me puse a pensar. Eché a andar mi materia gris y no tardé mucho en llegar a la conclusión de que si nuestra amiga no había robado aún los planos, tendría que hacerlo antes del sábado.
»Después de eso, mantuve los ojos bien abiertos. No pasó nada hasta el viernes en la noche. Supuse entonces que algo tenía que suceder durante las horas que faltaban, así que procuré quedarme afuera cuando cerraron la casa. Y en efecto, acababan de dar las dos en el reloj de la aldea, cuando la dama bajó por una escala de cuerda. La seguí y pronto llegamos a una cabaña.
»Marie entró y encendió una lámpara. No pude menos que maravillarme de su audacia. Fui hasta la ventana y me asomé. La vi sola, con los papeles en la mano. Ahora o nunca, me dije, y, sacando un revólver del bolsillo, entré a pescarla con las manos en la masa.
»Le quité los papeles antes de que pudiera reaccionar. Luego, eché a caminar hacia el Chateau. Y entonces, de repente, aparece usted, me aplica el cloroformo y me quita los papeles. ¿Le extraña que lo haya tomado por el guardaespaldas de «Mystery»?
—En modo alguno —admitió Hartley—. Yo pensé lo mismo de usted.
—¡Vaya!
Wilberforce miró la pared opuesta del local. Hubo un silencio mientras la mesera ponía los platillos sobre el mantel. Luego, repentinamente, los ojos de Wilberforce volvieron a enfocar a Hartley.
—Dígame, señor Witham, si usted no pertenece a la banda de mademoiselle Arnaud, ¿por qué me devuelve estos papeles? ¿Los rechazó su gobierno? ¿Son acaso falsos?
Las pupilas de Hartley brillaron.
—Es evidente que usted ignora el final de la historia. Los planos son de lo más auténtico, sólo que…, pues, que «Mystery» distribuyó copias de ellos entre media docena de países, incluyendo el de usted, cosa de cinco días antes de que nosotros representáramos la comedia que ella misma había escrito, robando dramáticamente una copia más.
—¿Quiere usted decir que… que ella tenía ya desde antes los planos de Maurcot?
Hartley asintió.
—Bueno, verdaderamente… —Wilberforce miró alrededor, se humedeció los labios, se aflojó la corbata—. ¡Caramba! Ojalá no hubiera damas en cien metros a la redonda. Temo que lo que tengo ganas de decir sería demasiado fuerte como para que los oídos femeninos pudieran resistirlo.
—Sí, comprendo. Tiene usted todas mis simpatías. A mí la noticia me afectó en forma distinta. Me…, me quedé mudo —apartó los ojos, recordando con claridad despiadada su amarga desilusión—. Ahora ya sabe usted por qué me he retirado del juego. No soy particularmente sensible, pero ya he hecho el tonto dos veces seguidas y no quiero repetir la hazaña.
—¡Dos veces! —exclamó Wilberforce con un matiz interrogante en la voz—. ¿Se había batido ya antes con ella?
Hartley se maldijo. Una vez más, había hablado demasiado. Pero ¿importaba eso? No…, ya no. Había renunciado a la lucha. Además, Wilberforce lo conocía ya bien.
Contó rápidamente su historia, y al terminar quedó esperando las frases compasivas del americano, Pero lo que oyó fue algo distinto.
—Caramba —expresó Wilberforce—, está usted diciendo estupideces, hombre. ¿Cómo que hizo el tonto? ¡Engañó a las mil maravillas a «Mystery»! ¿Cómo iba a saber que los planes de su tío eran que el engañado resultara usted? Señor Witham, para ser espía aficionado, es usted excelente. ¿Por qué se rinde?
Prosiga la lucha contra «Mystery». Acabe con ella. Le hará usted un gran favor a su país, y de paso al mío también.
»Algo está cocinándose en los Estados Unidos en este preciso momento, y si «Mystery» se entera de ello, la cosa será grave. Se trata de algo que le conviene también a Inglaterra, pero si cierta potencia asiática llegara a saberlo… Por Dios, o mucho me equivoco, o pagarán carretadas de oro por obtener ciertos papeles.
»Mire, señor Witham, le propongo que usted y yo hagamos una especie de alianza para derrotar de una vez por todas a la famosa «Mystery». ¿Qué dice?
—¡Qué qué digo!
Los labios de Hartley se curvaron en una sonrisa. ¿Qué podía decir? A pesar de sus propósitos de olvidarse para siempre del espionaje, su corazón latió con fuerza al escuchar las palabras del americano. La oferta era de lo más tentadora.
—Capitán Wilberforce, estoy con usted. Trato hecho. ¡Venga esa mano!