—Tenían en común el amor por la pesca —le dije como para demostrarle que sabía de lo que hablaba.
El doctor Di Vica se había tranquilizado después de asegurarle que yo no era policía ni un asesino encargado de defenestrarlo (además, su despacho estaba en la planta baja).
—Soy un amigo de Al. De su segunda vida —le expliqué—. Al tiene nuevos problemas.
Ahora fue él quien habló.
—La verdad es que no compartimos esa pasión. Al es un pescador de orilla y a mí sólo me gusta la pesca en alta mar, con red. Esperar durante horas a que un pez muerda el anzuelo no es mi estilo. Tengo unos diez años más que él, pero soy hiperactivo. Alix es lo contrario a mí, un ser contemplativo. Si de verdad lo conoce, lo sabrá tan bien como yo.
—Es lo menos que se puede decir de él.
Había hecho un movimiento en falso. Sólo me quedaba escuchar al doctor Di Vica y esperar que quisiera contarme su parte de verdad.
—Al creía que la pesca en alta mar con red era una pijada, algo antiecológico. ¡Él era mucho menos pijo que yo!
Se rio con nostalgia y se calló. Resultaba evidente que evaluaba qué era lo que iba a decir a continuación. Estaba claro que quería librarse del inmenso peso de los secretos. Entonces me hizo una pregunta que hubiera debido esperar pero cuya respuesta no me había preparado bien.
—¿Y cómo está ahora?
¿Qué tenía que responderle? Decidí que aquello debía de ser un quid pro quo. Así que le dije la verdad.
—Está muerto.
—Ésa no es más que la verdad oficial. Pensé que lo sabía…
—Está muerto, esta vez. Definitivamente muerto.
Vi su tristeza. La sinceridad de su rostro. Subió varios puntos en mi estima cuando dijo tristemente:
—¿Tengo que decírselo a su familia por segunda vez?
—Uno no salva a un hombre poniendo en peligro su propia vida para verlo morir dos años más tarde, ¿no?
Sin dudar, respondió:
—Si tuviera que volver a hacerlo, lo haría.
Después, su voz se volvió más dulce y me contó la historia que había venido a escuchar.
—Cuando los bomberos me trajeron a Alix, ya estaba fuera de peligro, pero su pierna se había quedado lisiada. Había perdido la consciencia tras la caída, pero los bomberos habían encontrado entre sus cosas la dirección de la clínica y lo trajeron aquí. Por suerte, aquella noche yo estaba de guardia. Cuando recobró la consciencia le dije que teníamos que ponerle una prótesis en la rodilla. No le oculté que quizá se iba a quedar lisiado de por vida. Pero, para mi gran sorpresa, no era eso lo que le preocupaba. Me preguntó quién estaba conmigo. Le dije que Lee, una china que acababa de terminar sus prácticas y que la semana siguiente se marchaba de vuelta a casa. Él me respondió que Lee no hablaba nunca, que a ella le daba igual lo que pasaba en este país lejano, y luego me preguntó hasta dónde podría llegar por un amigo. Le pregunté si tenía problemas. Y él me contestó que los suficientes como para desear desaparecer y que había llegado su oportunidad de hacerlo.
—¿Le habló de la gente que lo amenazaba?
—No me dijo mucho. Lo suficiente para convencerme de que había que declararlo muerto.
Si sabía algo de los asesinos de su amigo, aquel hombre se lo iba a callar. Había demostrado que sabía guardar un secreto. Miré por la ventana; una nube gigante se comía a otra más pequeña. El día se ponía feo.
—¿De qué murió?
La pregunta me sacó de mi estado ensimismado.
—De complicaciones por la operación que le hizo usted —le devolví.
El humor negro contaminaba mi pensamiento. Ésa es la posible justificación ante mi falta de tacto hacia aquel hombre que lo había salvado.
Me miró con tristeza.
—¿Lo dice en serio?
—Lo pilló el asesino que había fallado la primera vez.
Inspiró profundamente, se levantó y abrió una nevera. Sacó dos cervezas y me tendió una.
—De acuerdo, voy a contarle todo lo que sé sobre mi antiguo socio.