Cogí el Twingo de Perle.
Mi viejo Volvo se había roto hacía un año. Y lo mejor es que no había querido repararlo. Me había librado de un enfrentamiento seguro con un mecánico. Esta gentuza es el equivalente de los médicos: uno está en sus garras y da igual lo que piense o lo que le ocurra, ya que van a aprovechar para hacerte lo que les venga en gana. De todos modos, yo sabía lo que le sucedía: tenía trescientos sesenta y cinco mil kilómetros en el contador. Que fuera por el motor o por la correa, me importaba un pepino. Había muerto y no tener que reemplazarlo formaba parte de mi nueva manera de vivir, sin nada por lo que preocuparme, recorrer el mundo como un peatón, manejarme en un espacio tan pequeño como el que mis pies pudieran recorrer. Libre de perder el autobús si así lo deseaba.
El hecho mismo de colocarme al volante significaba que había regresado el tiempo de los marrones.
Cuando aparqué el Twingo frente al Grange aux Belles ya era la una de la mañana. Mi táctica para encontrar a Flamby había consistido en un método muy simple: buscar en los sitios más inmundos.
Como en Largos no faltan lugares de latrocinio y perdición, aquello podría tomarme mucho tiempo. En el tercer lugar, el Cobra Club, había vuelto a errar el tiro. Así que decidí preguntar a los especialistas. Cogí a un tipo por el cuello de la camisa.
—¡Eh, tío! ¿Cuál es el mejor sitio para echar un trago que no sea muy caro?
—Supongo que el Grange aux Belles, si te gustan la música country y las camareras con pechos caídos.
Y allí me dirigí. Sentí un soplo de esperanza al constatar lo sórdido que era aquel lugar. Me había tomado un ron en cada uno de los antros visitados, pero aún era capaz de darme cuenta de que aquél era el peor de todos. El Grange aux Belles era el ganador de la noche.
Así que no me sorprendió encontrar en él a nuestro héroe.
Estaba sentado en un taburete y tenía la cabeza apoyada sobre el mostrador. Su nariz goteaba sangre dentro de su cerveza.
Justamente, en ese momento una camarera con los pechos al aire le decía:
—No voy a poder servirte más si sigues sangrando en tu bebida.
La espuma estaba roja.
—Me he llevado una hostia, pero ya se me pasa.
—Ya sé que te han dado una paliza. Estaba aquí. Igual que está el tipo que te golpeó. Y te mira muy mal. No puedo echarlo. Me dan demasiado miedo él y sus amigos. Si quieres, te puedo sacar por la puerta de atrás. No te verán.
—¿Para que me rematen en un rincón oscuro? No, gracias.
—¿Te has metido en un marrón, Flamby?
Me miró con incredulidad. Su pavor había aumentado.
—No sabía que hasta este punto.
—Primero vamos a ocuparnos de ese tipo que te molesta. Después veremos qué me cuentas.
Me puse delante del hombre que lo había golpeado. Llevaba camisa de cuadros: mal signo.
—¿Eres tú quien ha desgraciado a mi amigo?
—¿Tienes algún problema, viejo maricón?
Lo cogí de los testículos y apreté con todas mis fuerzas. Él abrió la boca como un pez fuera del agua. Me pidió misericordia. Pero en el momento en que lo solté intentó pegarme un puñetazo. Bajé la cabeza justo a tiempo y fue la camarera la que recibió el golpe en la jeta.
Siguió una gran confusión que yo aproveché para poner tierra de por medio.
Metí a Flamby en el coche y arranqué.
—No tengo mucho que contarle. Se lo agradezco por el tipo ese, pero tampoco tenía por qué hacerlo.
El agradecimiento de Flamby me importaba bien poco.
—Seamos claros. Te saqué de ahí para que me explicaras qué es lo que has visto en la playa. Porque estoy seguro de que viste a mi amigo Al ser asesinado a manos de un señor mayor con una pinta espantosa y respetable, ¿verdad?
Quería ayudarlo para que ganáramos tiempo.
Me parecía evidente que si Burger había atacado a Al, Flamby había tenido que estar tan despierto como una gallina cuando entra un zorro en el gallinero.
—Has vuelto a encender tu puro, tío. Si hubieras pasado dormido en la arena tanto tiempo como dices, no habrías podido hacerlo, porque tu puro habría estado para tirar. Sé muy bien hasta qué punto la humedad impregna las cosas tras una noche en la playa.
—Le juro que en esta ocasión me dormí en la playa. Estaba como una cuba. A menudo termino la noche durmiendo en la arena. Y sí, a veces hablo con Al. Pero no esa noche. Él no había llegado todavía a la playa cuando me dormí.
La casa de Flamby sumergida en la oscuridad, un auténtico decorado de película de miedo.
—¿No podemos encender la luz?
—No quiero que nadie sepa que estoy aquí contigo.
Hacía rato que mi paciencia había sobrepasado sus límites. Si era necesario meterle un poco de miedo en el cuerpo, no dudaría en hacerlo.
—¿Quieres que haga contigo lo mismo que le hice a ese tipo en el Grange aux Belles? —le dije mientras cogía sus testículos entre la tela de su pantalón de chándal.
Se puso a temblar. Lo iluminé con mi linterna. Tenía los ojos cerrados.
—¡Venga, tío! Sólo necesito que me digas qué fue lo que viste. No necesito pruebas, no soy policía. La verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.
Obtuve el efecto deseado: se puso a largar su historia (la verdadera) a toda velocidad. Sus bufidos dificultaban la comprensión, pero pude captar lo esencial:
—Al me mandó a la mierda. Me dijo que no tenía tiempo que perder con los delirios de un alcohólico, que volviera cuando estuviera sobrio y bien vestido. Siempre me decía lo mismo. Me desmayé cien metros más lejos y ya no pude volver a levantarme. El sol comenzó a salir. Me gusta quedarme en plan comatoso en la playa a esas horas. Pero en un momento dado, no sé por qué, levanté la cabeza y vi a un tipo que sostenía a Al por la garganta y que se lo llevaba hacia el mar. Me froté los ojos. El tipo estaba en calzoncillos y camisa, y era inmenso, musculoso. El cielo tenía un color rosado. Debí de dormir unos diez minutos, pero no pude evitar preguntarme si seguía soñando.
—No soñabas. Si es quien yo pienso, es un hombre musculoso de verdad. ¿Tenía más o menos mi edad?
—Sí, pero era más musculoso que usted, sin ánimo de ofender. Era superviolento. No pude intervenir. De haberlo hecho, me habría asesinado. Me pegué todo lo que pude contra la arena y me quedé escondido allí hasta que Perle vino a buscarme.
—¿Viste si el mar se llevó a Al?
—No, no vi nada. Tenía la cabeza hundida en la arena. Apenas me atreví a moverme. Si hubiera podido enterrarme como un cangrejo, lo habría hecho. Cuando osé mirar hacia el aparcamiento, el hombre había desaparecido. Y luego me quedé sopa.
—¿Fue mucho tiempo después?
—¿Perdón?
—Cuando osaste mirar, como dices.
—No, un minuto o dos más tarde.
—Lo que quiere decir que andaba rápido, ¿no?
—Sí, muy rápido. Para poder recorrer tanta distancia en tan poco tiempo.
—No como un hombre que arrastra un cuerpo…
—¿Perdón?
—No, nada. ¿Y cómo puede ser que no te viera?
—Era muy temprano y había una luz deslumbrante. Pudo ser por eso…, no sé. No tengo otra explicación. Es la única posible.
—¿Y cuando llegó? ¿Por qué no te vio cuando llegó?
—Bueno, yo estaba detrás de la duna, la que se forma cuando hay marea alta. No se me podía ver si se venía desde la playa. Para haberme visto tendría que haber venido por el río.
—Has tenido suerte, de eso no cabe duda. Y si quieres seguir teniéndola, mejor será que no lo comentes con nadie. Porque a ese hombre te aseguro que no le gusta dejar testigos que puedan joder su mierda de vida, por muy sórdida que ésta sea.
(Chúpate ésta).