Tengo sesenta y ocho años, pero del tipo:

—¡Vaya! ¡No los aparenta en absoluto!

La peluquera. Una chica guapa. Fui a verla ayer. Al salir le di propina.

—¿Cuál es su secreto?

¡Mira que me dio coba!

—Practico artes marciales desde los dieciocho años. Entonces nadie se atrevía a hacerlo. Fui un pionero del kung-fu.

—¡Vaya! Usted sí que debe de saber pelear.

—Ajá.

—¡Vaya!

—Y todas las mañanas me baño en el mar. No importa la época del año. Ya sea en verano o en invierno.

—¡Vaya! ¿Incluso cuando hay tormenta?

—Ajá.

—¡Vaya!

Observaba nuestro reflejo en el espejo. Su ombligo adornado con un piercing justo al nivel de mi cara. Parecía que me dirigía a su vientre. Encendió el secador y aprovechamos para callarnos. Al secarse, mi pelo se iba volviendo de un blanco resplandeciente. Justo antes de aquello, había estado haciendo mis ejercicios de meditación en las dunas, cerca del barracón donde se reúne gente sexualmente motivada, incluso a plena luz del día. Entraban y salían de allí como de la iglesia a la hora de la misa. Sobre todo había hombres. Esas cosas no sucedían cuando yo tenía veinte años. Tuve ganas de decirle a la peluquera: «Si usted supiera cómo ha cambiado el mundo, señorita». Pero me hubiera tomado por un viejo imbécil.

—¿Cree que debería afeitarme la perilla?

—¡No, no! Le queda bien. No está muy de moda. Pero le favorece.

Resulta increíble la capacidad de algunas chicas para hacerse querer. Ya en el mostrador, le puse un billete de diez euros en la mano. Se le iluminó la cara, y me abrió la puerta mientras me dirigía una última sonrisa.

—Sin embargo, si yo fuera usted me desharía de esa vieja gorra de capitán Haddock.

Apuesto a que tiene un ángel tatuado en una nalga y un diablo en la otra.

—¿Es un poco hortera?

(Yo no dudaba de que lo era).

—Es totalmente hortera, si me permite el comentario. Sobre todo con el tiempo que hace.

Es cierto que mi cabeza se sobrecalentaba bajo la gorra. Pero con tal de tener el aspecto de un viejo marino jubilado estoy dispuesto a cualquier sacrificio.

Este año el océano está especialmente agitado. Un socorrista me ha contado que las pérdidas del verano han alcanzado récords históricos. Desde que comenzaron las vacaciones se han ahogado decenas de veraneantes, y sólo estamos a 8 de agosto. La culpa la tiene el cambio climático. La erupción del volcán islandés, cuyo nombre soy incapaz de recordar, en algo habrá influido también.

Pero bueno, eso a mí me da igual. Me encantan las olas grandes. Me suelo bañar antes de la apertura oficial de la playa, cuando no está vigilada. A veces me cuesta volver a la orilla. Pero siempre consigo salir. ¿Son los imprudentes los únicos que mueren? Yo diría más bien que son los que suelen salir vivos.

Me sequé con la toalla que Perle me había dado. Quería preguntarle a la mujer que acababa de instalarse a pocos metros de mí y que se echaba crema por todas partes si había visto mi toalla de Kenzo. A lo que habría añadido: «¿Ha observado lo bien que nadaba dentro de esos tubos gigantes? ¿Ha visto cómo cogí la última ola por lo menos durante veinte metros?».

Desde que me jubilé, me encuentro en uno de los periodos más pueriles de mi vida. Casi podría decir que he recuperado la inteligencia de mis catorce años, cuando todo era puro instinto y felicidad.

Desgraciadamente, este estado de placidez no podía durar. ¿Han oído alguna vez hablar de la ley de Murphy? No fui yo quien la inventó. De pronto llegó a mis oídos taponados por el agua del mar el sonido de una samba atenuada, como si saliera de una lata de conservas. La chica se arrojó sobre su mochila y sacó un teléfono móvil.

—¿Sí? Un segundo, no te oigo.

Se levantó y fue hacia el Cap’tain. Los esfuerzos que realizaba para andar en la arena torneaban los músculos de su culo de un modo espléndido. Era rubia, estaba como un tren y tenía la piel blanca, aunque poco tardaría en adquirir un tono dorado. Estaba como un cañón digno de figurar en el ejército de Putin.

—¿Dónde estás?

Un tipo le hacía señales desde la duna.

—Ah, sí. Ya te veo.

Pues sí, yo también lo veía. No estaba ni a cincuenta metros de distancia. Me dan asco los teléfonos móviles.

Mi cerebro es demasiado sensible a las ondas magnéticas.

Un gramo de odio
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