Imaginar que Perle pudiera interesarse por un pescador impedido, por muy guapo que fuera, era algo que me sobrepasaba. Había descubierto el arte de ser abuelo, pero eso no significaba que me hubiera vuelto un santo. Todavía tenía ciertas ideas claras. ¡Coño, un impedido no es un hombre de verdad!
Perle me dijo:
—Estoy enamorada de él. ¿Por qué eres tan negativo?
—No puedes estar enamorada de Al. Apenas lo conoces.
—Lo conozco desde hace años.
—Como un elemento del paisaje.
Perle lo había conocido sin mí, pero me lo había contado todo, ya lo creo que sí.
Perle era una nadadora sin igual. Una surfista destacable, una sirena. Yo solía observarla desde la playa. Efectuaba movimientos imposibles sobre la cresta de las olas. Cuando salía del agua se dedicaba a perseguir a todos aquellos que la fotografiaban sin su consentimiento.
A Al y a mí aquello nos divertía.
Un día que yo no estaba con ella —me dedicaba a comer ostras con Jean-Luc—, Al le clavó el anzuelo de su caña de pescar.
Conociendo su destreza (y un poco también su carácter), sospecho que lo hizo a propósito. Si hubiera estado allí, el hecho de que ella no hubiera ahogado con sus manos al desafortunado que le había clavado un anzuelo en el culo me habría hecho sospechar. En lugar de eso, me contó que salió del agua riendo y le pidió que reparara el desaguisado él mismo.
Aquello fue un ejercicio de charcutería del que salió con brío, armado de un simple cuchillo desinfectado con el agua del mar.
Yo ya me había dado cuenta de que aquel tipo tenía manos de oro cuando lo veía montar sus anzuelos: los lanzaba al mar con una precisión casi de cirujano.
No supe muy bien qué contestar. Así que me contenté con ponerle a Luna su abrigo, ligeramente enfurruñado.
—Es el hombre de mi vida, abuelito.
—¡Tu hombre de mi vida es abuelito! —se indignó Luna (con sólo dos años, estaba muy avanzada en eso del habla. Me enorgullecía de aquello igual que si fuera mi hija).
—Bueno, mi niña, tampoco hay que exagerar.
Perle no consiguió esconder su decepción:
—Creía que era tu amigo…
Terminé por soltar la idea que me atormentaba:
—No lo querrás tanto simplemente porque es inofensivo, ¿no?
No se dio cuenta enseguida del sentido de mi pregunta.
Después cambió de expresión y vislumbró lo que mis palabras ocultaban. Yo estaba sugiriendo que Al le interesaba porque era incapaz de maltratarla.
Sentí que la había pifiado.
Pero, para mi alivio, contestó con humor:
—¿Inofensivo? ¿Un hombre que me destrozó el culo? ¡Me ha desfigurado para siempre!
Yo no tenía ánimo para reírme.
—¿Has visto lo guapo que es? Podría estar en una silla de ruedas y aun así me derretiría en su presencia.