RETRATO DE ABUELO
Ne virtus ulla pereat!
¡Oh viejo padre! Estás como eras antes,
cuando te placía la sociedad de los mortales;
más calmo ahora, sólo eso,
y más sereno, como los bienaventurados.
Velas sobre esta casa donde el niño
aún pronuncia tu nombre y bajo tus ojos
juega feliz y brinca, tal cordero en el prado,
sobre la verde alfombra que le pone su madre.
Ella, algo alejada, lo mira con cariño
y admira su lenguaje, su tierna inteligencia
y sus ojos que ya florecen.
Y el esposo, tu hijo, le recuerda otro tiempo,
las brisas de mayo cuando suspiraba por ella,
los días del noviazgo
cuando humilde se vuelve el orgulloso.
Pronto cambió todo: seguro de sí
y más altivo, ahora se yergue entre los suyos;
doblemente querido
ve fructificar su labor cotidiana.
¡Callado abuelo! También tú viviste
y amaste. Por eso moras junto a tus hijos
como inmortal. Y a veces, la vida parece
venir de ti, como del Éter silencioso,
descendiendo sobre esta casa, varón apacible,
que ve crecer, madurar y dignificarse
año tras año esta felicidad modesta
que tú plantastes lleno de esperanza.
Estos árboles que tanto cuidastes
te ofrecen su verdor; como antes, rodean la casa
con sus brazos cargados de agradecidos dones,
y sus troncos son ya más firmes.
Y en la ladera de la colina
preparastes el suelo, tus alegres viñedos
ondean y se enlazan,
ebrios y cargados de racimos de púrpura.
Mientras, bajo la casa descansa, acumulado
por tu esmero, el vino prensado por ti
y que tu hijo aprecia tanto.
Así, para los días de fiesta, guarda
ese fuego añejo y puro.
Luego, durante la cena, donde se mezcla
la broma y lo serio, tras haber evocado
con los amigos cosas del pasado y del futuro,
cuando aún resuena el último canto,
él levanta la copa mirando tu imagen
y dice: «¡A ti vaya hoy nuestro pensamiento,
y que por siempre sean venerados
los genios bienhechores de esta casa!».
Y tintinean los cristales al brindar por ti,
y por vez primera, para que el niño sepa
que es un día de fiesta,
la madre le da un poco de este vino tuyo.