Las mujeres tienen la increíble capacidad de recomponerse en un instante.
—¿Se ve que he llorado?
—Apenas.
Parecíamos la foto de una revista con el Twingo rosa en el muelle frente a un contenedor rojo. Tiré del freno de mano.
Perle observó el gigante de los mares con ojo experto.
—Esto me va a tomar varios días. Hoy por lo menos tres horas. Puedes llevarte el coche si quieres. Pero en ese caso tendrás que venir a buscarme.
—Prefiero pasear con la niña por aquí. Nunca había estado en este lugar.
—Hubiera sido mejor que me dejaras ir solita, como una adulta.
Perle. Una vez que te ablandas por primera vez ante la mala fe de una mujer, ya estás perdido (sin llegar al extremo de no poder vivir sin ella).
Vi cómo se dirigía hacia la capitanía del puerto. A pesar de su corazón atormentado, las ondulaciones que hacía su pequeño cuerpo al caminar no se habían alterado en absoluto. Sensuales y alegres.
Luna soltó una risa burlona.
—¿Y tú de qué te ríes?
Nos encontrábamos en la zona del puerto dedicada al flete. Una actividad «en franca decadencia», como dicen, a juzgar por los espacios sin vida que teníamos ante nuestros ojos.
Me encantan los descampados y las naves abandonadas. Me encanta el paro. Nada me reconforta tanto como ver a la sociedad enfrentada a sus propios fracasos.
Grandes charcos de gasolina dibujaban arcoíris en el suelo.
—¿Verdad que es hermoso? —le pregunté a Luna.
—¿Está pintado a mano?
A veces ella usaba este tipo de expresiones.
—No, es un escape.
No cuestionó aquella técnica artística, tan válida para ella como cualquier otra.
Observamos un banco de mújoles dando vueltas alrededor de un enorme pez muerto. Después seguimos una vía de tren abandonada. Atravesaba una nave vacía, abierta por todos lados, y acababa en una antigua montaña de escombros mineros de unos veinte metros de alto y cubierta de amapolas. Una ráfaga roja de disparos a bocajarro.
—¡Guauu!
—Sí, qué paseo más genial.
—¿Podemos subir la montaña?
—Sus deseos son órdenes, princesa.
Los restos de carbón que crujían bajo nuestros pasos brillaban como lentejuelas.
Hacía calor.
Luna trepaba la colina ayudándose con las manos.
—Voy a tardar horas en lavarte las uñas —le dije sabiendo que aquello me iba a gustar.
Pensaba en mi cena con Louise. Jean-Luc había terminado por poner «Love Theme in the Key of D» de Taj Mahal tras dedicarme un guiño de ojos que era todo menos discreto.
Un silencio incómodo se instaló entre nosotros y entonces no supe qué decir.
—Tenemos que volver a vernos —concluí yo. Ella se levantó y yo no quise acompañarla a la puerta.
—Pero si nos vemos a menudo —me dijo ella antes de dar media vuelta.
Mientras la veía alejarse sentí una ligera ola de calor (algo juvenil que me calentaba las entrañas). Y esa ola de calor regresó aquella noche, cuando tuve que meterme en la cama solo.
Tras apagar la luz, un pensamiento me sorprendió: «Si estuviera desnuda a mi lado…».
En lo alto de la cima nos esperaba una sorpresa. Diferentes montículos formaban un recinto y ocultaban un cementerio de contenedores vacíos: cajas de todos los colores apiladas unas encima de otras, como en un carguero, pero mucho más desordenadas. Columnas de varios pisos en precario equilibrio.
Aparentemente allí vivía gente. Las entradas estaban protegidas por porches de plástico improvisados, cables de electricidad serpenteaban por el suelo y había también muebles diseminados entre las casetas. En una parte menos invadida por los contenedores había una hilera de caravanas.
—¿Es un camping?
—Sí, Luna, llamémoslo así.
No tenía ganas de profundizar. Plantados allí arriba éramos tan localizables como dos ángeles en lo alto de un campanario.
—Nos vamos a marchar para no molestar.
—¡El coche de mamá! ¡Unos chicos le están molestando!
Me giré hacia donde señalaba con el dedo. El puerto estaba más cerca de lo que había pensado. Dos chicos intentaban forzar la puerta del Twingo mientras otro operaba con un alambre en la cerradura. Estaba claro que buscaban la radio. Si gritaba, saldrían corriendo con su botín. Y yo no tenía ninguna posibilidad de atraparlos con la pequeña en brazos.
Descendí por la otra ladera, a salvo de sus miradas, con la esperanza de que no les diera tiempo a desaparecer.
Estaban a punto de marcharse cuando puse los pies en el asfalto. Andaban con indolencia propia de perfectos inocentes. Uno de ellos sostenía la radio como si fuera lo más natural del mundo. Especialistas.
Hacía un calor del diablo. Comencé a seguirlos, escondiéndome detrás de unos remolques aparcados junto a la carretera. Luna se echó a reír, pero yo le puse un dedo en la boca para que se callase.
—Sshh, estamos jugando al escondite.
Los chicos entraron en la zona de los contenedores.
Los perdí entre las estrechas callejuelas del laberinto.
Todo estaba extrañamente silencioso.
Mientras pasábamos entre las columnas de contenedores transformados en viviendas sociales, presentí un peligro inminente.
Se oía una música en español. Pero de pronto también ésta se detuvo.
—¿Huele a salchichas? —me preguntó Luna.
—Sí.
Acto seguido llegamos a una plaza llena de muebles viejos. Unas veinte personas estaban allí reunidas, pero tan quietas como si jugaran al escondite inglés.
Una voz hostil rompió el encanto.
—¿Buscan algo?
La voz pertenecía a un hombre de mediana edad. Estaba sentado en un banco de madera con su enorme tripa apoyada sobre los muslos. Avancé hacia él.
Sus ojos mostraban una violencia preventiva. Descubrí en mí mismo el miedo ancestral que los gitanos provocan en la gente.
—Simplemente la radio de mi coche.
El hombre llamó a los chicos.
—Devolvedle su radio.
Había a nuestro alrededor más hombres capaces de desangrar a un semejante que en una reunión de Marconi. Un verdadero concurso de criminales. Como no me movía, el hombre me preguntó:
—Bueno, ¿qué le hace pensar que puede quedarse aquí?
—La madre de la pequeña es gitana —dije yo—, es prima de Pedro Bacán. ¿Conocéis al gran Pedro Bacán?
Sentí que se rasgaba el telón de hostilidad que separa el mundo de los gitanos del de los payos.