EL ADIÓS
(3ra. versión)
¿Queríamos separarnos? ¿Lo creíamos prudente, justo?
¿Mas por qué ya consumado el acto nos horroriza
tanto como un crimen?
¡Ah! Casi no nos conocíamos, pues no somos nosotros,
sino Dios, quien nos gobierna.
¿Traicionar a este Dios? ¿A él, que nos diera
el alma y la vida; a él, que nos anima,
genio tutelar de nuestro amor?
Nunca, nunca podría hacer tal cosa.
Pero el mundo inventa otra privación,
otra ley de acero, otro derecho,
y el sinuoso hábito
día tras día consume nuestra alma.
Pero yo lo sabía: en cuanto el informe miedo,
arraigado en nosotros, separa
a los dioses de los hombres, aplacándolos
mediante un sangriento sacrificio,
entonces muere el corazón de los amantes.
Ahora deja que me calle. Y nunca más
permitas que vea yo aquello que me mata.
¡Y así pueda volverme a soledades
y este instante de adiós se quede nuestro!
Tiéndeme tú misma la copa y bebamos
lo bastante del veneno saludable y sagrado,
lo bastante de este chorro del Leteo
para que todo, amor y odio, sea olvidado.
Partiré. Quizás un día, ya demasiado tarde,
te volveré a ver, Diótima. Mas entonces
el deseo se habrá completamente desangrado,
y calmos como dos bienaventurados,
extraños uno del otro, andaremos juntos,
tanto como dure una larga entrevista,
pensativos, vacilantes, cuando de pronto
este lugar, donde nos dijimos adiós,
despertará a nuestras almas olvidadizas,
y nuestro corazón se reanimará.
Te miraré, sorprendido, oyendo voces,
un dulcísimo canto que brotara del pasado
mezclado al sonido de un laúd. Y allá,
en la otra ribera del arroyo,
un lirio dorado exhalará para nosotros su perfume.