Capítulo XVII
DURANTE LOS DÍAS siguientes a su ingreso en el Servicio Secreto Británico, Hartley visitó frecuentemente la librería de la calle Charing Cross, pero el estante del fondo contenía sólo un revoltijo de libros. A pesar de que Hartley combinó los títulos de mil maneras, fue incapaz de descifrar un texto coherente, por lo que dedujo que Stratinoff no tenía por el momento ningún mensaje que transmitir a sus secuaces.
Pero al octavo día, había un nuevo conjunto de libros, y en pocos segundos, Hartley logró traducir las siguientes instrucciones:
«Órdenes de Budapest recibidas; número dos, vaya a Montecarlo, hable con el griego, indague opiniones».
Hartley tronó los dedos con alegría. ¡Acción, por fin! Ignoraba quién era el «número dos» y cuál podría ser el nombre del «griego»; pero pensó que no sería difícil averiguarlo. El «número dos» debía de ser uno de los cinco hombres que se habían reunido en Norwood. En ese caso, Hartley no dejaría de verlo en Montecarlo, en el Hotel du París, o en el Casino. Una vez habiéndolo identificado, sería fácil vigilarlo día y noche, y, por su conducto, llegar al «griego».
Menos de veinticuatro horas después, Hartley viajaba hacia el continente.
El soleado panorama de Montecarlo llenó de vibrante alegría las venas de Hartley. Había dejado tras sí un Londres sombrío y lluvioso; el viaje en barco fue penoso y desagradable, y el trayecto en tren a través de Francia resultó peor aún: una lluvia pertinaz envolvía al tren, obscureciendo el paisaje y creando pretexto para que todas las ventanas fueran cerradas, con lo que pronto la atmósfera se volvió irrespirable.
Además, había otro motivo de contento. Hartley sabía que dentro de poco tendría oportunidad de medir sus fuerzas contra los cinco conspiradores, contra «Mystery» y contra Van Hoffmann.
Tarde o temprano se encontraría con la muchacha. Se preguntó si no lo habría perdonado ya. Durante su última entrevista, ciertamente, no se había mostrado muy afectuosa, pero… Por milésima vez, Hartley recordó involuntariamente la ternura con que le había pedido que no intentara luchar contra una organización tan peligrosa. Por una parte, ese recuerdo le producía placer; por otra, lo humillaba. ¡Qué segura había estado la joven de que Hartley fracasaría! Pero tenía que demostrarle que era tan buen espía como ella.
Pensando que no debía hacerse conspicuo, Hartley alquiló un cuarto en un hotel del centro, relativamente barato y desconocido. A continuación, después de cambiarse, fue a los jardines del Casino.
Mientras recorría los floridos senderos, silbaba para sí una vivaz melodía. Nunca se había sentido tan tranquilo; nunca, desde la guerra, había experimentado la satisfacción de estar haciendo algo que realmente valía la pena.
De este modo pasó media hora, hasta que su reloj le recordó que ya casi daban las cuatro. Se dirigió, pues, al Café du Helder, y se instaló en una mesa desde la que podía ver todo el local.
Ordenando un café con crema, examinó con disimulo a los demás clientes. Entre ellos debía estar el hombre desconocido con quien tenía cita.
Había alemanes y franceses, italianos e ingleses. Los diversos idiomas se entremezclaban en el acogedor ambiente. Casi todos formaban alegres grupos; únicamente dos hombres, además de él, estaban solos. Pero ninguno llevaba un clavel rojo en el ojal.
Hartley frunció levemente el ceño. Siendo él mismo un modelo de puntualidad, le molestaba que alguien más careciera de ella, y ciertamente parecía que su compatriota se había retrasado.
Pasó un cuarto de hora. Un inglés sentado cerca, a quien el joven había estado vigilando, pagó su cuenta y se marchó. Tomó su lugar otro hombre, que más que inglés parecía alemán, pero tampoco llevaba un clavel rojo.
Hartley se desconcertó. ¿Se habría equivocado de fecha, de hora, de lugar? No, todo estaba correcto. Quizá su reloj estuviera adelantado, pero aunque así fuera, ya había estado esperando durante veinte minutos.
Una vez más, examinó las mesas, y súbitamente tuvo un sobresalto; Había alguien que estaba solo y que llevaba un clavel rojo; pero ese alguien no era inglés, ni era un hombre.
Este hecho lo hizo iniciar una nueva cadena de pensamientos. Por vez primera se le ocurrió que nunca le había sido sugerido que el agente con quien debía encontrarse fuera de nacionalidad inglesa o del sexo masculino: esto lo había supuesto él.
Meditabundo, se mordió el labio inferior. Abordar a uña mujer desconocida podía ser arriesgado, pero tenía que hacerlo. Se levantó de su mesa y, acercándose a la mujer del clavel rojo, se quitó el sombrero e hizo una breve reverencia.
—Perdón, mademoiselle —dijo—, pero me parece que la he visto en alguna otra parte.
La mujer lo miró despreocupadamente.
—¿Quién sabe, monsieur? Conozco a muchas personas.
:—¿Muchas, mademoiselle? ¿Cómo ciento dieciséis?
Ella se encogió de hombros.
—No sé, pero, por lo menos, veintidós.
Hartley exhaló un suspiro de alivio.
—¿Puedo tener el privilegio de tomar té con usted, mademoiselle?
—Sería un placer, monsieur, pero —la joven lanzó una mirada al reloj de pared— usted se ha retrasado un poco en hablarme.
Hartley se apresuró a pedir disculpas.
—Lo siento, mademoiselle; es que todo este tiempo he estado buscando a un hombre, compatriota, además.
Ella dejó escapar una deliciosa risa.
—¿Es usted nuevo en el Servicio, monsieur?
El joven se sonrojó un poco.
—No soy más que un aprendiz; hace apenas una semana que ingresé.
Ella lo miró escrutadoramente.
—Perdone que se lo diga, monsieur, pero me sorprende usted.
—¿Por qué?
—Sé muy poco acerca de mis colegas —contestó ella—, pero de cualquier manera, nunca pensé que Inglaterra acostumbrara usar aprendices en su Servicio Secreto —lanzándole una mirada traviesa a través de sus grandes pestañas negras, añadió—: En cuanto a mi sexo, monsieur, no tardará usted en darse cuenta de que las mujeres somos quienes funcionamos mejor en esta profesión.
—Supongo que sí —murmuró él, recordando a «Mystery»—. Pero ahora…
—Ahora debe usted acompañarme a dar un paseo.
—Me encantará hacerlo —sonrió él, examinando la exótica belleza de su colega espía, y pensando que la misión iba a ser aún más agradable de lo que él había creído.
Durante la media hora siguiente, llegaron a conocerse bien. Mademoiselle Sonia Ivanitch era una emigrada rusa. Hija menor de una familia bien acomodada, había sufrido, como muchas otras, las crueles e inevitables consecuencias de una revolución popular, y había llegado a Francia sin un centavo, acompañada solamente por su madre. Afortunadamente, conoció a un oficial de la Oficina Inglesa de Asuntos Extranjeros, quien le ofreció trabajo en el Servicio Secreto Británico.
El tío de Hartley, al hablar de Sonia, decía únicamente como «el número 22», pero parecía contarla entre sus agentes más hábiles y confiables. Ahora que la conocía, Hartley pudo ver por qué. Joven, hermosa y vivaz, Sonia era una excelente compañera, y por si eso fuera poco, era también inteligentísima. Hablaba y escribía cinco idiomas a la perfección, y su astucia y agudeza mental podían compararse favorablemente con las de cualquier hombre.
Hartley le contó algunas cosas acerca de sí mismo. Narró sus encuentros con «Mystery», sin ocultar nada más que el amor que por ella sentía. Pero, a juzgar por su expresión picará, Sonia lo adivinó.
Cuando Hartley terminó su relato, la muchacha rio contagiosamente.
—Monsieur, creo que usted es un hombre maravilloso… y un poco inocente.
Hartley se ruborizó.
—Quizá sea mejor que le cuente ahora las razones por las cuales vine a Montecarlo —dijo, con semblante serio.
—Sí, sí, monsieur; debemos ponemos a trabajar —asintió ella, y su rostro adquirió una expresión solemne y atenta.
Hartley narró la reunión en Norwood. Ella escuchó pensativamente y esperó a que terminara para preguntar:
—¿Stratinoff? ¿Está usted seguro de que ése es el nombre correcto?
—Segurísimo.
—¿Podría describírmelo?
—Es alto, medirá como uno noventa; hombros encorvados, cabello entrecano, bigote, barba como de emperador, ojos de artista.
Sonia frunció las cejas.
—Sí, ése es el Stratinoff que yo conozco.
—¿Se sorprende usted?
—Sí —admitió ella lentamente—. No puedo imaginarme a Stratinoff como parte del Consejo de los Cinco, y mucho menos como el jefe. Creí que las conspiraciones le causaban horror. Es, en realidad, un artista; sus ojos lo delatan.
—¿No lo ha visto usted desde la Revolución?
—No.
—Quizá el cambio social lo afectó, cambió su manera de ver la vida.
Ella suspiró.
—No sería difícil. Lo que sucedió en Rusia fue demasiado terrible hasta para las mentes más equilibradas; debe de haber sido peor aún para un sensible idealista como Stratinoff.
Hartley fue asaltado por una súbita idea, que expresó tímidamente.
—Perdone la pregunta, mademoiselle, pero si Rusia es el centro de esta vasta conspiración, como parece serlo, ¿no tendrá usted escrúpulos en…, en luchar contra ella?
—Al contrario —respondió ella con voz dura—. La Rusia Soviética no significa nada para mí. Odio a mi país, o mejor dicho, lo que mi país es ahora. Antes de la Revolución teníamos casas, tierras, dinero. Ya no tenemos nada; y al pensar que nuestra mansión, la mansión que mi bisabuelo construyó, es ahora una escuela para sucios niños campesinos, me dan ganas de llorar. Claro, si algún día la monarquía se restableciera y Rusia volviera a ser lo que era antes… —suspiró hondamente—. Rusia, mi Rusia querida, en manos del populacho…
Hubo un silencio. Luego, Sonia se irguió y preguntó con firmeza:
—Monsieur, ¿cuál es el objeto de esta conspiración mundial?
—No lo sé —confesó Hartley—. Eso es lo que debemos averiguar.
—¿Los dos solos?
Hartley meneó la cabeza.
—Los agentes 77 y 91 trabajan a mis órdenes. Tienen instrucciones de reportarse cada fin de semana. Ella lo miró boquiabierta.
—¿Dice usted que ha derrotado una vez a «Mystery»?
—Sí.
—¿Y que el jefe puso a otros dos agentes bajo su autoridad?
—Sí —repuso él, desconcertado.
Sonia rio suavemente.
—¡Monsieur! ¡Y se dice usted un aprendiz!