El cese de mis actividades como criminal sólo había durado tres meses.

Y eso a pesar de mis buenas intenciones.

Nadie puede escapar de sus aptitudes. Uno siempre termina por ejercerlas cuando alguien lo necesita. Tomemos el ejemplo de un médico: a su alrededor siempre se producirán accidentes o habrá enfermos que padezcan una crisis o niños que se dediquen a comer pendientes.

Se podía decir que acababa de cometer mi asesinato número treinta y tres. Y aunque hubiera pasado de ser profesional a ser un simple experto, también se podía decir que había regresado a las andadas. ¿Acaso era como uno de esos jubilados que ponen en práctica sus habilidades de manera altruista? Aquella noche no pude pegar ojo.

Al día siguiente no era tan temprano cuando me dirigí hacia la playa. Necesitaba ver gente y no pensar en nada tras el acontecimiento del día anterior y la mala noche que acababa de pasar.

El dueño del Cap’tain estaba fregando la terraza. Era una terraza protegida de los vientos gracias a una pared vidriada. Percibí enseguida que era simpático, así que le pregunté:

—¿Necesita que le eche una mano?

Un tío vestido de cuero y con piercings cuando la mayoría de su clientela lleva pantalones rosas y tangas… Una muestra de personalidad.

—La moda surfera no está hecha para mí.

La aclaración sobraba.

Hacia las diez y media estábamos listos para recibir a la ya mencionada clientela.

Me dijo:

—¿Le apetecerían unas ostras?

Me pareció un salario aceptable.

—A estas horas suelo zamparme una docenita —me dijo mientras se frotaba las manos.

No eran ostras corrientes. Eran de color verde esmeralda y tenían grandes pestañas negras. Recordaban a los ojos de las mujeres. Sabían a gloria.

—Ostras de Claire —dijo con orgullo.

Sirvió un pacharán.

—Perfecto —dije.

Tuve ganas de añadir: «Y vio que era bueno en gran manera», como se supone que había dicho Dios tras la creación del mundo. Y justo me sentía así, como el Dios del Antiguo Testamento: severo, justo y brutal.

Mi nuevo amigo se levantó para ir a poner música y enseguida distinguí los primeros acordes de «Don’t Look Back».

—No le molesta la música, ¿verdad?

—¡The Remains! ¿A quién podrían molestarle?

Por supuesto, no tuve en cuenta a las dos pijas que acababan de sentarse en la mesa de al lado; una de ellas era verdaderamente hermosa.

Ya empezaban a clamar al cielo.

—¿Señoras? —dijo el dueño girándose hacia ellas.

—¿Podría bajar la música? Hemos venido aquí a escuchar el mar, no hard rock.

¿Hard rock? ¡Joder!

—Bueno, el mar está un poco visto. Lautréamont lo comparó en una ocasión con un moratón: «¡Te saludo, viejo océano!… Te pareces proporcionalmente a esas marcas azuladas que se ven en las espaldas magulladas de los grumetes»… Los cantos de Maldoror.

Acababa de hacerme un amigo: Jean-Luc Taureau.

Un gramo de odio
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