EL MENO
¡Cuántos países de esta tierra de los vivos
querrías tú ver!
A menudo, mi corazón se vuela más allá
de las montañas, y mis anhelos
más allá de los mares, hacia las riberas
que mucho me fueron alabadas, lejos
de todas las regiones que ya conozco.
Pero nada hay en el extranjero que ame tanto
como esta tierra donde duermen los hijos
de los dioses, el país en duelo de los griegos.
¡Cómo me gustaría demorarme allá,
en el cabo Sunium, y examinar tu columnata
y examinar tu columnata, Olimpia,
antes que el viento del Norte, desatado,
te arrebate y te suma en el polvo
de los escombros de los templos de Atenas
y sus estatuas! Porque hace ya mucho
que te yergues solitario,
orgullo de un mundo desaparecido. Y también vosotras,
hermosas islas de Ionia, cuyas brisas marinas
refrescan a las caldeadas orillas,
cuando un potente sol madura los racimos
y el otoño dorado convierte en cantos
la queja de un pueblo indigente;
pues entonces los bosques de limoneros,
y los granados henchidos de frutos de púrpura
y el vino dulce y el tamboril de la cítara
invitan, aun a los desdichados, a esa danza
cuyos repliegues evocan el Laberinto.
¡Tal vez un día acojáis, islas mías,
a un cantor sin hogar, pues su destino
es andar de país en país,
y únicamente la vasta tierra será su patria
mientras esté vivo y también cuando muera.
Sin embargo, por más lejos que me halle,
ni a ti ni a tus ricas orillas
nunca he de olvidar, hermoso Meno.
Tú me recibiste como amigo, altivo río,
alegrando la mirada del caminante. Y así
me enseñaste el arte de los cantos
que fluyen con dulzura
y de la vida que se mueve sin ruido.
Calmo, y siguiendo el trayecto de las estrellas,
tú prosigues tu curso de levante a poniente,
hacia tu hermano Rin
y entonces, te arrojarás feliz en el océano.