De pronto me acordé. Marconi había tenido que operarse. Me habían dicho que había sido un accidente de caza.
La verdad es que en aquella época había dudado bastante de esa versión. Pero en este momento me di cuenta:
—¡Joder! ¡Me ha vuelto a tomar el pelo! —me dije.
Me costaba ir más allá en mi reflexión. Aquella barbaridad de que me hubiera tomado el pelo era como un coágulo de sangre en la arteria de mi cerebro. Y ahora aquel jodido grumo no dejaba que circularan el resto de pensamientos.
Hice un esfuerzo sobrehumano para desplazar el atasco mientras salía de la clínica y me dirigía temblando hacia el aparcamiento.
El periodo coincidía.
La idea de que Marconi hubiera sido el cerdo que encargara el primer asesinato conducía al hecho de que fuera también él quien hubiera encargado el segundo, lo que llevaba a la ejecución de Flamby y a la mía. Y lo peor de todo:
El cerdo de Marconi era el responsable de la muerte de Louise.
Las ideas pasaban con cuentagotas, pero sentí que acudía una última, y no menos insidiosa: Valentin no podía ignorar que el hombre que había sido operado en la montaña había sido nuestro antiguo jefe.
Ese pequeño capullo me tomaba también el pelo.
Noté que mis tripas y mi consciencia hacían el mismo movimiento: el de una fregona a la que se le escurre el agua sucia en un cubo.
Valentin también se dio cuenta de mi transformación.
—¿Has visto un fantasma?
Abrí la puerta del conductor, saqué mi pistola de la chaqueta y apunté hacia sus cojones.
—¿Sabes jugar a sí o no?
—¿Y ahora qué pasa?
Apoyé el cañón sobre sus testículos. Uno de ellos quedó pillado entre el arma y el asiento en el que estaba sentado.
—Sí o no. ¿Te gusta tomarme el pelo?
—Yo no te tomo el pelo.
Apreté un poco más fuerte. Gimió.
—¡Joder, vete a la mierda! ¡Mierda!
—Sí o no. Responde sí o no.
Decididamente, no sabía jugar.
—¿Me has mentido?
—No.
—¿Conocías al gran mandamás de ETA al que el doctor Alix tenía que operar?
—No.
Volví a apretar.
—¡Joder! ¡No! ¡Te he dicho que no!
—¿Lo viste en algún momento?
—No.
—¿Viste a alguien más aparte de Burger aquella noche?
—No.
—¿Estuviste todo el tiempo en el coche?
—Sí, me ordenaron que no me acercara a la granja.
—¿Era la granja de Marconi?
—¡Por supuesto que no!
Subí el cañón de la pistola. Se masajeó los cojones mientras me maldecía.
—Estás completamente loco. He venido a ayudarte y es así como me tratas.
—Te había dicho que no mintieras.
Continuaba masajeándolos y sus manos temblaban por la cólera.
—En cuanto nos carguemos a Burger te voy a matar a ti también.
Hice como que no escuchaba.
—A ti también te engañaron, chico. Había tantos separatistas vascos en el monte aquella noche como bailarinas del vientre. No era a un dirigente de ETA a quien tenían que operar; era a Marconi.
—¿Qué te has tomado?
—¿Tú crees que alguien como Marconi sabría mostrarse agradecido?
—Sí, lo que yo decía, has perdido un tornillo. Si no, no me harías una pregunta así.
—¿Puedes confirmarme que Marconi estuvo herido hace cinco años?
—Te recuerdo que en esa época yo era una estrella, tío. Lo que menos me preocupaba en el mundo era la salud de Marconi.
—Lo que no te impidió aceptar esa pequeña misión.
—Hice una excepción por el dinero que podía conseguir. Pero te recuerdo que estaba al servicio de la viuda Martínez y que lo estuve durante años.
—¡Pues claro que estaba bien pagado! Un trabajito tan sucio como ése…
Permanecimos un momento sin decir nada.
—De todas formas, me cuesta aceptar que Marconi hubiera podido encargar un homicidio a sus competidores. No necesitaba a la viuda para deshacerse de tu amigo. Tenía lo que necesitaba a mano.
—A no ser que no quisiera dejar pistas. ¿No te parece extraño que una viuda española se haya podido instalar en el territorio de Marconi?
—¿Quieres decir que le permitió instalarse para que hiciera ciertos trabajillos que a él le incomodaban?
—Ella se ocupa de las cosas más peliagudas. Aquéllas que podrían descubrirlo. Y sólo Dios sabe lo que ese accidente de caza tuvo que molestar a Marconi. Estoy seguro de que la viuda Martínez no tenía ni idea de que su mayor competidor era también su cliente en ese asunto. ¿Tú sabías que el expediente policial de Marconi está como el mío, completamente vacío?
—Eso parece.
—A Marconi le gusta tanto su virginidad que por miedo me paga mi jubilación.
Estaba a punto de contarle mi secreto más preciado, aquel que nunca le había revelado a nadie. Pero lo que le había hecho a su cojón por falta de confianza bien valía ese esfuerzo. Le expliqué el origen de mis ingresos.
—Son los derechos de autor de mi obra póstuma.
Esperé un cierto tipo de admiración (un silbido, un aplauso, algo), pero en lugar de eso guardó un largo silencio antes de decir:
—Hay algo que no funciona en tu razonamiento.
—¿Ah, sí? ¿El qué?
—No lo sé.