Al día siguiente, durante el desayuno, me decidí a decirle a Perle lo que sabía, o casi, ya que no le conté mi reencuentro en la cafetería con Burger.

Las revelaciones de Flamby produjeron el efecto que me había esperado. Lloró durante toda la mañana mientras abrazaba a Luna.

Por fin conseguí llevarme a la pequeña a pasear.

Jean-Luc tomaba el sol con los ojos cerrados. Sonaba 5, de J. J. Cale, un disco poco conocido, pero para mí el mejor. Con unas guitarras tan suaves como albaricoques maduros.

—Como ves —le dije a Luna—, no todas las guitarras eléctricas son malas bestias.

Cuando la llevé de vuelta a casa hacia el mediodía le pregunté a su madre:

—¿Hay algo que no me hayas contado de Al?

—Esa pregunta ya me la has hecho.

—Pero ¿verdad que no me respondiste?

(Es cierto que a veces uno hace una pregunta y olvida escuchar la respuesta).

—¿Por dónde comenzar?

Reflexioné.

Los gatos del barrio nos miraron por un instante antes de largarse cuando fuimos a instalarnos al jardín.

—Empieza por contarme lo más extraordinario.

—Lo más extraordinario… Bueno, eso me da un poco de vergüenza.

—Bueno, aparte de eso.

Reflexionó. Al cabo de unos instantes, una sonrisa se dibujó en sus labios.

—Pues puede estar nueve minutos sin respirar.

Y ante mi incredulidad, añadió:

—Tiene un récord de apnea. Desde que era pequeño no se baña nunca sin entrenarse. Por ello puede estar con la cabeza bajo el agua durante nueve minutos. No está muy lejos del récord mundial. Pero el día que quiso probármelo, me dio tanto miedo que lo obligué a salir al cabo de tres minutos. Es impresionante.

Al, campeón del mundo de apnea estática.

—¿Eso es todo lo que tenías que revelarme?

—Desde que ha desaparecido me he dado cuenta de que no sé mucho sobre él. Tiene muy buen gusto para la música, como tú.

Ni de coña, sólo escucha esa mierda electrónica.

—Me quiere y quiere mucho a la pequeña Luna, como si fuera su propia hija…

Mierda, yo la quiero mucho más que él, pensé.

—Ésa no es la cuestión.

¿Lo había dicho en voz alta?

—¿Te habló de su accidente en Grecia? —me preguntó.

—No era nuestro tema de conversación favorito.

Hubo un silencio incómodo. Se oía incluso el ruido de la hierba secándose al sol.

—No hay ningún misterio entonces.

—Sí, hay algo…

Parecía incómoda. Como si no confiara del todo en su juicio. O en mí, tal vez.

—… una cosa que me extraña mucho es que sabe mucho de enfermedades, medicamentos y medicina. Un día me dieron por la noche unos espasmos muy dolorosos —dijo apoyando los dedos sobre su vientre.

—No hay que ser un experto para saber dónde está el apéndice.

—Yo no lo sabía. Pero no fue lo que más me sorprendió. Me dijo que levantara la pierna derecha y que la doblara hacia arriba. Como me seguía doliendo, me palpó exactamente como un doctor, con gestos profesionales. Luego me dijo: «No es nada. ¿Tienes un antiespasmódico?». Lo tomé y se me pasó el dolor.

Tuve ganas de decirle: «Cualquiera puede diagnosticar una apendicitis», pero me abstuve. Ya estaba bien de comportarme como el novio celoso.

—Lo que me extrañó fue que me dijo: «Está demasiado alto para ser el apéndice». ¡Y parecía tan seguro de sí mismo!

Comenzaba a creerme su historia.

—Eso no es todo. Una noche, Luna se despertó gritando. Le dolían tanto los oídos que empezó a vomitar. Me puse de los nervios. Al estaba en su casa, lo llamé y llegó un cuarto de hora más tarde.

(Yo vivo más cerca, ¿por qué no me llamó a mí? En el pasado no hubiera dudado en llamarme a mí).

—Llegó con ese objeto… ese con el que se miran los oídos. Y dijo: «Es una otitis. Tenemos que darle un antibiótico». Le pregunté si estaba seguro. «Las otitis se tratan con antibióticos; si no se convertirá en una otitis seria, en una otitis crónica, lo que puede llevar a que el tímpano se agujeree y que la pequeña se quede sorda. Además, es muy doloroso». Así que fue a comprarlos a la farmacia de guardia.

El pescador encantador se había convertido en un médico encantador. Tuve ganas de decirle: «¡Y todo esto me lo cuentas ahora!». Le dije:

—¿Y no le pediste explicaciones?

—Me dijo que había estudiado medicina pero que lo dejó tras el accidente. Pensaba que su problema le impediría encontrar clientela.

Su voz parecía la de alguien que se siente culpable.

—¿Me lo has contado todo?

—Me pidió que jamás se lo contara a nadie. Nunca. Que era muy importante.

Lo que vino después le salió sin dificultad. Me sirvió un batido cuya composición traté de adivinar: melocotón, plátano, fresa y… ¿remolacha? Me habló de los miedos de su novio. De todas sus fobias. Se podría decir que era un verdadero paranoico.

En el fondo, a pesar de la simpatía que en un primer momento despertara en mí (antes de que se pusiera a ligar con Perle), siempre había sentido que mi presencia le molestaba.

—Tengo que reconocer que no buscaba tu compañía desesperadamente. Pero era simpático con todo el mundo. Aunque le molestaba que los charlatanes se le acercaran. Solía decirme que si un pescador se levanta a las seis de la mañana no es para buscar compañía precisamente.

Hundí la nariz en mi batido. ¿Así que ese estúpido siempre me había despreciado? Yo era como cualquier otro viejo coñazo de Largos. No era raro que me costara tanto encontrarlo. Me metí un hielo en la boca para no decir lo que pensaba.

—Al principio creí que te tenía envidia. O que intentaba ocultarme que no le caías demasiado bien; después de todo, eres un cínico gruñón. Pero yo sabía que no era eso. Cuando hablábamos de ti, sentía que te tenía cierta estima. Y cuando yo te alababa…

El hielo se escapó de mi boca y cayó sobre mis muslos.

—¿No le revelarías que…?

—¿Estás loco? Sólo le dije que eres un abuelo extraordinario para Luna. Lo culto y espiritual que eres, además de guapo, y cuánto te quiero.

Caí sobre el respaldo de mi silla mientras me sonrojaba.

—¿Y cómo le sentaba?

—Me daba siempre la razón, y añadía que tenía mucha suerte de haberte encontrado.

—¿Entonces qué es lo que no te cuadraba?

—Diría que estaba cerrado sobre sí mismo, no dejaba que nadie pusiera un pie en su casa. No quería que hablara sobre él. Ni que colgara su foto en mi blog. No me dejó ni siquiera tomarle una foto…

Y entonces me hizo la revelación que me pareció más extraña:

—No quería dar un paso fuera de Largos.

—Ah, no es el único que padece esa enfermedad por estos lares.

Un gramo de odio
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