No lo oí cruzar el jardín ni entrar en casa.
Era un viejo felino capaz de andar sobre maderas sin hacer ruido.
He aquí cómo había imaginado que ocurriría todo:
Él iría a visitar la planta baja con la pistola en la mano y en un silencio de muerte.
Luego tendría que subir al primer piso.
Entonces podrían suceder dos cosas:
La primera, que se diera cuenta de la trampa y que esperara a que yo saliera. En ese caso, él ganaría y me mataría.
La segunda era que no se diera cuenta de que estaba en casa. En ese caso, pensaría que el cuerpo de Louise seguía en mi cama. Ya había podido constatar anteriormente que Burger pertenecía a la categoría de asesinos a los que les gusta contemplar a sus víctimas. Contaba con que en esta ocasión no iba a intentar resistirse a la tentación. Así que entraría en la alcoba y se acabó. Acabaría con su vida.
Pero algo me hizo salir de mi ensoñación.
Había escuchado un ruido en lo alto de la escalera.
Justo al lado.
Verdaderamente cerca.
Hasta ese momento no me había dado cuenta de que Burger estaba en mi casa.
Me senté mientras bendecía el hecho de haber comprado un buen colchón. Una cama que cruje es un problema tan grande como una mala música en una obra maestra del séptimo arte.
Burger debía de haberse parado en el pasillo, frente a la puerta de la habitación, dudando si abrirla despacio o de una patada. En sólo unos segundos se iba a producir el tiroteo definitivo. Pero yo me sentía tan tranquilo como un sacerdote mientras reza. Tanto es así que había conseguido olvidar el dolor de cabeza y mi boca estropajosa. Tenía el brazo extendido hacia la puerta que habría de abrirse, sin temblar.
Podía garantizar que todo aquel que en ese momento entrara en la habitación estaba virtualmente muerto.
Pero no podía garantizar que yo pudiera salir con vida de ese trance.
Matar y morir matando.
Cerrar el círculo.
Y llevar a Burger de la oreja a través del infierno para que le pudiera pedir perdón a Louise.