Salí del Cobra Club, tras visitar el Select, el Diamant Vert y el Mosquito, con la certeza de que Burger había cambiado de planeta, ya que nadie lo había visto en los últimos tiempos. Había podido hablar con una docena de asesinos españoles y franceses, y todos me habían confirmado la versión de Marconi.
Sin embargo, otros asesinos habían reconocido vagamente a Al sin poderme precisar de quién se trataba, y mucho menos si estaba metido en asuntos con Burger.
Como me había bebido por lo menos dos copas de ron en cada lugar, era incapaz de deducir conclusiones lógicas de todo aquel embrollo.
Aun así, estaba inquieto.
—Joder, pues sí que estoy bien —me dije mientras me miraba en el espejo retrovisor.
El periplo continuaba. Dejé un billete de cincuenta euros en la palma del vigilante del siguiente club, el Sens du Devoir, para que me dejara entrar. El lugar era perfecto para terminar una noche que había comenzado mal.
Tenía mal aspecto, pero no mucho peor que aquellos que había visitado dos horas antes. Una vez que saturo mi sangre de alcohol y mi cerebro se queda paralizado, ingreso en un estado estacionario que me permite entrar en cualquier sitio.
El Sens du Devoir se llamaba antiguamente LSD Club. De él quedaba la vieja insignia, vestigio de su prestigioso pasado, situada frente al guardarropa. Las camareras eran guapas, y la clientela iba de los veinte a los setenta años. Era un lugar de verdaderos truhanes.
Genial.
Y la música también era genial. George McCrae susurraba su imperdonable «Rock me Babe». En otros tiempos había podido asistir entre esos muros a los conciertos de los Fuzztones, los Fleshtones, los Viceroys y los Slickee Boys. La programación había cambiado mucho, pero podía reconocer a la antigua clientela. Nos saludamos de lejos discretamente. Un rubio alto se echó a bailar a la pista. Era divertido ver mover el esqueleto a un asesino de Marconi.
Con la foto de Al, tenía la impresión de ser el típico que ve demasiado la televisión, las películas de detectives. No sabía adónde me conduciría. Estaba intoxicado por el alcohol, y el optimismo nublaba el poco entendimiento que me quedaba.
Si Al hubiera llevado una doble vida o si su asesino hubiera sido objeto de un rumor, lo habría sabido tarde o temprano durante esa noche.
Así que ese optimismo me llevaba a pensar que quizá seguía vivo.
Flamby no había visto bien la escena, sólo a dos tipos que discutían. Era necesario que lo buscara y que se lo llevara a mi pequeña Perle.
Yo debía de tener un aspecto divertido porque una chica demasiado joven respondió a mi sonrisa.
Me dejó que la invitara a una copa.
—Conozco a ese tipo —dijo—. Es un pescador.
Hasta ahí compartíamos la información. Era una chica desvergonzada con un murciélago tatuado en un hombro y un brillante entre los dientes que parecía una caries. Apenas tenía veinte años.
—Continúa.
Un piercing en la lengua la hacía cecear ligeramente.
—Sale con una chica que se llama Perle. Trabaja en el puerto. Ella solía venir por aquí cuando salía con uno del puerto. Un hombre horrible. Parece ser que estaba casado con otra, pero no la trataba bien. Jamás volví a ver a esa chica ni a su estúpido gigantón. Pero supe de ella gracias a un amigo que trabaja en el restaurante del puerto. Ahora sale con el de la foto. Pero ése parece que no le puede hacer daño, ya que se ve que tiene una pata chula. Ella sólo tiene que darle con el dedo para que caiga redondo.
—Buena idea —le dije.
La chica se rio.
—Es una mujer extraña. Escoge a unos hombres raros.
—Sí —contesté—, me parece que no está muy bien de la cabeza.