¿Hasta qué punto puede uno maldecirse por no haber querido aceptar las tecnologías de su tiempo?
En ese momento lo hubiera dado todo con tal de poseer un teléfono móvil.
Era inútil intentar lanzarse tras el batallón de la muerte o esperar adelantarlo. Como mucho hubiera conseguido llegar unos minutos antes que los asesinos, pero no era suficiente como para poder organizar la huida o la defensa del campamento. En el peor de los casos, ni siquiera hubiera logrado adelantarlos.
Mi única salida era la viuda.
Encontrarla y obligarla a que llamara a sus hombres.
Había tardado cuarenta y cinco minutos en llegar hasta allí. Y había ido mucho más rápido de lo que permiten las leyes. Disponía entonces de tres cuartos de hora para conseguir lo que necesitaba.
Tenía que entrar por un rincón que no se molestaran siquiera en vigilar, sobre todo bajo aquella tormenta de rayos que estaba cayendo.
Una tierra de nadie en aquel lugar siniestro.
Me deslicé por la hierba húmeda hasta llegar a lo alto del montículo. Los calambres comenzaban a atenazar mis brazos. Apreté los dientes mientras me decía:
—Creemos en ti, Jon Ayaramandi.
Y fue así como comencé a creer que era una persona excepcional y que iba a lograr salvar a Perle y a Luna. Creemos en ti, Jon Ayaramandi.
Cuando mis fuerzas flaqueaban y cundía la desesperanza, pensaba en Luna. Creemos en ti, Jon Ayaramandi.
Tenía que convertirme en mi propio Dios, la génesis, la vida eterna, el último juicio: «Do it yourself!».
Me deslicé por la pendiente del montículo y me encontré entre los juncos. Sus tallos se doblaban con el viento y crujían a mi alrededor; un mundo que se quejaba. La lluvia creaba un estruendo sobre las hojas de los árboles. Ya no me podía ni oír respirar.
Salí lo más rápido posible de esa zona peligrosa. Los rayos seguían cayendo al azar.
Trepé por una nueva cuesta inundada de agua, no sin dificultad.
Me resbalé varias veces antes de llegar a su cima y me encontré literalmente al pie del muro. La verja que rodeaba la casa era parecida a la de un campamento militar. Tres metros de altura, con alambre de espino enrollado en lo alto.
Tenía que encontrar una grieta.
Avancé unos diez metros antes de volver a caer en una zanja.
El fondo se había llenado de agua. Y vi que:
Corría a través del muro.
Me metí en el agua y repté en esa dirección.
Había encontrado el punto débil.
El muro había sido construido siguiendo el relieve de los montículos. Pero con el tiempo el agua había ido siguiendo su curso y había terminado por cavar un agujero de unos cuarenta centímetros debajo del muro. Oculto por la vegetación, nadie había reparado en él.
Me abrí paso entre los arbustos, chapoteando en el agua fangosa, con cuidado de que las pistolas no se mojaran.
No me costó nada cruzar al otro lado.
Completamente tapizado de barro.
Me acordé del perro. ¿Dónde estaría esa maldita vaca?
Puse un silenciador en la Beretta y quité el seguro de la 38.
Estaba convencido de que la viuda había conservado a su lado a sus hombres de confianza. Gente competente. Especialistas en asesinar con las manos y emboscados. Gente que no dudaría en mandarme al otro mundo si les diera la oportunidad de hacerlo.
Los bungalós no estaban a más de veinte metros.
Esperaba a que apareciera el perro. Pero no llegaba.
Oía el ruido ensordecedor de la lluvia sobre el tejado. Pero con aquel estruendo era imposible distinguir ningún otro sonido.
Observé la piscina y, detrás de ésta, la terraza con los cristales tintados, sumidos en la oscuridad.
Avancé entre los rododendros y los rosales.
Con las pistolas en las manos.
El miedo anudado en el vientre.