—Tras terminar sus estudios, el joven interno Alix Daniel había conseguido la fama gracias a una operación. Todavía no había cumplido treinta años.

»Aquello sucedió en las urgencias de Bayona. Le llevaron a un chico que había recibido una puñalada en el corazón durante un baile popular. Sobra decir que ya lo daban por muerto. El cirujano que estaba de guardia con él aquella noche estaba enfrascado en un baipás. Así que le dejó al chico tras decirle que en su opinión no era operable, pero que si quería intentarlo…

»Sin embargo, el paciente salió de la clínica en forma una semana después de su operación.

»Las televisiones lo grabaron. El joven cirujano era un hombre taciturno con una cara hermosa, y como no quiso responder a las preguntas, tuvo que hacerlo el director del hospital.

»Tras ello, el hospital recibió cartas de amor y peticiones de matrimonio durante los seis meses siguientes. Pijas y trabajadoras hacían cola en los pasillos para verlo, lo mismo que las internas y las enfermeras. Sin contar con todos aquellos que querían ser operados por él. Hay que decir que operar un corazón no es nada sencillo. Cuando le llamé para preguntarle si quería trabajar en mi clínica, sólo me puso una condición: treinta y cinco horas por semana, ni una más. Una condición desorbitada, quizá. Pero acepté. A pesar de que con ese horario sólo tendría una guardia por semana y una operación a corazón abierto por trimestre, el apellido de mi nuevo asociado nos ayudaría a despegar. Hizo bastantes operaciones. Era un cirujano serio, seguro, profesional y eficaz. El tipo de persona a quien se puede confiar la vida de alguien que se aprecia. Pero como pasaba tan poco tiempo en la clínica y era tan discreto… todo volvió a la normalidad. Y después pasó lo del unicornio.

—¿El unicornio?

—Un hombre que tenía un cuchillo hundido en el ojo.

—¿Seguía con vida?

—Y tanto que vivía. Bramaba como un unicornio. Había que taparse las orejas para poder soportarlo. En esa ocasión acudieron todas las cadenas de televisión.

Abrió otras dos cervezas. Hacía bochorno, pronto llovería.

—¿Nunca ve la televisión? —me preguntó.

—Sólo las películas del Oeste. Pero no ponen demasiadas. Y documentales sobre animales, sobre animales de verdad.

—Su logro fue retransmitido en directo y salió en todas partes. Eso ocurrió seis meses antes de que lo secuestraran.

—¿De que lo secuestraran?

—Unos hombres llamaron a su casa y le pidieron que los acompañase. Tenían pistolas. Le taparon los ojos con una venda. Cuando se la retiraron, estaba en una antigua granja cuya sala principal se había convertido en un hospital de campaña. Tenía un equipo a su disposición: un médico, un anestesista, enfermeras… Le facilitaron todo el material necesario para que operara a un hombre gordo que había recibido una bala en el corazón. La operación duró cuatro horas.

—¿El equipo que lo ayudó hablaba vasco o español?

La pregunta lo desconcertó.

—No me dijo nada. Pero creo que hablaban francés. Me contó que pidió que bajaran las armas y dijo: «No necesito que me amenacen para curar a un hombre; es mi trabajo». Así que supongo que lo dijo todo en francés y que ellos le respondieron en el mismo idioma.

—Eso parece un epitafio —dije.

—¿Y no cree que eso debería haberlos puesto de su lado? Aquella gente lo trató tan mal que parecía que el hombre hubiera muerto en la camilla durante la operación.

—Un logro mal recompensado.

—La verdad es que no fue tanto logro. La bala no se había acercado demasiado al corazón. Había provocado daños, sí, pero nada irreparable. La ironía de la historia es que podrían habérselas arreglado sin sus servicios. Le ofrecieron una gran suma de dinero y él la aceptó. Había comprendido que no podía escudarse en su dignidad y decirles de sopetón que se guardaran su dinero, que él iba a denunciarlos a la policía.

—Después de eso, supongo que se tranquilizó.

—No; no fue así. Lo llevaron de vuelta a su casa, pero un tipo subió con él. Las contraventanas estaban cerradas cuando llegó y en un acto reflejo fue a abrirlas. Cuando lo hizo sintió que alguien lo levantaba…

—Conozco cómo sigue la historia…

Mi cerebro funcionaba a toda máquina.

Había algo que no cuadraba.

Si hubiera sido una cuestión nacionalista, aquella gente hubiera hablado vasco en pleno frenesí de la socialización de su lengua y toda esa historia. Y si lo hubieran hecho, Al se lo hubiera contado a su amigo.

Pero no lo había hecho.

Además, aquello no parecía cosa de ETA, quién sabe por qué.

—Hay algo que no le he dicho —añadió el doctor Di Vica.

—¿Sí?

—Alix escuchó el nombre de la persona a la que acababa de curar.

—¿Cuál es?

—No lo recuerdo. Pero sé que era italiano.

Un hombre obeso… italiano… rodeado de asesinos.

—¿Marconi?

—Puede ser, sí, pero no podría asegurarlo al cien por cien.

Un gramo de odio
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