No podía distinguir ninguna luz en las ventanas ni en la piscina.
La casa estaba sumida en la oscuridad. Me vino a la cabeza un pensamiento divertido:
La oscuridad total, como dentro de un espíritu.
Debía de haber leído eso en un libro de McCarthy.
O no.
Comprendí que el tendido eléctrico debía de haber sufrido un colapso, y puesto que seguramente el jardín estaba equipado con focos de detección automática, tomé aquello como un buen augurio.
Me cercioré de que nadie se hubiera quedado en la terraza a disfrutar de la tormenta con un vaso de alcohol en la mano.
Tenía que practicar con la imaginación y adelantarme a toda posible eventualidad.
Los rayos del cielo seguían preocupándome: en cualquier momento podían dibujar mi silueta y hacerla tan visible como la de un artista bajo los focos. Me desplazaba prudentemente alrededor de la piscina, de arbusto en arbusto, sin salir de la oscuridad.
Llegué a la pared de la casa en el momento en que dejó de llover.
Mis pies comenzaron a oler a lavanda: acababa de pisar una planta y sólo este perfume ya podría haberme delatado.
El perro de la casa no sólo tenía el aspecto de una vaca, tenía también su olfato.
Al fin vi una fuente de luz.
Un halo pálido y anaranjado detrás de los cristales.
Provenía de unas velas que estaban sobre una mesa y de una chimenea.
Podía ver una silueta de espaldas frente a ésta.
Más cerca, la cara de una mujer iluminada por una de las velas de la mesa. Era la de la viuda Martínez, que estaba al alcance de mi pistola.
En ese momento escuché el sonido de sus voces.
Estaban en algún sitio detrás de mí.
Me arrojé tras un arbusto justo en el momento en que una linterna iluminaba la zona donde me encontraba.
Dos hombres hablaban a media voz:
—A mí también me hubiera gustado ir en lugar de tener que quedarme con la vieja. Hace mucho tiempo que no participo en una fiesta así. Uno no tiene tantas oportunidades en la vida de participar en una masacre.
El otro se rio.
—Eso es seguro. Y lo peor es que poca diversión vamos a tener aquí fuera.
—Nos ha tenido que tocar a nosotros, menuda mala suerte. Al menos Franck y Renaud están secos dentro.
Los seguí con la mirada mientras hacían su ronda.
Iluminaban el jardín sin método y sin fijarse verdaderamente. No estaban mojados, por lo que habían tenido que ponerse al abrigo mientras había diluviado.
Nadie podría esperar una visita con ese tiempo de perros.
Ni siquiera el cánido formaba parte del grupo, aunque quizá lo de vigilar tampoco iba con él teniendo a tantos guardias encargados de hacerlo.
Aquellos imbéciles acababan de proporcionarme una información precisa sobre el número de efectivos de que disponía la vieja. Cuatro guardaespaldas, el mayordomo y ella (a quien no debía subestimar). No habían mencionado a nadie más. ¿Y no estaba Burger?
Aparentemente, no.
Tenía que empezar por librarme de esos dos, pero aquello no me parecía una tarea de gran dificultad. Quizá ese tipo de cosas no esté al alcance del común de los mortales, pero sí del común de los asesinos.
Coloqué un reductor de sonido en mi otra pistola.
Ahora tenía una pistola con silenciador en cada mano. Como un verdadero criminal.
Tenía que actuar con rapidez. La tormenta se alejaba, y la electricidad podía regresar en cualquier momento e inundar de luz el jardín. Eso sin tener en cuenta el cronómetro, que avanzaba: habían pasado más de veinticinco minutos desde que el escuadrón de la muerte se había marchado.
Me escondí tras un arbusto bien ubicado en la trayectoria.
¡Bingo! Avanzaban hacia mí. Iban a pasar a sólo dos metros.
¿Habían previsto facilitarme la tarea?
La respuesta es sí.
La confirmación me llegó cuando se detuvieron frente a mi arbusto, me dieron la espalda y separaron las piernas.
Pronto me llegó el sonido que hacían al mear sobre el césped.
Cuando uno es un criminal, la incompetencia se paga con la vida.
Sus últimas palabras fueron:
—Salvo si se aporta la energía necesaria.
Y:
—En ese caso no lo sé. Habría que verlo.
Toda vida tiene su misterio…
Nunca sabré de lo que estaban hablando.
Pero la verdad es que me importa un comino.